El quebranto de las familias pastorales

El problema que quiero abordar tiene que ver con la familia de los pastores o familias que realizan trabajos misioneros para la Iglesia. Lo que intento bosquejar aquí se relaciona con una dolorosa paradoja: aquellos que frecuentemente por nuestra labor pastoral y misionera denunciamos sistemas de injusticia que están afuera de nosotros favorecemos, sin embargo, la instauración de un sistema de injusticia dentro de nuestra propia familia.

No intento culpar a nadie, sino hacer visible la situación para que empecemos a tomar en serio lo que ha pasado a muchas familias de pastores y misioneros. ¿Como podríamos servir como ejemplo al mundo —de las parejas pastorales hablo— cuando frecuentemente hemos abandonado a los nuestros para cuidar a los demás?

Proteger, escuchar, sostener, son algunas de las bases fundamentales para construir una familia saludable. Sin embargo muchas veces eso no nos parece tan importante como realizar un ministerio para la iglesia. Al leer esto se puede pensar que no vale la pena hablar sobre el asunto, porque no tiene nada que ver con la iglesia en sí, ni la afecta. Sin embargo mi experiencia y tesis es que si no empezamos a tratar a nuestras propias familias con respeto, entendiendo que tienen necesidades y que son parte de la familia de Dios, no tendremos nada realmente auténtico para decirle al mundo. Es común en nuestros días que ya no quieran oír el evangelio porque no les parece pertinente.

Este tema tiene relación con Lucas 6.41–42 «¿Por qué te pones a mirar la paja que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tienes en el tuyo? Y si no te das cuenta del tronco que tienes en tu propio ojo, ¿como te atreves decir a tu hermano: Hermano, déjame sacarte la paja que tienes en el ojo? !Hipócrita!, saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la paja que tiene tu hermano en el suyo.

También tiene que ver con una errada interpretación del conocido texto de Mateo «¿Quién es mi madre, y quienes son mis hermanos?». Se ha entendido como dejar a su propia familia, a su esposa y a sus hijos para servir a los demás. Creo que Jesús estaba diciendo que tenemos que abrir el círculo de la familia para hacerlo inclusivo a todos, no exclusivo. Esa situación paradójica que estoy denunciando, ha resultado en que las familias pastorales han dejado de reflejar a Cristo y su evangelio para reflejar al mundo. Este es un problema mayor debido al valor paradigmático que las familias pastorales tienen ante las demás familias de la iglesia. No sólo las afecta a ellas sino a toda la comunidad por no ser un testimonio adecuado de fe.

 

A modo de presentación

Primeramente quiero contarles quién soy. Fui criada en el seno de la Iglesia Metodista Unida. Mis padres fueron misioneros en Zaire, África. Allí nací. Mi padre fue pastor de la Iglesia Metodista Unida en el centro del estado de Nueva York durante 60 años. Veinte de los cuales los pasó trabajando como uno de los tesoreros de la Junta de Ministerios Globales de la Iglesia Metodista Unida en la ciudad de Nueva York.

Al pasar el tiempo me casé con un pastor. Él también había sido un niño nacido y criado dentro del seno de la iglesia, como yo. La única diferencia entre nosotros, en lo que a la historia religiosa (que nos precedía) se refiere, era que sus padres habían sido misioneros en América Latina.

Un día, mi esposo y yo decidimos tomar el mismo camino que habían seguido nuestros padres y salimos a la misión. Nos radicamos en Uruguay, pequeño país de América Latina, y ahí trabajamos como misioneros durante diez años —allí nacieron tres de nuestros cuatro hijos.

Luego mi esposo, Eugenio Stockwell, fue llamado al servicio de la Junta de la Ministerios Globales de la Iglesia Metodista Unida. Él fue nombrado para ser uno de los Secretarios de América Latina por tres años. Después vendrían siete años como líder del programa de la Junta y luego once años trabajando para el Consejo de las Iglesias Nacionales de los Estados Unidos. Vivimos veintiún años cerca de Nueva York .

De ahí, fuimos a vivir a Ginebra, Suiza, donde él estuvo a cargo de la Comisión de Evangelismo y Misión del Consejo Mundial de Iglesias. Después de pasar seis años en Ginebra, llegó el momento de vivir nuevamente en América Latina. Radicados en Buenos Aires, Argentina, seguimos trabajando para la Iglesia Metodista y mi nitramos en el Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos, hasta nuestra jubilación definitiva, cinco años después.

 

En la profundidad del quebranto la orfandad

Después de que salimos del Uruguay en 1962, como ya dije, volvimos a los Estados Unidos y mi esposo empezó a viajar mucho. Fue un tiempo difícil pues teníamos que reincorporarnos de nuevo a una cultura, que si bien mi esposo y yo ya conocíamos en alguna medida, nos resultaba extraña por los años que habíamos estado afuera. Mucho más difícil fue para nuestros hijos, quienes habían nacido en Uruguay. Nadie había previsto el ineludible proceso de reintegración, por lo tanto nadie pudo ver nuestra necesidad imperiosa de querer nutrirnos y ser cuidados. Pero ni la Junta de Ministerios Globales, ni el padre y esposo pudieron darse cuenta de ello. Sin embargo, fuimos los mejores intercesores, orando y apoyando su trabajo. Gracias a Dios un grupo de la iglesia en donde comenzamos a congregarnos intuyó algo de mi necesidad y me ayudó.

Cada vez que el padre y esposo salía de viaje, lo esperábamos con mucha alegría deseosos de que a su regreso pudiésemos estar plenamente en familia. Un día, finalmente, nos dimos cuenta de que al regresar, las cosas no eran muy distintas. Sucedía que no había tiempo suficiente para nutrirnos. Él estaba, pero no presente, porque siempre tenía trabajo para hacer: llamadas, cartas, reuniones y preparación para el próximo viaje.

 

Como familia fuimos quebrantados por la iglesia. Seguramente sin intención alguna, pero así ocurrió. En particular nuestros hijos fueron quebrantados por mi esposo y por mí, porque nosotros reprodujimos el mismo modelo de nuestros padres. Mi madre sufrió bajo ese sistema, como yo, porque no supimos hacer algo diferente. Y esto que padecimos nosotros lo he visto repetido en familias y más familias, que estando al servicio de la iglesia enfrentan esta injusticia, independientemente de la cultura en que hundan sus raíces.

 

Quiero explicar lo que significa haber sido «quebrantados como familia por la iglesia». La palabra quebrantar es más que los vocablos «lastimar» o «herir», a pesar de que es así también. Hay un autor que dice que causa un vacío en el alma. Es una ruptura y debilidad causada por falta de amor. Cuando no recibimos lo que necesitamos emocionalmente, el vacío produce un sentido de abandono, que atenta contra nuestro propio valor.

Muchos que han sido tratados de esta manera invierten mucho tiempo buscando algo o a alguien que llene esa carencia. Los propios padres de familia son instrumento para el quebranto de sus hijos. El ser quebrantado, comienza con la práctica de ser siempre los últimos en recibir cuidado por el padre, la madre, el esposo o la esposa, a partir de una equivocada comprensión de nuestro llamado como cristianos.

 

Cuando la familia del pastor llega a estar compuesta por huérfanos marginados dentro del seno de la iglesia, para los cuales nunca hay lugar, ni tiempo, y son los últimos en recibir atención, estamos en presencia de una terrible distorsión del amor de Dios en todo sentido. Creo que todas las familias necesitan del cuidado y nutrición de los dos padres. Cada uno puede y debe transmitir distintos dones a los hijos. Por eso pienso que la intención de Dios no fue que nos casáramos y al tener hijos se negara el sentido profundo que le dio origen. Negación que expresamos siendo irresponsables con nuestros hijos, descuidándolos, mientras corremos por el mundo o a lo largo de nuestras parroquias tratando de sanar un mundo tan deshecho.

 

Al caer en esta gran paradoja, las adicciones, confusión, sentido de abandono, furia y enojo con Dios, pueden invadir nuestras casas, mientras estamos ocupados tratando de resolver los problemas de otros, intentando sanar las heridas de otros. Abandonamos el cuidado de nuestros prójimos más cercanos, aquellos que Dios nos ha dado y haciéndolo, los herimos. No tengo dudas de que cuando hemos actuado de esa manera, no ha sido como respuesta a un mandato divino. Muchas esposas y esposos ante un dolor así rehusan continuar en el ministerio. Muchos hijos no quieren tener ninguna relación con la iglesia, porque consideran que un Dios de amor no puede estar realmente representado en una iglesia que favorece el abandono de aquellos a quienes más queremos.

 

La primera iglesia es la familia

Todo esto no surge de la nada. Nuestro comportamiento tiene una historia en la Iglesia Metodista Unida. En la fundación de los Estados Unidos, los pastores eran itinerantes y no podían casarse. Con el tiempo les fue permitido contraer matrimonio, en el entendimiento de que la esposa y los hijos fueran los últimos en ser atendidos y cuidados. Esta terrible historia puede leerse, por ejemplo en el libro Organizing to Beat the Devil escrito por Charles Ferguson. Eso fue una distorsión del amor de Dios, que a través de los años llegó a ser asumida como natural por la generalidad de las familias de pastores.

 

¡Cuantas esposas e hijos de pastores fuimos los mejores intercesores y el mayor apoyo para la tarea ministerial! Esperábamos con anhelo la llegada del esposo o padre, solo para descubrir que él no tenía tiempo para escuchar, gozar y llorar por los asuntos familiares.

 

Así nuestras familias fueron enfermando. Procurando ayudar a la sanidad en otros hogares, los pastores no alcanzaron a aportar lo necesario para la salud de su propio hogar. Y esto es un contrasentido. Pues bien, como misioneros hemos llevado este modelo de vida familiar, no querido por Dios, alrededor del mundo y de una manera por demás especial, pues hemos sido el modelo de la familia cristiana, nos guste o no admitirlo. No sé cómo este mismo espíritu ha entrado a muchas de las otras denominaciones protestantes. Solamente sé que parece prevalecer en todas partes.

Además, creo que nuestras prioridades no están en el orden correcto. Mi creencia es que nuestra primera prioridad es Dios. A partir de allí, y por el evangelio es deducible que nuestro primer amor es nuestro esposo o esposa y nuestros hijos, luego la comunidad y finalmente el mundo. La primera iglesia es la familia. Quiero decir: ¿en qué comunidad está llamado, primeramente, el pastor a testimoniar su fe, sino es en su propia familia?

 

Tengo algunos amigos que me dicen que el sacrificio familiar está bien y es necesario. Yo no estoy de acuerdo con esta teología que afirma sin decir (o incluso a veces explícitamente) que mis hijos y yo no tenemos valor o importancia para el pastor que es el esposo y padre de familia. A eso que llaman sacrificio convendría llamarlo pecado institucional, estructural, teológico y muchas veces incluso personal.

 

Cuando una comunidad es sanadora

Con la abundante ayuda y cariño de una comunidad cristiana, ecuménica, laica, carismática y sanadora, llamada Karatana, entendí el valor especial y único que tengo y así también mis hijos. Para mí y los que fuimos ayudados y sanados ahí, esa comunidad fue la verdadera iglesia, pues es el cuerpo de Cristo el que dispone de todas las herramientas para construir una comunidad sanadora para toda la humanidad. Sin embargo hemos negado desde Santo Tomás de Aquino (vea el libro de Morton Kelsey: Christianity and Healing) que el evangelio es total, o sea mente, cuerpo, y espíritu. Hemos preferido creer en un evangelio que se basa solo en el razonamiento, que trata solamente la mente y la intelectualidad. Mientras que el ministerio de Jesús incluye un evangelio total que no hay forma de dividir. Con demasiada frecuencia he encontrado que la iglesia ha sido más esclavizante que liberadora y he encontrado un fariseísmo que solo ha puesto cargas sobre la gente sin estar dispuesto a ayudar a llevarlas.

 

Por favor, no piensen que yo señalo con el dedo a todos sin contarme a mí misma. Sepan que soy consciente de haber participado en todo. Pero también a través de los toques muy profundos de Dios y a partir de la labor sanadora de esa comunidad he llegado a creer, a ver las cosas de una manera diferente. Para mí hay una forma de ser iglesia muy diferente a la que he conocido.

 

Me crié en un mundo que decía que el llamado de Dios estaba afuera de la casa. Muchas veces estaba yo en casa físicamente, pero emocional y espiritualmente queriendo estar en otro lado. Tan ciega por creencias y entrenamientos, que no veía que nuestros propios hijos son parte del llamado de Dios. Negaba muchas veces las necesidades de mis hijos para llegar a mis reuniones o lo que pensaba que Dios me llamaba a hacer. No pude esperar hasta que mis hijos fueran adultos para dedicarme a trabajar para Dios, porque no veía que nosotros éramos también parte de la comunidad de Dios y merecíamos atención y amor. Por eso ellos sufrieron mucho como resultado de nuestras acciones porque no estuvimos con ellos el tiempo suficiente para saber y cumplir sus necesidades.

La comunidad Karatana me amó tanto, que pude entender qué me impedía estar con mis hijos. Entonces logré volver a casa y estar presente para los dos menores —al menos para ellos— en una forma más sana. Los dos mayores ya estaban fuera de la casa.

Fui sanada del mal genio, de mentir, del concepto de un Dios que es solo juez y castigador, de la necesidad de ser perfecta, de la violencia emocional que sufrí de mi familia de origen. Me sensibilicé ante mi propio dolor. También aprendí a tomar responsabilidad por mí misma, a poner límites y barreras, y pude estimarme correctamente.

Aprendí que uno no puede dar a otros lo que no ha recibido, lo que no tiene; este fue uno de los mayores descubrimientos de mi vida. Me perdoné a mí misma y a todos los que me han dañado. De esta forma pude volver a los lugares de mi quebranto, la iglesia y la familia, y pude amar de formas redentoras. Dios honra nuestra intención y puede redimir todo, dándonos otra oportunidad para llevar sanidad integral a nuestras familias. Nuestros hijos siempre buscan formas de reconciliación con nosotros, como padres, no importa la edad. Nuestros hijos están en mejores lugares ahora como resultado de aquel regreso.

 

 

Para concluir

Parte de lo que Dios nos ha dado es la imperfección. Dios sabe que queremos hacer las cosas perfectas y quiere ayudarnos. El tema que he compartido proviene de mi propia lucha, de mis propias heridas y dolor en el esfuerzo de ver cómo todos nosotros, como familia, podríamos ser sanados. Todo lo hablado no disminuye en nada lo que fue mi esposo, ni lo que hizo, porque él, como todos nosotros, fue imperfecto. Todo lo hablamos antes de su muerte y si estuviera aún vivo, trataríamos el tema en equipo. He sido privilegiada al ser su esposa; y de todo lo que vivimos juntos he aprendido mucho, me ayudó a madurar. Estoy agradecida por nuestros cuatro hijos. Y aunque me apena profundamente el gran sufrimiento que ellos vivieron por causa de nuestra imperfección, sé que Dios les ha dado gracia en medio de él. Pero también agradezco a Dios que todo esto nos ayudara a crecer y madurar.

Finalmente, estoy muy agradecida con la Comunidad Karatana pues me amaron lo suficiente como para ayudarme a llegar al punto de que Dios tocara ese dolor tan profundo en mi ser, y me sanara por el poder del Espíritu.

 

Cómo dejar que Dios te sane

  1. Elige la vida en lugar de la muerte. Esta es la exhortación a los israelitas en Deuteronomio 30.11–20. Yo me estaba muriendo a causa del enojo, el resentimiento y el odio que me carcomían. Nuestras decisiones diarias son tema de vida o muerte. Si elegimos odiarnos y guardar resentimientos por otros, elegimos nuestra muerte. Los altos y bajos, los rechazos, el dolor y las heridas que sufrimos, el gozo y las tristezas pueden ser tomados por Dios para tejer con ellos un tapiz de gran belleza. Si le entregamos a Dios todo lo que hemos sufrido él lo redimirá.
  2. Deja de ser autosuficiente a la manera del mundo. La autosuficiencia se da cuando creemos que podemos servir por nosotros mismos y que no necesitamos a Dios. Nos retamos a nosotros mismos porque «deberíamos poder hacerlo». Querer usar nuestras propias fuerzas para lograr el éxito ignorando la gracia de Dios, se forma por la herida de que los padres no lo acompañaron a uno en el crecimiento.
  3. Deja crecer a Cristo en ti. Para eso, conecta tu vida al Padre y deja que Su Espíritu te llene continuamente.
  4. No niegues tus necesidades, carencias y dolor. Si no pides ayuda es, para tu sistema de sanidad, como meter la cabeza en una bolsa de plástico. El mensaje que le comunicamos a nuestro cuerpo, al ponernos la máscara y actuar como si todo estuviera bien, es que no queremos sanar. Entonces, el cuerpo coopera para ayudarnos a morir. Así que no trates de «ser positiva». Eso es solo actuación y trae más desgracia. Nuestra meta debe ser la tranquilidad del espíritu. Esta tranquilidad es la que le dará a nuestro sistema de sanidad un mensaje verdadero de vida.

     

    Para formar iglesias liberadoras

    ¿Será posible que logremos entre todos revertir esta situación? ¿Seremos capaces de formar iglesias liberadoras y no esclavizantes? ¿Estará a nuestro alcance el construir comunidades sanadoras y no quebrantadoras de las familias pastorales y por extensión de todas las demás?

    Estoy segura de que es posible.

    1. Cada comunidad de fe necesita orar y pedir a Dios que le muestre la forma de proceder para la búsqueda de sanidad
    2. La familia del pastor o la pastora necesita poner límites y barreras y mostrar a la iglesia cómo entrar en una relación más sana.
    3. El pastor necesita mirar las necesidades de todos sus miembros a la luz de lo que pasa dentro y fuera de su propia casa. Si alcanzamos a satisfacer algunas de nuestras necesidades es más fácil atender las de los otros.
    4. Cada comunidad debe desarrollar la capacidad de autocrítica y la sinceridad para abrirse a un cambio de mente.

 

Para crecer como familias pastorales sanas

1) Cada esposo o esposa separe tiempo diariamente para su vida devocional. 2) Una vez al día el tiempo alrededor de la mesa debe ser sagrado. No reciba llamadas telefónicas a menos que haya una crisis. 3) Tome, por lo menos, un día de descanso a la semana. 4) Encuentre tiempo como matrimonio para escuchar y ser escuchado. 5) Tome tiempo como matrimonio todas las semanas para hacer algo fuera del trabajo, como ir al cine, tomar café fuera de la casa, sin los hijos, hacer una caminata para estar juntos, etcétera. 6) Que la madre y el padre tomen tiempo separados cada semana, con cada hijo, para hacer lo que el hijo quiere hacer: ser escuchado, sentarse en silencio, jugar, dibujar, etcétera. 7) Una noche de cada semana tomen tiempo con toda la familia para jugar o hablar de lo que están pasando. 8) Si el esposo o la esposa viaja, ¿cuales son las previsiones para ayudar y cuidar la familia? Me parece que la iglesia puede ayudar: invitándolos a cenar o cuidar a los hijos mientras el que está en casa toma tiempo para cumplir alguna tarea o necesidad. Estas han sido sólo ideas. Dios puede darle creatividad a cada familia.

 

por Margarita Stockwell

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