El banquete de la vida

Para Pedro, el segundo hijo de sus padres, y con solo 8 años de edad, el haber escuchado en el desayuno la noticia de ir a una fiesta de casamiento



Para Pedro, el segundo hijo de sus padres, y con solo 8 años de edad, el haber escuchado en el desayuno la noticia de ir a una fiesta de casamiento muy refinada, de uno primo sobre el cual nunca había tenido noticia de su existencia, no había sido la mejor forma de empezar el día. Las palabras del padre habían sido muy duras, y con solo saber que se debían cumplir, se le había hecho un nudo en el estómago, que no podía deshacer. A él y a su hermano, en tono muy severo, le había dicho su progenitor: se van a comer todo lo que les sirvan. Un sentimiento de asco invadía el estómago del niño, que de solo pensar en comidas con nombres extraños, con sabores nunca antes degustados, y con la garganta cerrándosele para impedir tanto la entrada como la posterior salida del alimento, lo llenaba de una terrible angustia. Recordaba haber introducido alimentos en su boca que le hacían escapar lágrimas de sus ojitos, y luego debía hacer un gran esfuerzo para hacerlo bajar, con la copa de gaseosa ya en la mano, para aliviar la terrible pesadilla. Y no solo eso, no debía pasar demasiado tiempo hasta que obligadamente su mano tomara el tenedor y se volviera a cargar del asqueroso alimento, y repetir una y otra vez esa traumática experiencia.
Su hermano, claro está, algunos años mayor, tampoco gozaba de la comida, pero no la sufría como él, pareciera que su paladar fuera menos atento a tan desagradables gustos. Aunque no le gustaran demasiado, no iban a salir lágrimas de sus ojos.
Nuestra vida, al igual que la de Pedro, su hermano y sus padres, es también un banquete, con toda clase de bocados, con deliciosas o hasta repugnantes comidas, que debemos digerir.
No puedo negar que hay platos que me gustan más, que saben más deliciosos, que se tornan más agradables, que hacen que me sienta verdaderamente feliz, que me permita entregarme al placer de comer un buen plato, y mi mente se libere, y me atreva a distenderme, y gozar plenamente de ese momento tan preciado, en donde los sabores y olores de la vida me hacen una persona plena. Es bello, y hermoso, y muy grato, disfrutar de platos tan exquisitos, que Dios ha puesto ante mí, en un acto de profundo amor. De sólo pensarlo se me hace agua la boca, siento el palpitar de mi corazón, lo siento saltar de alegría. Por el sólo recuerdo de tan maravillosos platos, preparados con tan magníficos ingredientes, una sonrisa invade mi rostro. Gozo de ese momento, me llena de felicidad el recordarlo. Doy gracias a Dios por servirme esos platos tan hermosos, preparados con tanta dedicación, y hechos especialmente para mí. Dios, el cocinero de mi vida, me ha llenado de deliciosos manjares, que alimentaron mi vida y me hicieron disfrutar del banquete de la vida.
Recuerdo también, como le pasaba a nuestro imaginario amigo Pedro, que hubo platos que no me gustaron, y que desee no comer, y que quise evitarlos. También recuerdo sus olores, casi pestilentes, recuerdo el vano intento de mi nariz por cerrarse para evitar el paso de esos aromas, recuerdo tener el plato delante de mí, con abundante comida, que no deseaba comer, y que me veía obligado a hacerlo. Pedía mucho agua, para digerirlo mejor, pedía fuerzas, para no tener que sacarlo nuevamente de mí. Recuerdo también que me preguntaba: ¿Para qué está este plato delante de mí? ¿Qué necesidad tiene el cocinero de mi vida de preparar estos platos tan desagradables? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué desea hacer este ejemplo de la peor comida? Recuerdo haberme enojado con el cocinero, hasta haberlo maldecido, hasta haber pensado cosas horribles de él, que hoy, es cierto, me avergüenzan. Quedaron en mi mente el sabor de esos alimentos. Eran ácidos, repugnantes, horribles y no fueron sólo un bocado, fueron varios, y mi garganta se cerraba, y las lágrimas, aunque yo no lo deseara, se escapaban de mis ojos, corrían por mis mejillas, y se entremezclaban con el resto de la pestilente comida que aún debía digerir. Lo recuerdos, no es fácil olvidarlo. No deseo volver a probarlos más.
Me enojé mucho también con el mozo. Era su cara la que veía cuando ante mis ojos se depositaba esos desagradables platos. Me enojé con él, me puse de mal humor. Había sido el cocinero el que preparó esa comida para mí. Yo debía comerla, me era imposible sacarme el plato de encima, y recordaba la cara del mozo que servía mi mesa.
Este hombre trajo a la mesa de mi vida, todo tipos de platos, y recuerdo todos los que puso delante de mí, en mi mente permanecen todos esos sabores, todos están en mi cabeza. Deliciosos manjares, incomparables delicias, y también, mal olientes platos.
Ese es el banquete de mi vida, es así como se me ha servido la mesa. Quizás olvidé decir el nombre del mozo que sirve mi mesa. Su nombre es Jesús. Es cierto, no lo voy a negar, a veces quise no verlo nunca más. Pero, también debo reconocer, que cuando me trajo los platos que no fueron sabrosos, que no gustaron a mi paladar, es cierto también que siempre estuvo a mi lado, con la jarra llena de agua, para llenar mi vaso, y que de esta manera, la platos feos del banquete de mi vida fuesen más fáciles de digerir. Dicen que el agua que tiene este mozo posee diferentes minerales y vitaminas, aunque parece sólo agua. Lo que a mis oídos llegó es que tiene la vitamina de la fe y del amor, los minerales de la paciencia y la misericordia, y muchas cosas, cosas buenas, que este mozo pone en mi copa cada vez que debo pasar un trago amargo.
Ya lo veo venir, tiene un plato en su mano. ¿Qué tendrá preparado esta vez para mí? Le pido, le ruego, con toda mi alma, que sea un sabroso plato, que me haga deleitar, que me permita disfrutar del banquete de la vida. Quiero sabores nuevos, que amplíen mis horizontes, quiero cerrar los ojos, mientras suaves olores entran por mi nariz y se dirigen hasta lo profundo de mi ser, quiero que mis papilas gustativas enloquezcan ante semejante festín.
Tengo presente también, que ese plato que me está trayendo el mozo, puede ser amargo, hasta quizás aún más que los que ya degusté. Si es así, ahora que ya me puse grande y entendí esto del banquete de la vida, entonces sabré, con mucha seguridad, que el mozo Jesús estará junto a mí, con una gran jarra de agua para aliviar el sufrimiento.
Y pensado en todo esto, en como ha sido mi vida y en como puede ser, escucho las dulces palabras del mozo, del hombre que está sirviendo el banquete de mi vida: yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lucas 22:27c).
Vuelvo a pensar en el banquete de mi vida, en lo que fue, lo que es y lo que podrá ser. Me doy cuenta que ha sido como Jesús dijo, siempre ha estado como el que sirve, siempre ha llenado mi copa a rebozar. Su bondad y su amor me han acompañado a lo largo de mis días (Salmo 23:5c-6a).
Nuevamente veo al mozo acercarse mi mesa dispuesto a servirme.
Ya no tengo miedo ni temor por lo que me traerá, ahora se que pondrá ante mí lo que pueda digerir, que sea lo que sea, él estará siempre a mi lado, acompañándome, en alegría o en tristeza. Si lo que trae no es lo que deseo, se que siempre estará llenándome la copa a rebozar.
Y vuelvo a escucharlo, me vuelve a hablar, y me dice: yo te doy un reino, y comerás y beberás a mi mesa en mi reino. (Lucas 22:29-30a). Tengo algo más para pensar, que me permite relajarme, y ya no enojarme con este mozo que siempre ha estado sirviéndome.
Me dice que tiene preparado un banquete, en donde todos los platos que me traerá serán de lo mas deliciosos, en donde probaré sabores magníficos, en donde me deleitaré en gran manera, y podré distenderme, y el mozo se sentará mi lado, llenará de nuevo mi copa, y luego la de él, y brindaremos, brindaremos por tan delicioso banquete y también, claro está, por tanto tiempo juntos siempre él, sirviéndome los platos, todos los platos, del banquete de mi vida.

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