Los padres, el bebé y el vagabundo

Éramos la única familia con niños en el restaurante. Senté a Erick
en una silla alta y observé que todos comían y platicaban
sosegadamente.



———————————————————————————————————-
Éramos la única familia con niños en el restaurante. Senté a Erick
en una silla alta y observé que todos comían y platicaban
sosegadamente.

Súbitamente, Erick regocijado, gritó con voz aguda: «Hola, ¿cómo
estas?» mientras golpeaba con sus manos regordetas la mesa de
su silla alta. Sus ojos brillaban de emoción y su boca sonreía
mostrando sus dientes. Se movía inquieto y reía gozoso.

Busqué la causa de su alegría. Con la vista encontré a un hombre
andrajoso que vestía un saco raído, sucio, grasoso y gastado.
Sus pantalones le quedaban flojos con la cremallera a media asta
y los dedos de sus pies salían de lo que alguna vez fueron
zapatos. Su camisa estaba sucia y su pelo mugriento y sin
peinar. Sus patillas eran demasiado cortas para llamarlas barba y
su nariz tenían tantas venas que parecía un mapa de carreteras.
No podíamos olerlo pues estábamos suficientemente lejos de él,
pero indudablemente exhalaba muy mal olor. Con sus manos
saludaba a Erick agitándolas mientras decía: «¡Hola bebé!» ¡Hola
muchacho! Ya te vi, pilluelo».

Mi esposo y yo intercambiamos miradas, preguntándonos «¿Qué
hacemos?» Erick seguía riendo y saludando al viejo. Todos los
comensales en el restaurante se habían percatado de lo que
ocurría y alternaban su mirada entre nosotros y el hombre. Ese
vagabundo estaba creando una situación muy molesta con mi
precioso bebé.

Llegó la comida a nuestra mesa y el viejo comenzó a gritar de un
extremo al otro de la sala: «¿Sabes jugar al escondite, o hacer
tortillitas?

¡Miren, sabe de qué estoy hablando!» Nadie consideraba gracioso
al viejo.

Obviamente estaba borracho. Mi esposo y yo nos sentíamos
sumamente abochornados.

Comimos en silencio, mas no así Erick quien exhibía todo su
repertorio al vagabundo, quien le respondía con ingeniosos
comentarios. Finalmente, terminamos de comer y nos
encaminamos a la salida. Mi esposo fue a pagar la cuenta y me
dijo que lo esperara en el parqueo.

El viejo estaba sentado justamente frente a la puerta. Oré: «Señor,
permíteme salir antes que me hable a mi o a Erick». Al acercarme
al viejo le volví la espalda tratando de pasar desapercibida y evitar
el aire que este individuo respiraba. Al hacerlo, Erick súbitamente
se inclinó hacia el viejo, echándole los brazos. Antes que yo
pudiera evitarlo Erick se había zafado de mis brazos y caído en los
brazos del viejo. Repentinamente un viejo y hediondo vagabundo y
un bebé muy joven consumaron su amistad.

Erick en un acto de total confianza, amor y sumisión reposó su
cabecita en el andrajoso hombro del viejo, cuyos ojos se
entrecerraron y pude ver lágrimas asomando debajo de sus
pestañas. Sus avejentadas y callosas manos llenas de mugre,
dolor y duro trabajo, acunaron a mi bebé con tanta ternura
mientras acariciaba su espalda. Jamás dos seres se han amado
tanto y tan profundamente por tan breve tiempo. Yo estaba
sobrecogida. El viejo meció y acunó a Erick en sus brazos por un
instante. Luego abriendo los ojos, me miró de frente, y dijo con
voz firme y con autoridad: «Cuide a este bebé». Con un nudo en la
garganta logré responder: «lo haré».

Lentamente y con dolor arrancó a Erick de su pecho. Al recibir de
vuelta a mi bebé, el hombre dijo: «Dios la bendiga, señora. Usted
me ha dado mi regalo de Navidad». Solo pude murmurar «gracias».
Con Erick en mis brazos corrí al carro. Mi esposo no sabía por
qué yo lloraba y apretaba a Erick contra mi pecho mientras decía:
«Dios mío, Dios mío, perdóname». Acababa de ser testigo del
amor de Cristo manifestándose a través de la inocencia de un
pequeño niño quien no conocía el pecado, quien no juzgaba; un
niño que pudo ver un alma, y una madre que todo lo que vio fue la
apariencia externa. Yo era una ciega cargando a un niño
clarividente. Sentí que Dios me preguntaba: «¿Estás dispuesta a
compartir a tu hijo por un momento?» El compartió a Su hijo con
nosotros por toda la eternidad. El viejo indigente, sin quererlo me
recordó que «es necesario ser como niños para entrar al reino de
los cielos».

Deja un comentario