PREDICAD EL EVANGELIO

«Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme, porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el Evangelio!» (I Corintios 9:16).
El hombre más grande de los tiempos apostólicos fue el apóstol Pablo: siempre grande en todo. Si se le considera como pecador, lo era en gran manera; si lo contemplamos como perseguidor, vemos que llevaba a cabo su labor con extraordinario celo, acosando a los cristianos hasta por ciudades extranjeras; si lo miramos desde el punto de vista de su conversión, ésta fue la más notable que hayamos podido leer, realizada por un poder milagroso y por la voz del mismo Jesús hablándole desde el cielo

-«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»- Si lo observamos simplemente como cristiano, era un creyente excepcional; amaba a su Maestro más que los demás, y más que otros buscaba reflejar en su vida la gracia de Dios. Pero donde lo admiramos destacando como un ser preeminente es en su tarea de apóstol, de príncipe de los predicadores de la Palabra, y predicador de reyes, porque proclamo la Verdad ante Agripa y Nerón, y compareció ante emperadores y monarcas a causa del nombre de Cristo. La característica de Pablo era que lo hacía todo poniendo en ello todo su corazón. Era de esa clase de hombres incapaces de permitir descanso a la mano izquierda mientras que la derecha trabaja: la plenitud de sus energías eran empleadas en cada una de sus obras; cada músculo, cada nervio de su ser era forzado a tomar parte en su tarea, ya fuera mala o buena. Por ello, Pablo podía hablar con experiencia de cuanto concernía a su ministerio, porque era el mayor de todos los ministros. No hay insensatez en su palabra, todo sale de las profundidades de su alma. Podemos estar seguros de que su mano era firme y decidida cuando escribió lo siguiente: «Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme, porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el Evangelio!»

Ahora bien, creo que estas palabras de Pablo pueden ser aplicadas a muchos ministros de nuestros días, a todos aquellos que son llamados y especialmente dirigidos por el impulso interior del Espíritu Santo a ser siervos del Evangelio ‘ Esta mañana, al tratar de considerar este versículo, nos haremos tres preguntas. La primera: ¿Qué es predicar el Evangelio? La segunda: ¿Por qué no tiene el ministro nada de qué gloriarse? Y la tercera: ¿Cuál es esa necesidad y ese ¡ay de mí! que dice la Escritura: «Me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el Evangelio!»?

I. La primera interrogación es: ¿QUÉ ES PREDICAR EL, EVANGELIO? Acerca de ella hay gran variedad de opiniones; incluso entre mi auditorio -no obstante mi creencia en la uniformidad de nuestros sentimientos doctrinales- podríamos encontrar dos o tres respuestas diferentes. Por mi parte, intentaré contestar a esta pregunta, con la ayuda de Dios, según mi propio juicio; y si resulta que no es la mía la contestación correcta, sois libres de procuraros en casa una mejor.

1. Contestaré, primeramente, de la siguiente forma: Predicar el Evangelio es poner de manifiesto cada una de las doctrinas contenidas en la Palabra de Dios, dar a cada verdad la importancia que le corresponde. Los hombres pueden anunciar una parte del Evangelio, o tal vez una sola doctrina; y yo, aunque no consideraré que una persona deja de predicar la Palabra por el hecho de que se limite a mantener la doctrina de la justificación por la fe -«por gracia sois salvos, por la fe»-, no diré de él que anuncia el Evangelio en su totalidad, ya que nadie podrá decir que así lo hace si deja aparte, a sabiendas y de modo intencionado, una sola de las verdades del bendito Dios. Esta observación mía es incisiva y debería llegar a las conciencias de muchos que tienen casi como principio el ocultar ciertas verdades por temor a la gente. Hace una o dos semanas, durante una conversación que sostuve con un eminente profesor, me dijo: «Sabemos, señor, que no debemos predicar la doctrina de la elección, porque no está proyectada para la conversión de los pecadores». «Pero», objeté, .¿quién se atreverá a criticar la verdad de Dios? Usted está de acuerdo conmigo en que es una verdad, y sin embargo dice que no debe ser predicada. Yo no hubiera osado decir tal cosa, porque consideraría arrogancia suprema haberme aventurado a decir que una doctrina no debe ser predicada, cuando la omnisciencia de Dios ha considerado buena su revelación. Además, ¿es que todo el Evangelio está destinado a la conversión de los pecadores? Hay verdades que Dios ha bendecido para ese fin, pero, ¿no hay partes dedicadas al consuelo de los santos?, ¿y no deben ser éstas, al igual que las otras, objeto de la predicación del ministro del Evangelio? Así pues, no debo dirigir mi atención solamente a unas V desatender a las otras, porque si Dios dice: ‘Consolaos, consolaos, pueblo mío’, yo continuaré predicando la elección, por ser ésta un consuelo para el pueblo de Dios.» Por otro lado, no estoy muy seguro de que esa doctrina no este proyectada para la conversión de los pecadores. El gran Jonathan Edwards nos dice que, en la mayor excitación de uno de sus avivamientos, predicó la soberanía de Dios en la salvación o condenación del hombre, enseñando que Dios es infinitamente justo si envía a algunos al infierno, e infinitamente misericordioso si salva a otros, y, todo ello, por su libre gracia; y añade: «No he hallado doctrina que más haga pensar, nada penetró tan profundamente en el corazón, como la predicación de esta verdad». Lo mismo puede decirse de otras doctrinas. Hay verdades en la Palabra de Dios que están condenadas al silencio; en verdad, no han de ser proclama porque, de acuerdo con las teorías de ciertos señores, no están previstas para conseguir determinados efectos. Pero, ,,quién soy yo para juzgar la verdad de Dios? ¿Puedo poner sus palabras en la balanza y decir: «Esto es bueno y esto es malo»? ¿Puedo acaso coger su Biblia y separar el trigo de la paja? ¿Desecharé cualquiera de sus verdades diciendo: «No me atrevo a predicarla»? No; Dios me libre. Toda Escritura es útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para consolar, para instituir en justicia. Nada de ella debe ser escondido, sino que todas sus partes han de ser predicadas en su justo lugar.

Hay quienes se limitan intencionadamente a hablar sobre cuatro o cinco temas nada más. Si entráis en sus iglesias, seguro que les oiréis predicar sobre: «No de voluntad de carne. mas de Dios»; o también: «Elegidos según la presciencia de Dios Padre». En ese día no escucharéis otra cosa que elección y doctrina elevada. Más los que así hacen se equivocan tanto como los otros, por enfatizar ciertas verdades y descuidar otras. Todo cuanto hay aquí es para ser predicado, lo llames como te plazca, o lo consideres elevado o no; la Biblia, toda la Biblia, y nada más que la Biblia es el modelo del verdadero cristiano. ¡Ay!, muchos hacen de sus doctrinas un círculo de hierro, y al que se atreve a salir del estrecho cerco se le considera poco ortodoxo. ¡Dios bendiga, pues, a los herejes, y nos mande muchos de ellos! Hay quienes convierten la teología en una especie de rueda de molino, compuesta de cinco doctrinas que están continuamente dando vueltas, porque repiten siempre las mismas y nunca salen de ahí. Cada verdad debe ser predicada. Y si Dios ha escrito en su Palabra que «el que no cree, ya es condenado», ello está puesto para ser predicado tanto como la, verdad de que «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús». Si encuentro que está escrito: «Te perdiste, oh Israel», con lo cual notamos que la condenación del hombre es su propio pecado, debo predicar esto, al igual que la segunda parte del versículo: «Mas en mí esta tu ayuda». Cada uno de nosotros, a los que nos ha sido confiado el ministerio, debiéramos procurar predicar toda la verdad. Sé que no es posible conocerla en su totalidad. Hay nieblas en la *****bre del alto monte de la verdad. No pueden los ojos del mortal contemplar su pináculo, ni sus pies hollarlo. Mas bosquejemos la niebla, si no podemos dibujar la *****bre. Expongamos la dificultad tal como es, aunque no podamos desentrañarla. No ocultemos nada; si el monte de la verdad tiene la cima nublada, digamos: «Nube y oscuridad alrededor de él». No lo neguemos, ni tratemos de acortar la montaña conforme a nuestro propio modelo porque no podamos ver su *****bre o alcanzar su techo. Todo aquel que tenga que predicar el Evangelio debe hacerlo en su totalidad. Todo el que se considere un ministro fiel no debe dejar a un lado ninguna parte de la revolución.

2. Si de nuevo me preguntan: ¿Qué es predicar el Evangelio?, contesto que predicar el Evangelio es enaltecer a Jesucristo. Tal vez sea ésta la mejor respuesta que pudiera dar. Me apeno mucho al ver a menudo cuán poco es comprendido el Evangelio, incluso por algunos de los mejores cristianos. Hace algún tiempo había una señorita que se encontraba en gran aflicción espiritual. Fue a ver a un cristiano muy piadoso, el cual le dijo: «Querida joven, vaya a casa y ore». Bien, pensé para mí, no es esa la forma de proceder que indica la Biblia; en ella nunca se dice: «Vaya a casa y ore». La pobre chica marchó a su cara, oró y continuó en la aflicción. Él le volvió a decir: Debe esperar; debe leer las Escrituras y estudiarlas». Tampoco es éste el camino a seguir: esto no exalta a Cristo. Veo que muchos predicadores predican esta clase de doctrina. Dicen a las pobres criaturas convictas de pecado: —Debes irte a casa y orar, leer las Escrituras, asistir a los cultos, etcétera». Obras, obras, obras, en vez de «por gracia sois salvos, por la fe». Si un penitente se acercara a mí y me preguntara: «¿Qué he de hacer para ser salvo?», le respondería: —Cristo ha de salvarte; cree en el Señor Jesucristo». Nunca lo mandaría a orar ni a leer las Escrituras, ni a la casa de Dios, sino simplemente, los remitiría a la fe, a la fe sola en el Evangelio de Dios. No es que yo menosprecie la oración -tendrá después de la fe-, ni tampoco diré una sola palabra en contra del escudriñar las Escrituras -ése es el sello infalible de los hijos de Dios-, como tampoco hallo mal en la asistencia a los cultos, ¡Dios me libre!; me agrada ver allí a la gente. Pero ninguna de estas cosas es el camino de salvación. En ninguna parte está escrito: «El que asista a la capilla será salvo», o: «El que lea la Biblia será salvo». Como tampoco he leído: «El que orare y fuere bautizado será salvo», sino: «El que en Él cree», el que tenga fe en el «Hombre Cristo Jesús», en su divinidad, en su humanidad, ése es liberado del pecado. Predicar que sólo la fe salva es predicar la verdad de Dios. Ni por un momento daré a nadie el nombre de ministro del Evangelio, si predica un plan de salvación sin la fe en Jesucristo; la fe, la fe y nada más que la fe en Su nombre. Pero la mayoría de nosotros tenemos nuestras ideas bastante confusas. Hay en nuestro cerebro tantas obras almacenadas, tanta convicción de méritos y hechos propios ,grabados en nuestros corazones, que nos es casi imposible predicar la justificación por la fe, clara y completamente; y cuando lo hacemos, nuestros oyentes no la asimilan. Les decimos: «Cree en el nombre del Señor Jesucristo y serás salvo»; más ellos tienen noción de que la fe es algo maravilloso y misterioso; que es totalmente imposible que, sin hacer nada más, puedan salvarse. Pero esta fe que nos une al Cordero es una dádiva instantánea de Dios, y el que cree en el Señor Jesús es salvo en aquel mismo momento, sin ninguna otra obra más. ¡Ah!, amigos míos, ¿no vemos la necesidad de enaltecer más a Cristo en nuestras predicaciones y en nuestras vidas? La pobre María dijo: «Han llevado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde lo han puesto». Y así diría en nuestros días si pudiera levantarse de la tumba. ¡Oh!, si tuviéramos un ministerio que exaltara a Cristo!, ¡si predicáramos de forma que magnificase su persona, que alabara su divinidad, que amase su humanidad! ¡Oh, si lo presentáramos como profeta, sacerdote y rey de su pueblo!, ¡si predicáramos de forma que el Espíritu manifestará el Hijo de Dios a los suyos, predicaciones que dijeran: «Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra»; predicaciones del Calvario; teología, libros, sermones del Calvario! Éstas son las cosas que necesitamos, y en la medida en que el Calvario sea enaltecido y Cristo magnificado será predicado el Evangelio entre nosotros.

3. La tercera respuesta a la pregunta es: predicar el Evangelio es exponerlo apropiadamente a toda clase de personas. «Si sube usted a ese púlpito, solamente debe predicar para el amado pueblo de Dios», decía una vez un diácono a un ministro. A lo que éste respondió: «¿Los ha marcado a todos en la espalda, de forma que yo pueda reconocerlos?» ¿Para que serviría lo espacioso de esta capilla si yo predicara solamente para el querido pueblo de Dios? Son tan pocos que podrían caber en mi despacho. Hay aquí muchos más aparte de los amados de Dios, ¿y cómo voy yo a estar seguro, si se me dice que predique solamente para los santos, de que alguien más no se beneficiaria de mi predicación? Y hay otros que dicen: «Procure predicar a los pecadores. Si no lo hace así esta mañana, no anunciara el Evangelio. Sólo le oiremos una vez, y nos convenceremos de que no *****ple con su deber, si precisamente hoy no dirige este sermón a los inconversos». ¡Que inconsecuencia, amigos míos!; hay veces en que los hijos deben ser alimentados, y otras en que los pecadores deben ser amonestados. Hay diferentes ocasiones para diferentes fines. Si alguien predica a los santos de Dios, y dice poco a los pecadores, ¿va a ser censurado por ello, si otras veces, cuando no consuela a los santos, dirige su atención especialmente a los impíos? El otro día oí un excelente comentario de un perspicaz amigo mío al respecto. Alguien estaba criticando las «Porciones matutinas y vespertinas del doctor Hawker», porque no estaban previstas para convertir a los pecadores. Mi amigo dijo al caballero: ¿Ha leído alguna vez la Historia de Grecia, de Grote?» «Sí.» «Es un libro horrible, ¿verdad?, porque no ha sido escrito para a conversión de los pecadores.» «Sí, pero», dijo el otro, «la Historia de Grecia, de Grote, nunca fue destinada para la conversión de los pecadores.» «No», convino mi amigo, «y si usted hubiese leído el prólogo de las ‘Porciones matutinas y vespertinas del doctor Hawker’, se habría dado cuenta de que no han sido hechas para ese fin, sino para alimento del pueblo de Dios; y si responden a sus fines son perfectas, aunque no tengan ninguna otra pretensión.» Cada clase de persona debe recibir lo que le corresponde. No predica el Evangelio el que solo lo hace a los santos, ni tampoco el que se dirige únicamente a los pecadores. Nos encontramos ante una amalgama: hay el santo que está firme y seguro, el flaco y pobre en la fe, el recién convertido, el que claudica entre dos pensamientos, el recto, el pecador, el réprobo y el proscrito. Tengamos una palabra para cada uno de ellos. Demos a todos su parte de alimento a su debido tiempo; no siempre, sino a su debido tiempo. Aquel que ignore en su predicación cualquier condición de personas, no sabe predicar el Evangelio enteramente. ¿Subiré al púlpito para limitarme a hablar de ciertas verdades, solamente para el consuelo de los santos de Dios? No procederé de esa forma. Dios da a los hombres corazón para amar a sus semejantes, ¿y no vamos a permitir la manifestación de ese corazón? Si amo al impío, ¿no tendré nada que decirle? No le hablaré del juicio venidero, de la Justicia y de su pecado? No quiera Dios que me insensibilice y me torne inhumano hasta el extremo de permanecer con los ojos secos cuando considere la perdición de mis semejantes, limitándome a decirles: «¡Estáis muertos, no tengo nada de que hablaros!», predicando esta condenable herejía, si no de palabras, de efecto, de que los hombres serán salvos si han de serlo, y que si no están destinados para la salvación, no se salvarán; que, necesariamente, no pueden hacer nada más que sentarse y esperar, y que no importa que vivan en pecado o en justicia, porque algún hado poderoso les tiene sujetos con irrompibles cadenas, y su destino es tan cierto que pueden seguir viviendo en pecado. Yo creo que, efectivamente, su destino es cierto, y así serán salvos si son elegidos, y si no, serán condenados eternamente; pero lo que no creo es la herejía que se infiere de ello, por la que los hombres se hacen irresponsables y permanecen cruzados de brazos. Esto es un error contra el cual he protestado siempre, considerándolo como doctrina diabólica y en ningún modo de Dios. Creemos en el destino y en la predestinación; creemos en la elección y en la no-elección; pero, a pesar de todo, creemos también que debemos predicar a los hombres: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo», mas si no crees en Él estás condenado.

4. Tenía previsto dar otra respuesta a esta pregunta, pero me falta tiempo. Dicha respuesta hubiera sido algo parecido a esto: que predicar el Evangelio no es hablar de ciertas verdades acerca de él, ni hablar de la gente, sino a la gente. Anunciar la Palabra de Dios no es hablar de lo que es el Evangelio, sino predicar dirigiéndolo al corazón, no por nuestro propio poder, sino por la influencia del Espíritu Santo; no hablar como si lo hiciéramos al ángel Gabriel, sino de hombre a hombre, y derramar nuestro corazón en el de nuestros semejantes. Esto es lo que yo entiendo por predicar el Evangelio, y no farfullar algún viejo manuscrito en la mañana o en la tarde del domingo. Predicar el Evangelio no es enviar un coadjutor para que haga el trabajo por ti, ni tampoco colocarte tus mejores ornamentos y exponer elevadas teorías. Predicar el Evangelio no es recibir de manos de un obispo un hermoso modelo de oración para que alguien de inferior categoría la pronuncie. No, nada de esto; predicar el Evangelio es proclamar con lengua de trompeta y ardiente celo las inescrutables riquezas de Cristo Jesús, de forma que los hombres puedan oír y, comprendiendo, se conviertan a Dios de todo corazón. Esto es predicar el Evangelio.

II. La segunda pregunta es: ¿POR QUÉ: A LOS MINISTROS NO LES ES PERMITIDO GLORIARSE? «Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por que gloriarme.» Hay ciertas clases de cizaña que crecen en cualquier parte, y una de ellas es el orgullo. El orgullo crece tanto en la roca como en el jardín, y se desarrolla tanto en el corazón de un limpiabotas como en el de un magnate, tanto en el de una sirvienta como en el de su señora. Y también en el púlpito puede brotar el orgullo. Es una cizaña pavorosamente exuberante que necesita ser extirpada todas las semanas, o de otra forma nos enterramos en ella hasta las rodillas. Este púlpito es terreno tremendamente apropiado para el desarrollo del orgullo. Crece con una fuerza enorme, y conozco a muy pocos predicadores del Evangelio que no tengan que confesar que su mayor tentación es el orgullo. Supongo que aun aquellos ministros de quienes no se dice otra cosa sino que son muy buena gente, que rigen una iglesia en una ciudad a la que asisten sólo seis o siete personas, sufren la tentación del orgullo. Mas sea o no de esta forma, estoy seguro que dondequiera que exista una gran asamblea, y dondequiera que haya gran ruido y agitación alrededor de un hombre, hay mucho peligro de orgullo. Y fijaos bien, cuanto más se exalte el ser humano, más dura será la caída. Si la gente eleva a un ministro en sus manos y no lo sostiene, sino que lo abandona, el pobre caerá cuando todo haya acabado. Así ha ocurrido con muchos. Infinidad de seres han sido sostenidos por brazos humanos, por los brazos del elogio, y no de las oraciones; y cuando estos brazos se han debilitado, ellos han caído. Os digo que hay tentación de enorgullecerse en el púlpito, pero no hay aquí tierra para él; no hay abono para que crezca, aunque crecerá sin necesidad de ninguno. «No tengo por qué gloriarme.» Mas, sin embargo, hay a veces razones para gloriarnos, no reales, sino aparentes para nosotros mismos.

1. ¿Cómo es que un verdadero ministro siente que no tiene «por qué gloriarse»? En primer lugar, porque es consciente de sus propias imperfecciones. Creo que ningún hombre podrá formarse jamás una opinión más justa de sí mismo que aquel que está llamado a predicar continua e incesantemente. Una vez hubo un hombre que creyó poder predicar, y cuando le fue permitido el acceso al púlpito, sintió que las palabras no fluían de sus labios tan libremente como él esperaba, y en lo sumo del azoramiento y temor, se inclinó sobre el púlpito y dijo: «Amigos míos, si subieseis aquí se os quitaría toda vuestra vanidad». En efecto, yo también creo que así ocurriría a muchos, si intentaran alguna vez probar sus dotes de predicador; desaparecería de ellos su vanidad crítica, y les haría pensar que, después de todo, no es una tarea tan fácil como parece. El que mejor predica es el que siente que lo hace peor; el que ha concebido en su mente un modelo elevado de lo que debiera ser la elocuencia y la súplica ardiente sentirá cuán lejos está de alcanzarla. Él, mejor que nadie, podrá reprocharse a sí mismo porque conoce su propia deficiencia. No creo que cuando un hombre hace algo bien, va a gloriarse necesariamente en ello. Por otro lado, creo que él será el mejor juez de sus propias imperfecciones y las vera más claramente. Él sabe mejor que nadie lo que debiera ser. Los demás miran y contemplan, y creen que es maravilloso, pero para él es maravillosamente absurdo, y se retira preguntándose por que no lo habrá hecho mejor. Todo verdadero ministro sentirá su deficiencia. Se comparará con hombres de la talla de Whitefield, con predicadores como los de los tiempos de los puritanos, y dirá: «¿Qué soy yo?; parezco un enano al lado de un gigante, una hormiga al lado de una montaña». Los domingos por la noche, cuando se retira a descansar, da vueltas en la cama, porque siente que ha fracasado, que no ha tenido ese ardor, esa solemnidad y esa angustia mortal en su alma que hubieran sido necesarios. Se acusará de no haberse detenido lo suficiente en determinada parte de su sermón, de haber evitado ciertos puntos, de no haber sido lo explícito que debiera en algún tema, o de haberse extendido demasiado en otro. Verá sus propias faltas, porque Dios, cuando sus hijos han procedido mal, les amonesta durante la noche. No necesitamos que los demás nos reprochen; el mismo Dios se ocupa de nosotros. Aquel a quien Dios más honra se estimara el más inútil.

2. Otro medio para que no nos gloriemos es el hecho de que Dios nos recuerda que todos nuestros dones son prestados. Precisamente esta mañana me ha sido recordada de una forma notable esta gran verdad, al leer en un diario la siguiente noticia: «La semana pasada, el tranquilo barrio de New Town vio turbada su paz por un suceso que conmovió a toda la vecindad. Un caballero de buena posición y alto nivel universitario había venido padeciendo durante los últimos meses enajenación mental. Debido a su desequilibrio se había visto obligado a dejar su ocupación como director de una academia para muchachos, viviendo durante algún tiempo completamente solo en una casa del mencionado barrio. últimamente, el propietario del inmueble consiguió una orden de desahucio. Al ser llevada a cabo la expulsión, fue necesario maniatar al trastornado inquilino, el cual, por desgracia, y debido a una falta de organización, hubo de permanecer en los escalones de la entrada, expuesto a la curiosidad del gentío, hasta que finalmente apareció el coche que lo trasladó al manicomio. Uno de sus alumnos (dice el periódico) es Mr. Spurgeon».

¡El hombre de quien aprendí todo mi saber humano es ahora un peligroso lunático recluido en un manicomio! Cuando leí aquello, sentí que se doblaban mis rodillas con humildad para dar gracias a mi Dios de que mi razón aun permanezca lucida y aun no la haya abandonado su vigor. ¡Oh, cuán agradecidos debiéramos estar de poder conservar nuestros talentos v nuestras facultades mentales! Nada podía haberme afectado tanto. Aquel que un día fuera mi preceptor, un hombre lleno de habilidad y genio, helo ahí, caído, ¡completamente caído! Con cuánta rapidez desciende de su alto pedestal la naturaleza humana, hundiéndose hasta un nivel inferior al de los animales irracionales. ¡Bendecid a Dios, amigos míos, por vuestros talentos!, ¡dadle gracias por vuestra razón! No nos damos cuenta del valor que tienen y del servicio que nos prestan, hasta que los perdemos. Cuidad de vosotros mismos, no sea que digáis «Ésta es la gran Babilonia que yo edifiqué»; porque recordad que tanto la trulla como la argamasa deben venir de Él. La vida, la voz, el talento, la imaginación, la elocuencia, son dones de Dios, y el que los ha recibido mayores, debe sentir que la égida del poder pertenece a Dios, porque Él ha dado poder a su pueblo y fuerza a sus siervos.

3. Otra respuesta más a esta pregunta: otro medio del que se vale Dios para preservar a sus ministros de gloriarse es el siguiente: Les hace sentir constantemente su dependencia del Espíritu Santo. Confesemos que algunos no la sienten. Hay quienes se atreven a predicar sin el Espíritu de Dios, o sin implorar sus gracias. Mas creo que ningún hombre que sea realmente comisionado por el cielo osara proceder de esa forma, pues sentirá la necesidad del Espíritu. Una vez, mientras predicaba en Escocia, parecióle bien al Espíritu de Dios desampararme; el resultado fue que no pude hablar como normalmente lo hago. Me vi obligado a decir a mi auditorio que habían sido quitadas las ruedas al carro, y que este se arrastraba con mucha dificultad. Desde entonces he sentido el beneficio de aquel día. Me humilló amargamente, hasta tal punto que me hubiera arrastrado hasta introducirme en un agujero, para esconderme en el más oscuro rincón de la tierra. Sentí como si no fuera a hablar más en el nombre del Señor, y entonces vino a mi el pensamiento: «¡Oh!, eres una criatura ingrata: ¿No ha hablado Dios por tu boca cientos de veces? ¿Vas a reconvenirle por no haberlo hecho así esta vez? Agradécele más bien que haya sido tu sostén durante tantas otras veces; y, si por una vez se ha apartado de ti, admira su bondad, ya que así puede mantenerte humilde». Hay quienes podrán creer que fue la falta de estudio y preparación la que me llevó a aquella situación; mas puedo afirmaros honradamente que no fue así. Yo creo que estoy obligado a entregarme a la lectura para no tentar al Espíritu procediendo de una forma descuidada. Tengo costumbre, porque lo estimo un deber, de tomar un sermón de mi Maestro y rogarle que lo grabe en mi mente; y en aquella ocasión, creo que lo había preparado aun más cuidadosamente que de ordinario, de manera que no fue la falta de preparación la razón de aquel incidente. La explicación es simplemente que «el viento de donde quiere sopla», y no siempre es huracanado; a veces permanece en calma. Por ello, si confío en el Espíritu, no puedo esperar que se manifieste siempre en mí en la misma medida. ¿Qué puedo hacer sin esa influencia celestial a la que se lo debo todo? Dios humilla a sus siervos con este pensamiento. Él nos enseña cuánto lo necesitamos. No nos dejará creer que hacemos algo por nosotros mismos. «No», dice, «no tendrás nada de que jactarte. Yo te abatiré. Piensas que estás haciendo algo, pero yo te mostraré lo que eres sin mí.» «¡Sansón, los filisteos sobre ti!» Se imaginaba que podía deshacerse de ellos, mas los filisteos le echaron mano y le sacaron los ojos. Su gloria desapareció, porque confió en sí mismo y no en Dios. A cada ministro le será dado sentir su dependencia del Espíritu, para que pueda entonces decir, plenamente convencido, las palabras de Pablo: «Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme».

III. Por último, consideraremos la tercera pregunta: ¿CUAL ES ESA NECESIDAD QUE NOS HA SIDO IMPUESTA DE PREDICAR EL EVANGELIO?

1. En primer lugar, una gran parte de esa necesidad reside en la vocación misma. Si alguien es llamado verdaderamente por Dios al ministerio, le desafio a que intente eludir este llamamiento. El que realmente tenga en su interior la inspiración del Espíritu Santo instándole a predicar, no podrá dejar de hacerlo. Tendrá que predicar. Como un fuego ardiente metido en sus huesos, así será esa influencia hasta que brille. Los amigos tratarán de reprimirle, los enemigos le criticarán, los escarnecedores harán mofa de él, pero ese hombre será indomable; deberá predicar, si ha sido llamado del cielo. Si todo el mundo lo abandona, predicará a las yermas *****bres de las montañas. Si su vocación es divina y no tuviere congregación, predicará al murmullo de las cataratas, y hará que los arroyos oigan su voz. No podrá permanecer callado. Será una voz que clama en el desierto: «Aparejad el camino del Señor». Creo que es tan imposible impedir a un ministro que hable, como evitar que parpadeen las estrellas del cielo. Más fácil sería secar una caudalosa catarata bebiéndosela con una tacita, que hacer callar al que realmente ha sido llamado. Si el hombre es movido por el cielo, ¿quién le detendrá? Si ha sido impulsado por Dios, , quien obstruirá su camino? Volando con alas de águila, quien podrá encadenarle? ¿Quién sellará sus labios, si habla con voz de serafines? ¿No es Su palabra como un fuego en mi interior? ¿No la anunciaré, si Dios la ha puesto allí? Y cuando un hombre habla con palabras del Espíritu, un gozo rayano en lo celestial invade su alma; y cuando acaba, desea volver a empezar. No creo que esos jóvenes que predican una vez a la semana, creyendo haber *****plido con su deber, sean llamados por Dios para hacer grandes obras. Creo que si Dios ha llamado a alguien, lo impulsará a hablar constantemente, haciéndole sentir la necesidad de anunciar a todas las naciones las inescrutables riquezas de Cristo.

2. Pero hay algo más que nos hará predicar: sentiremos sobre nosotros el «¡ay de mí!» si no anunciamos el Evangelio; sentiremos sobre nosotros la triste miseria de este pobre mundo caído. ¡Oh, ministro del Evangelio!: ¡párate un momento a considerar a tus desdichados semejantes! ¡Contémplalos como un torrente que corre hacia la eternidad -diez mil cada segundo que pasa-! ¡Mira el final del torrente y ve cómo se precipitan en tropel las almas en el abismo! Piensa que cada hora que pasa los hombres se condenan por millares, y que cada vez que late tu pulso un alma abre los ojos en el infierno, encontrándose entre tormentos. Piensa cómo los hombres aceleran sus pasos hacia la destrucción; cómo «el amor de muchos se enfría» y se «multiplica la maldad». ¿No te ha sido impuesta necesidad? ¿No dices: «Ay de mí si no anunciare el Evangelio7 Pasea una tarde por las calles de Londres cuando ha anochecido y la oscuridad presta su velo a la gente; ¿no observas cómo se apresura aquel libertino a sus malditas acciones? ¿No sabes que cada año se arruinan miles y decenas de miles? Desde las salas de los hospitales y de los manicomios sale una voz: «Ay de ti si no anuncias el Evangelio». Ve esos enormes edificios de gruesas paredes; entra en sus celdas y ve en ellas a los delincuentes, que han pasado sus vidas en el pecado. Dirige tus pasos, de cuando en cuando, a la triste plaza de Newgate, y contempla allí los cuerpos de los asesinos que penden de la horca. De cada prisión, de cada correccional y de cada patíbulo, sale una voz que te dice: «Ay de ti si no anuncias el Evangelio». Acércate a los lechos de muerte, y mira cómo parten los hombres en la ignorancia, sin conocer los caminos de Dios. Repara en su terror al acercarse a su Juez sin haber sabido nunca que significa ser salvo, ni conocer el camino. Oye la voz, mientras los ves aproximarse a su Hacedor: «Ay de ti si no anuncias el Evangelio». Visita otros lugares, si prefieres. Camina por cualquier calle de esta gran metrópoli, y detente ante una puerta de la que oigas salir música, cánticos y sonido de campanas, pero donde impera la ramera de Babilonia, y donde las mentiras son predicadas como verdad; y cuando vuelvas a casa, y pienses en el papismo y en el «puseismo» (Movimiento pro-católico en el seno de la iglesia anglicana, promovido principalmente por Pusey, en los tiempos del avivamiento metodista.), oirás la voz que te grita: «Ay de ti si no anuncias el Evangelio». Entra en el hogar del impío, donde el nombre de su Hacedor es blasfemado, o asiste al teatro donde se representan obras disolutas y licenciosas, que de todos estos antros de perdición se elevará la voz que dice: «Ministro, ay de ti si no predicas el Evangelio». Y para terminar, da tu último paseo hasta el lugar de los condenados, visita los abismos del averno y párate a escuchar como

«Se elevan los quejidos; ayes atormentados Y gritos de agonía de los desesperados».

Arrima tu oído a las puertas del infierno y, durante un momento, presta atención a la terrible barahúnda de alaridos y lamentos de tortura que desgarraran tu oído; y cuando regreses de aquel lugar de pesadilla, con el alma aterrorizada aun por aquella lúgubre sinfonía, oirás la voz: «¡Ministro!, ministro!, ay de ti si no anuncias el Evangelio». Con sólo tener ante nuestros ojos todas estas cosas, debemos predicar. ¡Deliad de predicar!, ¡dejad de predicar! Aunque el sol apague su luz, predicaremos en la oscuridad; aunque el mar detenga el movimiento de sus mareas, nuestra voz seguirá predicando el Evangelio; aunque la tierra deje de girar y los planetas cesen en su movimiento, aun así, predicaremos el Evangelio. Hasta que las ígneas entrañas de la tierra estallen por todas las costuras de sus montañas de bronce, continuaremos predicando el Evangelio; hasta que la conflagración universal deshaga el planeta, y la materia sea desintegrada, estos labios, o los de cualquier otro que haya sido llamado por Dios, seguirán tronando la voz de Jehová. No podemos evitarlo. «Nos ha sido impuesta necesidad; y ¡ay de nosotros si no anunciáramos el Evangelio!»

Y ahora, mis queridos oyentes, una palabra para vosotros. Muchos de los presentes sois verdaderamente culpables a los ojos de Dios, porque no predicáis el Evangelio. No creo que de las mil quinientas o dos mi personas que asisten a esta reunión, hasta donde alcanza mi voz, no haya ninguna apta para predicarlo. No tengo tan pobre opinión de vosotros como para creerme superior en inteligencia a la mitad de los que aquí estáis, o aun en poder para anunciar la Palabra de Dios. Pero suponiendo que lo fuera, no puedo pensar que yo tenga tal congregación que no haya entre todos quien tenga dones y talentos que le capaciten para predicar la Palabra. Es costumbre en la Iglesia Bautista Escocesa, que todos los hermanos, el domingo por la mañana, dirijan una exhortación; no tienen un pastor que predique de modo regular en tales ocasiones, sino que cualquiera, si lo desea, puede levantarse y hablar. Esto está muy bien; pero me temo que muchos hermanos que no están capacitados serían los más grandes oradores, pues es de todos sabido que los que tienen menos que decir son, normalmente, los que están más tiempo hablando; si yo fuera el presidente de la reunión, es iría: «Hermano, está escrito: ‘Habla para edificación’. Estoy seguro que no te edificas a ti mismo ni a tu esposa. Sería mejor que trataras de lograr eso primero; y si no lo consigues, no nos hagas perder nuestro precioso tiempo».

Os digo también, hermanos, que no puedo concebir que haya aquí esta mañana quienes, como flores, «estén malgastando su fragancia en el aire del desierto», «gemas de los más puros rayos» escondidas en las oscuras cavernas del océano del olvido. Este es un asunto muy serio. Si hubiera un talento en la iglesia de Park Street, es necesario que se desarrolle. Si hubiera predicadores en mi congregación, dejémosles predicar. Muchos ministros consideran muy importante probar a los jóvenes sobre el particular. He aquí mi mano para ayudar a cualquiera de vosotros que crea poder hablar a los pecadores del amado Salvador que habéis encontrado. Me gustaría descubrir gran número de predicadores entre vosotros. Plugiera a Dios que todos los siervos del Señor fuesen profetas. Hay muchos que deberían serlo, sólo que tienen miedo; bien, habremos de buscar algún sistema que os libere de vuestra timidez. Es terrible pensar que, mientras el demonio usa a todos sus siervos en su obra, haya siervos de Cristo que estén adormilados. Jóvenes, id a vuestras casas y examinaos a vosotros mismos, y ved cuales sean vuestros talentos; y si encontráis que los tenéis, juntad una docena de pobres personas en una humilde habitación y decidles lo que deben hacer para ser salvas. No es necesario que aspiréis a ser ministros y a vivir del ministerio, aunque si a Dios le placiera que así fuera, deseadlo también. El que desea obispado, buena cosa desea. En todo caso buscad algún modo de predicar el Evangelio de Dios. He predicado este sermón, especialmente, porque quiero iniciar un movimiento que alcance a otros lugares. Necesito encontrar en mi iglesia, si fuera posible, a quienes quieran proclamar el Evangelio. Y tened en cuenta esto: Si tenéis en vosotros talento y poder, ¡ay de vosotros si no anunciáis el Evangelio!

Pero, ¡oh!, amigos míos; si pobres de nosotros si no predicamos el Evangelio, ¿qué será de los que oís y no queréis recibirlo? Quiera Dios que ambos podamos escapar de tal maldición. Quiera Dios, también, que su Evangelio nos sea olor de vida para vida, y no olor de muerte para muerte.

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