La esposa del pastor

Por Sara Siccardi de Díaz.
Al sentarme ante la máquina para escribir este artículo, desfilan por mi cabeza los rostros de muchas esposas de pastores que conocí a lo largo de mi vida. Desde mi infancia, las visitas que más frecuentaban nuestro hogar eran pastores y sus familias, ya que padres también lo eran. Lo mismo sucede en mi hogar de casada; soy esposa del pastor. He conocido colegas muy resueltas, aun dominante. También he visto otras muy apocadas.

Es que habemos de todo tipo: consagradas y livianas, trabajadoras y haraganas, simpáticas y antipáticas, tiernas y hoscas, gozosas y amargadas, victoriosas derrotadas, eficientes e inoperantes, sabias y necias, serenas y nerviosas, rebeladas y resignadas, radiantes y apagadas, dulces y agrias, muchas de ellas verdaderas compañeras idóneas, otras no tanto.
Pero aun estando encuadradas en algunas de estas semblanzas o atravesando una etapa así, todas ellas estaban conscientes de la singular misión a la cual habían sido convocadas.

Es que no existe un patrón universal sobre el idea de la esposa de pastor. Este varía según los valores y criterios que se manejan en los diversos grupos cristianos. Algunos valorizan a la esposa orquesta, la que está en todo: la música, la tarea entre los niños, adolescentes, jóvenes, mujeres, en los bautismos, casamientos, navidades, pascuas, retiros, encuentros. La que enseña, toca el órgano, dirige el coro, redacta el boletín, predica, organiza, dirige y supervisa todo. Si no es así, no es «ayuda idónea».

En otros grupos, por el contrario, se valoriza a la mujer sierva, la que sirve té a todo el mundo, hospeda a todo visitante, cocina en todos los campamentos, se sienta en el último banco y tiene una sola respuesta a los que le preguntan acerca de la obra: «No sé nada de ese asunto. Pregúntenle a mi esposo». Si hace lo contrario se la puede juzgar como entrometida y que maneja al pastor.

No cabe duda que el Señor puede y quiere llevamos a ser lo que todas aspiramos: una señora de pastor contenta, ubicada, eficiente, digna. Pero sobre todo,… una verdadera «ayuda idónea».

EL COSTO

Significa ser la ayuda y el apoyo íntimo de una persona muy especial, un siervo de Dios.

Eso nos lleva al compromiso de aceptarlo, ayudarlo, comprenderlo, alentarlo y cuidarlo. A orar constantemente por él y su ministerio. Y a velar por él.

Recuerdo una vez que hospedamos en casa a un destacado pastor. En cierto momento me miró fijamente y me dijo:

-¿Amas mucho a este hombre?

-¡Sí-, le dije.

-¿Oras constantemente por él?

-Bueno, a menudo lo hago-, dije ya medio desconcertada.

Entonces me dijo:

-Si tú no lo mantienes constantemente ante el Trono de la Gracia, su ministerio se va a deteriorar. El te necesita a ti más que a nadie.

Como se imaginarán, estas palabras se clavaron en mi corazón como puñales. ¿Quién mejor que la esposa sabe cuándo, qué, cómo y por qué orar por su esposo, el pastor de la iglesia?

NUESTRA RELACIÓN CON SU MINISTERIO

SU ESTUDIO- Cuando él está preparando sus mensajes, cuando está sobrellevando cargas especiales, cuando necesita tiempo para orar y buscar al Señor, es cuando debemos estar atentas y cuidarlo.

Conozco a una esposa de pastor que no encontraba mejor momento para discutir o pelear con su esposo que cuando iba camino a la reunión o antes de salir. Generalmente, el pobre hombre subía al pulpito con el corazón cargado, luchando por sobreponerse a su mal estado de ánimo y con una tremenda sensación de culpa. ¿Es de extrañarse que tiempo después haya tenido que dejar el pastorado?

Todas sabemos cuántas trabas nos pone el diablo antes de una reunión: un hijo que se golpea, se ensucia o rompe su única ropa «dominguera», un olvido de algo importante por lo cual echarse la culpa el uno al otro, un visitante imprevisto, un recado importante olvidado, etcétera. Cualquier cosa sirve para ponemos de mal humor, nerviosos y por ello decir cosas de las cuales debemos arrepentimos después. La «ayuda idónea» comprende esto y obra como filtro, cuidando que no afecte la tarea especial que sobrelleva su esposo en ese momento.

MONOPOLIO- Los celos, las exigencias desmesuradas, el ser absorbentes entorpecen su ministerio. Tenemos que comprender que su vida está en el altar, fue consagrada a un ministerio que demanda mucho de su tiempo, de sus emociones y de sus fuerzas. Aunque él nos ama a nosotras y a nuestros hijos, muchas veces no puede dedicarnos todo el tiempo que él desearía. No lo torturemos por eso. No nos sintamos víctimas. Las esposas de los médicos u otros profesionales, hombres de negocios, obreros con más de un empleo, etcétera, padecen lo mismo. No somos las únicas con este problema.

INFIDENCIAS- Muchas cosas íntimas y secretas vienen a parar a la casa del pastor. Si desparramamos las confidencias, si no somos respetuosas de los secretos que le confían los fieles a «su pastor», ellos se sentirán víctimas de una traición, y el prestigio y reputación de ese siervo se verán altamente lesionados. Así podemos lograr que nadie confíe en él.

LIMITACIONES- A cada una el Señor nos ha otorgado dones, talentos, gracias especiales, pero muy diferentes. A veces subestimamos las que tenemos y aspiramos las que otras mujeres tienen. Eso desemboca en celos y envidias. Tratamos de imitarlas, corriendo torpemente tras este espejismo. Así perdemos de vista nuestra principal misión con los dones que El nos brindó, los horizontes y limitaciones con que El, en su sabiduría, nos capacitó.

No nos extralimitemos, pues. Esa carrera disparatada perturba, por cierto, el ministerio de nuestro esposo y a nosotras nos desgasta inútilmente.

SEXUALIDAD- Lamentablemente todos conocemos casos de pastores que cayeron en adulterio. Casi siempre cargamos todas a las culpas sobre el pastor y «la otra», compadeciéndonos de la pobre esposa, la victima. Pero no siempre es así. Al indagar en lo profundo del problema descubrimos que, muchas veces, la esposa es tan culpable como él.

Ellos están constantemente expuestos a la tentación sexual. Por el tipo de tarea que deben *****plir, van desarrollando un espíritu compasivo, tierno y comprensivo. Nada penetra más hondo en las fibras íntimas del corazón de una mujer que la ternura. Hoy en día hay muchas mujeres que son tratadas con rudeza y desamor. En su dolor vienen a la iglesia y buscar la ayuda en el pastor. Este las atiende como corresponde: con comprensión, con delicadeza, con respeto. ¡Todo lo que contrario de lo ella está viviendo! No es nada extraño que en su corazón idealice a ese hombre, se aferré a él y se enamore. A veces, y sin notario, es muy probable que abran una puerta a la tentación.

La esposa del pastor debe *****plir gozosamente con su deber marital. (1 Co. 7.5). La mujer que no comprende la necesidad efectiva y sexual de su esposo, que es diferente y descuidada en ese aspecto, que no es ocupa de llenar todos sus rincones sentimentales y está tan ofuscada por las tareas del hogar y de la obra que resta cuidando amoroso para con su esposo, ¿no es parte culpable de la caída también?

Conocemos varios casos así, y es dramático. No hay nada más efectivo para destruir un hermoso ministerio que una caída sexual. Si no se arrepiente, no hay restauración. Y si se arrepiente, ¿cuánto tiempo pasará, cuánto dolor y cuántas lágrimas hasta su total restauración?

¡Hermana! ¡Que Dios nos guarde de ser cómplices del Diablo en destruir así a un pastor! Y de paso, un consejo ya conocido: acompañemos siempre a nuestros esposos cuando lo tienen que tratar el caso de una mujer sola, no como una guardiana celosa sino como colaboradora idónea, embargada tu también de compasión y ternura hacia el dolor y el problema de esa otra mujer.

EL EJEMPLO- ¡Qué pesado puede llegar a ser esto! Sabemos que estamos constantemente en la vidriera de exposición al público, tanto nosotras como nuestros esposos, hijos y bienes. Y más aun si estamos en la casa pastoral, pegada a la capilla. A raíz de esto, muchas han desarrollado mecanismos de autodefensa, los que son un fácil camino hacia el resentimiento y la amargura; terminando siempre en actitud defensiva.

Recordarán ustedes los tiempos en que se creía que «ser pobre» era una virtud para un pastor y su familia. Cuanto más pobre, más piadoso se lo consideraba: «El sí que vivía por fe».

Desde los primeros años de nuestro ministerio, nunca faltó quien «vigilara» nuestros gastos familiares, ya que la congregación nos sostenía.

En esos primeros años, yo vivía con pánico de que alguno pensase que malgastábamos el dinero de nuestro salario. Es por eso que cada vez que estrenábamos algo nuevo, me apresuraba a aclarar cuál había sido su origen: «Me lo regaló Fulano, o Zutano». De esta manera, inconscientemente, le fui enseñando esta actitud a nuestra hija mayor, Lilia. Cada vez que le ponía algo nuevo le repetía sin cesar «Esto te lo regaló la hermanita Tal». «Esto otro te lo regaló el hermanito Cual» y así consecuentemente. Una noche, cuando fui a acostarla, Lilia miró hacia el techo del dormitorio donde había un hueco por donde pasaban los cables de electricidad y me preguntó inocentemente, en su lengua infantil: «¿Y ese agujero, quién nos lo regaló?».

Allí me di cuenta, con horror, que estaba sembrando en su corazoncito un espíritu de miseria, una actitud enfermiza de autodefensa. Me arrepentí y pedí perdón al Señor y fuerzas para revertir esa situación. Y El lo hizo, por cierto.

HOSPEDAJE- La casa del pastor es una mezcla de hotel, restaurante, sala de espera, consultorio y sala permanente de muchas reuniones. Eso significa que hay muchos más platos, servilletas, toallas y sábanas que lavar que en una casa normal. Muchas más comidas que cocinar, minutas que improvisar, tés, cafés, refrescos y galletitas para servir. Y hay que desarrollar mucho el ingenio para estirar los pocos recursos que la crisis nos deja para hacer todo esto.

LA GRANDEZA DEL LUGAR

Siempre me han conmovido profundamente las palabras de Efesios 5.25-26: «Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla… a fin de presentársela a sí mismo una iglesia gloriosa». ¿Hay algo que el Señor ame más que a su Iglesia?

Sin duda, en la inmensidad del Universo, Dios ha hecho obras formidables. Por alguna razón, incomprensible para nosotros, se ha dignado elegir a este diminuto planeta para asentar temporariamente su obra maestra, el objeto máximo de su interés: su Iglesia. Ella es su Amada Esposa, su Cuerpo, el edificio del cual El es la piedra principal, la depositaría de su inconmensurable amor, la privilegiada por quien el Rey de Reyes, Señor de Señores y Creador de este gran Universo se entregó a sí mismo.

Si el Señor nos llama a servirla, a ser sus colaboradores en el avance de su Reino, ¿no es este el privilegio más grande al que podemos aspirar? En el mundo, esta profesión no tiene status, no se le da al pastor y a su esposa un lugar de privilegio en los banquetes y palcos oficiales, y solamente salen en los grandes titulares de los diarios y revistas y en los programas de televisión cuando son protagonistas de algún escándalo u objeto de burla.

En el reino espiritual, en cambio, es un cargo de honor. Dios mismo lo respalda. A El no le gusta que toquen a sus ungidos. Los ángeles nos envidian y Satanás se pone tan molesto que nos elige para practicar el «tiro al blanco».

Muchas veces no lo sentimos así porque las dificultades nos nublan la vista e impiden ver la grandeza del servicio. ¡Cuántas veces debimos pedirle perdón al Señor por haber bajado la mirada, por habernos quejado y aun renegado por la parte dura de este ministerio! Si somos «esposa de pastor», somos colaboradoras directas de una misión que trasciende ampliamente las fronteras de este mundo y corre hasta la Eternidad.

DOS COSAS

¿Qué nos toca hacer a nosotras? Solamente practicar y practicar mucho cinco cosas: • Practicar diariamente la comunión con nuestro Señor y Dueño, • practicar diariamente la obediencia a nuestro Señor y Dueño, • reafirmar diariamente nuestro compromiso en acompañara su siervo en el adelantamiento del Evangelio, • darle gracias diariamente por el digno y honroso lugar que nos concedió y … • trabajar esforzadamente «mientras el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar» (Jn.9.4).

Si estamos desanimadas y alguna mentira del diablo ha hecho nido en nuestra mente («¡No sirves para esposa de pastor! ¡Eres un fracaso! ¡No vale la pena esforzarse, nadie te lo reconoce!… etc. etc.»), si algo de eso te está sucediendo, es hora de levantar tus ojos a Aquel que nos ha puesto en este ministerio. Ese Patrón nuestro es un Dios de milagros. Su especialidad es hacer cosas grandes a través de cosas insignificantes. Con una piedrecita derribó a un gigante, con un palito abochornó a los magos del Faraón, partió el Mar Rojo en dos y sacó agua de una roca. Con cinco panes y dos pescaditos alimentó a una multitud y con un puñado de toscos hombres puso el mundo al revés.

Su mano no se ha acortado hoy. ¿No puede ese formidable Dios nuestro hacer de nosotras esa «esposa de pastor» excelente que deseamos ser? Claro.

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