La fe es la opción

Todos nos hemos enojado, y a veces ¡más de una vez al día! Ese sentimiento de molestia no es malo en sí mismo, de hecho, Dios también se ha enojado. El problema es que fácilmente nos domina y provoca que reaccionemos ofendiendo con nuestras palabras y acciones. Seamos sabios al aprender a controlar nuestro enojo. Y hablar del enojo hace que analicemos otro sentimiento más terrible: la envidia.1 El Señor nos dice que la ira es cruel, pero la envidia es mucho peor porque somos capaces de reconocer nuestra molestia, por el contrario, es difícil identificar la envidia ya que se oculta detrás de otros sentimientos como la tristeza, la amargura, y el mismo enojo, aunque todos la hemos experimentado. Quizá desde pequeños, cuando descubrimos que no éramos los únicos a quienes nuestros padres amaban. De hecho, el primer problema de la humanidad se originó por la envidia que un hermano sintió por otro, esa fue la situación de Caín y Abel.


Entonces, podemos decir que la envidia es la tristeza en el corazón por el beneficio de otro. Surge cuando ves que alguien obtiene algo que tú deseas y que incluso crees merecer más. Por ejemplo, en el trabajo, tal vez te has esforzado por el ascenso que esperas, pero si se lo dan a otro compañero, la envidia provoca que te frustres y sientas que han sido injustos contigo. La envidia se presenta en todas las áreas de la vida.

El la Biblia leemos sobre una familia donde la envidia determinó muchos de los sucesos durante generaciones. Es el caso de la familia de Jacob, quien muy joven, tuvo que huir de casa de sus padres por la envidia de su hermano. Entonces, Jacob se fue donde su tío Labán y se enamoró de Raquel, la hija menor de este. Trabajó siete años para casarse con ella, pero el día de la boda, le dieron a Lea, porque la costumbre era que primero se casara la hermana mayor. Luego de otros siete años de trabajo, Jacob se encontró casado con dos hermanas. ¡Vaya problema! ¿Imaginas lo difícil que fue?

Claro que Raquel era la amada, la preferida, con quien vivía el romance, y Lea era la menospreciada y afligida. Por lo que clamó al Señor. Si lo analizamos, Lea hizo lo correcto porque no fue a reclamar a Jacob o a su hermana, sino que se acercó a Dios, quien la escuchó y le dio hijos. Lo mismo debemos hacer ahora. Ante una situación que pensamos injusta, debemos buscar al Señor, no reclamar a los hombres.

Lea tuvo cuatro hijos con Jacob. Entonces, en ese momento, los papeles se invirtieron porque Raquel, sin hijos, se sentía menospreciada, ya que en ese tiempo ser estéril era una vergüenza y humillación muy grande. Ella, en medio de la envidia, no obró como su hermana, sino que le reclamó a su esposo2. Cuando reclamas, la envidia te lleva a quejarte. Además, provoca juicio porque vemos una injusticia donde no la hay. Esto conduce a una rivalidad. Peleas por lo que crees que mereces y no recibiste, y dejas de apreciar lo que sí tienes. La envidia nos ciega y nos impide agradecer. Eso sucedió con Raquel. Ella no vio lo que tenía: el amor de su esposo, y se concentró en lo que tenía su hermana: los hijos. Cuando eres agradecido cierras la puerta a la envidia, de lo contrario, eres incapaz de ver que Dios quiere bendecirte, que Él tiene tu parte, diferente a la de otros.

En medio de su desesperación, La solución que Raquel encontró fue darle su criada a Jacob para que tuvieran un hijo. Imagina que prefirió criar como suyos a los hijos de una desconocida a abrir su corazón y decirle a su hermana que le ayudaría a criar a sus sobrinos. Así que la envidia provoca que actuemos de forma incorrecta. Con el tiempo, entre los hijos de las esclavas y los propios, la familia ¡sumó once hijos! En esa circunstancia, Raquel, cansada, finalmente hizo lo que debió hacer años antes, clamó a Dios, quien la bendice con un hijo, José, con quien, luego de un largo proceso, se rompe la cadena de envidia.

La Palabra nos dice que codiciamos y envidiamos porque no pedimos, y si pedimos, lo hacemos mal3. No debemos pedir a Dios con la vista puesta en lo que otros tienen, sino en el propósito que Él nos ha reservado en lo personal. La envidia ahoga la fe y el deseo de Dios en nuestro corazón. La Biblia nos cuenta la historia de Ana, otra mujer estéril que se acercó a Dios para pedirle un hijo, pero lo hizo con la actitud de fe correcta, por lo que hizo un voto especial: le consagró el hijo que le daría. Entonces, Dios le concedió lo que anhelaba. Así nació Samuel, el gran profeta que el Padre le envió a Su pueblo.

Frente a lo que esperas, puedes seguir reclamando justicia al mundo, o decir: “Padre, clamo por lo que me corresponde y confío en que lo recibiré de Tus manos”. El Señor quiere darte tu parte, no se opone a tus deseos sino a la envidia. Ya no veas al suelo, levanta tus ojos al cielo y asegúrale a Dios que estás seguro de las bendiciones que quiere darte, y de que tu mayor riqueza es saber que Él te ama.

No permitas que la envidia te cierre las puertas de la bendición. Confía en Dios, acércate a Él, disfruta de Su compañía, encomiéndale tu camino y verás que Él obrará a tu favor4. Pídele: “Señor echo fuera la envida, te pido perdón por los celos amargos que me han contaminado hasta hoy, porque me han llevado a juzgar y pelear, pero ahora te agradezco por todo lo que me has dado y me darás”. Alégrate del bien ajeno, y cree en que la bendición para tu empresa y tu familia no tardará, porque Dios ve que tu corazón es generoso y la fe guía tu camino.

Por: Pastor Rodolfo Mendoza