“No teman, soy yo”

  • ¿Dónde está la victoria sobre el mal?

Jesús hizo que sus discipulos subieran a la barca y se dirigieran a la otra orilla

Siempre y en todas partes, la presencia de Cristo es alegría. Muy asombrados, muy contentos, muy satisfechos quedaron todos después de la multiplicación de los panes y los peces por el Señor Jesús. Nunca una comida les supo más sabroso. Felices los antes enfermos y ya sanos después de haber sido tocados por la mano del Maestro. Cómo bendecían la hora de haberlo encontrado.

Después de esa multiplicación de los alimentos, Jesús hizo que sus discipulos subieran a la barca y se dirigieran a la otra orilla. Él subió al monte, para orar a solas.

“La barca iba muy lejos de la costa, y a la madrugada, enloquecidas olas y vientos huracanados la sacudían como si fuera una cáscara de nuez.

Angustiados los discípulos por la tempestad, se asustaron más cuando vieron que Jesús, caminando tranquilamente sobre las olas, se dirigía hacia ellos.

Espantados, daban gritos de terror, pero Jesús les dijo: “No teman, soy yo”.

Simón Pedro, al parecer en un arranque de fe, o más bien de mera presunción, le dijo: “Señor, si eres Tú, mándame ir a ti caminando sobre las aguas”. Jesús le ordenó “ven”, pero tras unos intentos Pedro comenzó a hundirse y gritó: “¡Sálvame, Señor!”. Jesús le dio la mano y al llevarlo hacia la barca lo reprendió: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”.

La fe suele ser poco duradera… El hombre de hoy, en ciertos momentos es hombre de poca fe, se enreda en sus dudas y sus temores.

Jesús allí salvó a Pedro, y desde entonces camina al encuentro de los hombres perdidos y que sienten hundirse, para salvarlos. Habla el mismo idioma e invita a confiar en Él: “No teman, soy yo”.

Dudas, rechazos, conflictos, son evasiones humanas ante la existencia

Son esas las continuas tempestades del hombre en este siglo.

Es manifiesto, y testigo es la historia de la dolorosa realidad del hombre, siempre en constantes dudas, temores, luchas, enfrentamientos, conflictos, divisiones, guerras.

En los diez años corridos del presente siglo, ni un solo día se ha ido en blanco. Teñida con el rojo de la sangre cae cada día la hoja del calendario, y en todos los rumbos, pueblos y ciudades del territorio nacional hay llagas sangrientas, así como noticias nada gratas de violencia, delito y a veces hasta de increíble brutalidad.

¿Por qué y para qué todo ese profundo dolor? El mal es obra del hombre. Dios puso al hombre en un bello oficio de disfrutar de todo lo creado y lo dotó de una facultad exclusiva para él, la libertad. Mas con su capacidad de pensar, discernir, imaginar y crear, no solamente ha edificado verdad, belleza, amor, sino también, por desgracia, obedeciendo mezquinos intereses ha levantado tempestades de crímenes y se ha convertido en mensajero de la muerte.

Las grandes tempestades de la humanidad han surgido de las desordenadas pasiones humanas. Muchas guerras han sido engendro de la codicia; muchas tempestades familiares y personales han tenido su raíz en la soberbia, en el odio, en la envidia, en la lujuria. Así nacen por las pasiones, los conflictos entre los hombres y entre los pueblos. Así nace la violencia, y a ésta siempre se le responde con violencia.

¿Dónde está la victoria sobre el mal?

Siempre, filósofos, sociólogos, políticos, han ofrecido a la humanidad la respuesta que consideran eficaz a esa pregunta angustiosa.

Muchos han soñado en una sociedad en donde reinen la armonía, el orden, la justicia, y por tanto donde nadie carezca de nada. Así soñó Santo Tomás Moro, aquel gran canciller de Inglaterra. Pero el tirano rey Enrique lo condenó a la guillotina. Sus ideales eran altos. Moro, el español Luis Vives y Erasmo de Roterdam fueron la más alta terna del humanismo. Su pensamiento –el materialismo histórico y el materialismo dialéctico– los llevó de su filosofía al Manifiesto del Partido Comunista en 1848.

Filosofía, historia, sociología y política tan poderosas como para llenar millones de libros y convertirse en una campaña mundial por el proletariado. La primera, la segunda, la tercera Internacional y la hoz y el martillo, desde el corazón de Rusia cruzaron mares y oceanos. Grandes tempestades, ríos de sangre y nada…

Muy altas se alzaron las banderas del nazismo y del facismo, y muchos engrosaron sus filas con la ilusión de encontrar la anhelada felicidad, la paz social, y el fruto fueron los campos cubiertos de los caídos en la segunda guerra mundial.

Esperanza, ilusiones, mas también egoísmos, errores y fracasos, discordias, avances, retrocesos y caídas, todo es resultado de sólo esperar la respuesta

en los planes de los hombres. La victoria sobre el mal está en Cristo vencedor.

“¡Sálvame, Señor!”

Al grito desesperado de Pedro, respondió la mano salvadora del Señor Jesús.

Ahora, al tomar conciencia de estos días difíciles; ahora, después de tantos intentos fallidos, no hay otra solución que orientar la fe, la oración, la acción social, el compromiso cristiano a Cristo y sólo a Él.

Pero, ¿dónde están los hombres de fe? No se debe apartar, dejar de lado, que ante todo deben ir por delante una fe firme, viva, operante en Cristo, y una conciencia clara de la misión del cristiano –singularmente del laico– en este tiempo, con una entrega generosa para luchar por el Reino de Cristo.

“¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”

Fue tal el grito de admiración y de agradecimiento de los discípulos de Jesús, al ver quietas las aguas, lejos los vientos y bogando tranquilamente su barca.

En esta época de tempestades, es decir de crisis, es cuando más urge encontrar a Cristo, el Hijo de Dios.

El progreso de la ciencia y de las técnicas es la luz para ir a una causa que todo lo explique y la fe ilumine.

“Es necesario creer, no por la fuerza de la tradición, ni por temor a la muerte, ni por el acoso, ni por obediencia ni temor, ni para salvar el alma, ni por aparecer original. Es necesario creer, porque Dios existe”. Así escribió un ruso contemporáneo, Sintauski.

La fe no impone limitación a la acción y a la verdadera grandeza del hombre. Porque en cuanto mayor sea el hombre, mejor comprobará hasta qué punto es grande Aquel de quien es imagen.

“El misterio del hombre solamente se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (Gaudium et Spes 22).

No una fe vacilante como la de Pedro, sino una fe esclarecida, firme, puede afrontar con Cristo todas las tempestades.

José R. Ramírez Mercado

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