Los Secretos del Maestro: Oracion

Lucas 11.1–13 y 18.1–5. La oración es indispensable en la vida espiritual, y todos aquellos que de corazón procuran orar, pronto sienten la necesidad de ser enseñados acerca de su práctica. Por eso hubiera sido sorprendente que la oración no ocupara un lugar destacado entre los múltiples temas que Jesús enseñó a sus discípulos. ¿Qué otro tema cautivaría los pensamientos de un Maestro que, por excelencia, era hombre de oración, y que en ocasiones pasó noches enteras en oración en comunión con su Padre celestial? (Mt 14.23; Lc 6.12; Mr 1.35).

Resultan interesantes las circunstancias en las cuales Jesús dio esta lección, que fue en sí una respuesta a la oración. Un discípulo, muy probablemente uno de los Doce, después de oírlo orar le pidió: «Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.» De manera incidental, tanto esta petición como la ocasión en que se hizo, nos ofrecen dos enseñanzas: De la ocasión entendemos que Jesús, además de orar mucho él solo y mantener una comunión personal y privada con su Padre, también oraba con sus discípulos, practicando la oración familiar como lo haría un jefe de hogar. De la petición por su parte, aprendemos que las oraciones públicas de Jesús eran admirables. Al oírlas, los discípulos se daban cuenta de su propia incapacidad, y a su término, instintivamente estaban dispuestos a pedir: «Señor, enséñanos a orar», como si ya sintieran vergüenza de orar con sus propias palabras débiles, vagas y entrecortadas.

Para todos

Estamos frente a una lección para cristianos en la etapa elemental de la vida divina, que se sienten incapaces de orar por carecer de claridad de pensamiento, de palabras apropiadas y sobre todo, de la fe que sabe esperar expectante. Esta enseñanza satisface tales necesidades sugiriendo temas y formas de lenguaje, y proveyendo argumentos convincentes a su débil fe. Ese era el estado de los Doce durante todo el tiempo que estuvieron con Jesús, hasta que él ascendió al cielo y descendió poder sobre ellos. Entonces les dio una lengua liberada y un corazón más amplio.

Los hombres que estaban destinados a ser apóstoles debían, como discípulos, experimentar más que la mayoría esa condición caótica de enmudecimiento, y de la fastidiosa pero saludable tarea de esperar en Dios. Deseaban de todo corazón recibir la luz, la verdad y la gracia que por mucho tiempo habían esperado.

Fue bueno para la Iglesia que sus primeros ministros necesitaran esta lección sobre la oración, porque hay un momento en la mayoría de quienes se consagran espiritualmente —quizá para todos— cuando esta enseñanza resulta muy oportuna. En la primavera de la vida espiritual, cuando florece la piedad, es posible que los cristianos oren con fluidez y fervor, sin avergonzarse por carecer de palabras, pensamientos o ciertos sentimientos. Sin embargo, esa feliz etapa pronto pasa, y es seguida por otra en la que la oración, a menudo, se convierte en una lucha impotente, en un gemido inarticulado, en una silenciosa espera ante Dios. Incluso se padecen dudas acerca de si Dios en verdad oye la oración o si es una actividad ociosa e inútil.

Este sentimiento no debe resultar extraño porque siempre resulta difícil soportar una demora, especialmente cuando se trata de bendiciones espirituales, objeto principal del deseo del cristiano, y Cristo así lo entiende. Los creyentes no deben sentirse frustrados por la demora, ni siquiera por la negación de meros bienes temporales, pues en ocasiones es preferible no recibirlos, o que su obtención no sea demasiado fácil e inmediata.

No obstante, la frustración más grande es desear con todo nuestro corazón el Espíritu Santo y no recibir —en apariencia— esa invalorable bendición; pedir luz y por el contrario, recibir una oscuridad más profunda; pedir fe y ser atormentados con dudas que socavan los cimientos de nuestras más preciadas convicciones; pedir santidad y encontrar que del mismo corazón surge la tentación hacia lo corrupto. Pero como todo cristiano experimentado sabe, todo lo anterior es parte de la disciplina que deben recibir quienes están en la escuela de Cristo antes de que vean cumplido el deseo de su corazón.

El Padre Nuestro

La enseñanza de Cristo sobre la oración, en respuesta al pedido del discípulo, consiste de dos partes. Primero se presenta una «formula» de oración y luego un argumento para sustentar la necesidad de perseverar en oración.

La oración comúnmente llamada el Padre Nuestro aparece en el Sermón del Monte como ejemplo de la forma correcta de orar, y se da como una lista de temas generales que comprenden todas las peticiones específicas. Podemos denominarlo el A-B-C de la oración. Abarca los elementos de todo deseo espiritual, resumidos en unas pocas oraciones selectas, para beneficio de aquellos que no puedan expresar sus crecientes deseos con lenguaje fluido. Consta en total de seis peticiones: las primeras tres, como era apropiado, se refieren a la gloria de Dios y las tres restantes, al bien del hombre.

No podemos saber hasta qué punto los discípulos utilizaron esta bella oración, sencilla pero profundamente significativa. Sin embargo, no existe razón para pensar que el Padre Nuestro, aunque de valor permanente como parte de la enseñanza de Cristo, fuera enseñado como un método preciso y obligatorio para dirigirse al Padre celestial. Más bien, era una ayuda para los discípulos sin experiencia, no una regla impuesta a los apóstoles. Aun después de haber logrado la madurez espiritual, los Doce podían usar esta forma si lo

deseaban, y posiblemente lo hicieron ocasionalmente, pero Jesús esperaba que cuando llegaran a ser maestros en la Iglesia, dejarían de usarla como ayuda devocional. Entonces, llenos del Espíritu, con mayor amplitud de corazón y maduros en su entendimiento espiritual, serían capaces de orar como lo hacía su Señor cuando estaba con ellos.

Se desprende de estas instrucciones sobre la oración que Jesús no le daba mucha importancia al formato que proveyó. Es más, pareciera que lo considera un simple remedio temporal para un mal menor —la falta de expresión—, el cual desaparecería cuando el problema más grande —la falta de fe— fuera solucionado. Esto es claro porque la mayor parte de la lección tiene como objetivo ser un antídoto contra la incredulidad.

La importunidad

La segunda parte de esta lección tiene por objeto transmitir la misma enseñanza que la introducción de la parábola del juez injusto: la necesidad de «orar siempre y no desmayar». La supuesta causa de desfallecer en la oración también es la misma, es decir, la demora por parte de Dios en responder a nuestras oraciones.

Ambas parábolas de Jesús procuran señalar el poder de la importunidad en las circunstancias más adversas, para inculcar la perseverancia en la oración. Los dos personajes a los que se apela son malos: uno es mezquino y el otro, injusto, y de ninguno de ellos se ha de ganar algo, excepto al apelar a su egoísmo. El propósito de la parábola, en ambos casos, es que la importunidad tiene tal poder de irritación que logra su objetivo.

Partiendo de la premisa de que la demora produce desánimo y de que el objetivo del deseo es el Espíritu Santo, la situación espiritual que se contempla en el argumento queda definida en forma fehaciente. Por tanto, el objetivo del Maestro es socorrer y alentar a aquellos quienes sienten que la obra de la gracia en ellos es lenta, que se preguntan por qué es así y se lamentan por ello. Entendemos que en ese estado estaban los Doce cuando recibieron esta lección.

En este caso, el argumento empleado por Jesús para inspirar esperanza y confianza en sus desalentados discípulos en cuanto al cumplimiento final de sus deseos, se caracteriza por ser audaz, cordial, sabio y con fuerza lógica.

La audacia se evidencia en la elección de las ilustraciones. Jesús tenía tal confianza en la bondad de su causa, que trata el caso de la manera menos ventajosa para él, seleccionando para sus ilustraciones a personas que no eran buenos ejemplos de virtud. Alguien que responde al pedido de un vecino con esta respuesta: «No me molestes; la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme para darte algo», provocaría el desprecio de sus conocidos. Sin duda, se convertiría en un sinónimo de todo lo que es mezquino y desalmado.

La misma disposición de tomar un caso extremo se observa en el segundo argumento, extraído de la conducta de padres hacia sus hijos. «¿Qué hombre de vosotros…?» —con estas palabras comienza Jesús su enseñanza. No le importa cuál padre elegirán; es más, está dispuesto a tomar como ejemplo al que ellos quisieran, tanto al peor de todos como al mejor, porque el argumento no depende de la bondad del padre, sino de su carencia de ella. Su propósito es demostrar que solamente un padre excepcionalmente malo haría algo tan indigno y tan repugnante a todos.

De modo que podemos observar cómo Jesús conoce los pensamientos duros que tienen de Dios aquellos cuyos deseos él no ha cumplido y dudan de su bondad o consideran que es indiferente, desamorado e injusto. Por medio de los casos que presenta, él demuestra cuán íntimamente conoce los pensamientos secretos de las personas. El mal trato del amigo, el padre anormal y el juez injusto no ilustran lo que Dios es, o cómo él quiere que lo consideremos, sino el concepto que a veces tienen de él incluso hasta los mismos creyentes.

Jesús no solo conoce a estas personas, sino que también las entiende y las trata como individuos débiles que necesitan comprensión, consejo y ayuda. Al satisfacer estas necesidades, él baja al nivel de lo que ellos sienten y trata de mostrar que, aunque las cosas fueran como parecen, no hay motivo para desesperar.

Además, al partir del concepto que tienen de Dios también argumenta que deben seguir teniendo esperanza en él. En efecto, afirma: «Suponiendo que Dios es como lo imaginan, indiferente y desamorado, igual sigan orando y observen, en el ejemplo que les doy, el efecto que la perseverancia puede tener. Pidan como pidió el hombre que quería panes y también recibirán de aquel que ahora parece no oír sus peticiones. Reconozco que las apariencias pueden ser muy desfavorables, pero no más en el caso de ustedes que en el ejemplo de la parábola. Sin embargo, pueden observar lo que logró por no desanimarse tan fácilmente.»

La sabiduría del Maestro

Al tratar con las dudas de sus discípulos Jesús demuestra su sabiduría y evita elaboradas explicaciones por la demora en recibir respuesta a la oración. Escoge además ciertos argumentos adaptados a la capacidad de quienes eran débiles en la fe y en el entendimiento espiritual. No intenta mostrar por qué la santificación es un proceso lento y tedioso, no un acto momentáneo, ni tampoco pretende señalar por qué recibimos al Espíritu en forma gradual y limitada, en lugar de una sola vez y sin medida. Sencillamente insta a su audiencia a buscar al Espíritu Santo con perseverancia, asegurándole que, a pesar de la demora que los pone a prueba, al final sus deseos serán satisfechos.

El Maestro siguió este método no por necesidad, sino por elección. El hecho de que no intentara justificar las demoras divinas para la providencia y la gracia no significa que le era imposible explicarlo. Había muchas enseñanzas que Cristo pudo haberles dado a sus discípulos en ese momento si las hubieran podido comprender. Más tarde, después que el Espíritu de verdad vino sobre ellos, los guió a toda verdad y les hizo conocer el secreto del camino de Dios. Incluso, ellos mismos expresaron algunas de ellas.

En aquel momento, aunque hubieran sido justas y apropiadas, las explicaciones se habrían desperdiciado dado el estado espiritual de los discípulos. Los niños no entienden el proceso de crecimiento, sea en naturaleza o en gracia. Ellos desean que una bellota de inmediato se convierta en un roble y que de la flor aparezca inmediatamente después el fruto maduro. Por eso es inútil hablar de los beneficios de la paciencia a los faltos de experiencia, porque el valor moral de la prueba de disciplina no se puede apreciar hasta que esta haya pasado. Por lo tanto, Jesús se abstuvo por completo de hacer reflexiones de ese tipo, y adoptó un estilo de razonamiento simple y popular que incluso un niño podía entender

Si bien es muy sencillo el razonamiento de Jesús también es contundente y concluyente. El primer argumento, contenido en la parábola del amigo mezquino, es el más adecuado para inspirar esperanza en Dios. En efecto, lo que está diciendo es: «El hombre que quería los panes siguió llamando con más y más fuerza, con una importunidad de la que no se avergonzaba, e insistió hasta lograr su objetivo; el amigo egoísta finalmente se levantó y proveyó lo solicitado solo para su propia comodidad, pues era imposible dormir con semejante disturbio. Del mismo modo sigan ustedes llamando a las puertas del cielo y obtendrán sus deseos aunque solo sea para que no molesten más. Vean en esta parábola el poder que tiene la importunidad, aun en la hora menos propicia (la medianoche) y con la persona menos prometedora, que prefiere su propia comodidad al bien de un amigo. Por tanto, pidan con persistencia y les será dado; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá.»

De alguna manera, este argumento tan patético parece débil. En la parábola, quien pide tenía el poder de molestar al vecino egoísta y no dejarlo dormir. En la vida cotidiana, el discípulo que está siendo probado y requiere consuelo de Jesús podría responder: «¿cómo puedo yo molestar a Dios, que mora en las alturas, en dicha imperturbable, fuera de mi alcance?» Es muy factible que del sutil espíritu de desaliento surja esta objeción, la cual no es frívola, pero en realidad no existe analogía en este punto. Podemos fastidiar a alguna persona, como al amigo mezquino que estaba descansando o al juez injusto, pero es imposible irritar a Dios. La parábola no sugiere la verdadera explicación de la demora divina o del éxito final de la importunidad. Solo demuestra, por medio de una situación doméstica, que sea cual fuere la causa de la demora, la aparente negación no es la respuesta final y por lo tanto, no constituye una buena razón para dejar de pedir.

¿Qué camino debe seguirse entonces? Debemos recurrir a la fuerte aseveración de Jesús al finalizar la parábola: «Y yo os digo: pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.» Aun aquellos que dudan que la oración sea razonable debido a la constancia de las leyes de la naturaleza y a la inmutabilidad de los propósitos divinos, pueden confiar en la afirmación de Cristo de que la oración no es en vano, tanto por el pan de cada día como por asuntos más elevados. Es posible que tales personas desprecien la parábola por parecerles infantil, o digan que aplica crudos sentimientos humanos a la divinidad, pero no pueden, de ninguna manera, despreciar las declaraciones deliberadas de aquel a quien ellos consideran el más sabio y mejor de los hombres.

La bondad de Dios

El segundo argumento empleado por Jesús para instar a la perseverancia en la oración es la apelación a un absurdo. Quien piense que Dios se niega a escuchar las oraciones de sus hijos, o, peor aun, que se burlaría de ellos dándoles algo superficialmente parecido a lo que le han pedido, o les causaría una amarga decepción cuando descubrieran el engaño, está infiriendo que él es tan malo como el más depravado de los hombres.

La fuerza de este argumento es que el hombre promedio no es diabólico, y solo un espíritu diabólico de maldad podría inducir a un padre a burlarse del sufrimiento de un niño o a darle, en forma deliberada, substancias llenas de daño mortal. Si los padres terrenales, aunque malos en muchos aspectos, dan a sus hijos solo buenas dádivas (a su criterio) y se muestran horrorizados ante cualquier otro trato, ¿es posible pensar que el Ser Divino, la Providencia, actuaría de una forma solo adjudicable a los demonios?

Por el contrario, lo que es apenas posible en el hombre, en Dios no es ni remotamente viable. Con toda seguridad él solo dará dádivas buenas a sus hijos cuando se lo pidan y hasta dará su mejor regalo, aquel que sus verdaderos hijos desean por sobre todas las cosas: el Espíritu Santo, el que ilumina y santifica. Por tanto, otra vez les digo: «Pidan, y se les dará; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá.»

Sin embargo, el hecho de que Cristo presente casos como el de una piedra entregada en vez de pan, una serpiente en lugar de un pez o un escorpión por un huevo, implica que, algunas veces, pareciera que Dios tratara así a sus hijos. De hecho, así pensaron los Doce en cuanto a uno de los temas que les interesaba, la restauración del reino de Israel. Su experiencia ilustra esta verdad: cuando Aquel que escucha la oración parece tratar a sus siervos en forma anormal, es porque ellos no han entendido la naturaleza del bien ni saben lo que están pidiendo. Pidieron una piedra pensando que era pan y en consecuencia, el verdadero pan les parece una piedra. Pidieron una sombra pensando que era una sustancia y como resultado, la sustancia parece una sombra. El reino por el que los Doce oraban era una sombra, de modo que cuando Jesús fue ejecutado quedaron decepcionados y desesperados: el huevo de la esperanza que su preciada imaginación había estado incubando dio a luz al escorpión de la cruz, e imaginaron que Dios se había burlado de ellos y los había engañado.

Sin embargo, pudieron ver luego que Dios era fiel y bueno, que se habían engañado a sí mismos y que todo lo que Cristo les había dicho se había cumplido. Todos los que esperan en Dios al final hacen un descubrimiento similar y juntos testifican: «Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca» (Lm 3.25).

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