Redescubriendo la pasión por Dios

En su búsqueda por salir de una crisis de definición vocacional, inmerso en un ambiente en el que se sentía acorralado y hambriento de ayuda, el autor, a pesar de sus esfuerzos, no halló ningún consejero; empero, encontró a Fedor Dostoyevski

Estaba en medio de una crisis y salí a buscar un sacerdote, un pastor, un guía. Alguien que me ayudara a poner clara mi vocación, en un ambiente donde no me sentía identificado. Me sentía acosado y necesitaba ayuda. Intenté hallar un consejero entre los vivos, pero no tuve éxito. Fue así como encontré a Fedor Dostoyevski. No puedo recordar, en verdad, cómo di con él, pues no lo conocía. Quizás fue una corazonada ¡Quién sabe…!

Realmente quería trabajar sobre mi vocación para clarificarla. Después de muchos años necesitaba un despertar, y deseaba confrontarme con algo que no fuera del mismo «ambiente», sino algo «externo».

Al encontrarme con Fedor Dostoyevski, a quien de ahora en adelante llamaré Fedor, tomé mi agenda y anoté reuniones de dos horas con «Fedor» tres tardes por semana. Durante los siete meses siguientes, de las tres a las cinco de la tarde los martes, jueves y viernes, me reunía con él en mi estudio y tenía pausadas conversaciones por medio de Crimen y Castigo, Memorias del Subsuelo, El Idiota, Un Hombre Ridículo, Demonios y Los Hermanos Karamazov. Durante todo el invierno y la primavera, y hasta un mes o dos del verano, pasé esas tardes con un hombre para quien Dios y la pasión eran partes integrales —e integradas.

Mi crisis había venido al darme cuenta de que en mi ámbito, Dios y la pasión eran marginales y sentía sutiles pero insistentes presiones para que los desplazara dentro de mi ser interior. Pero si Dios y la pasión se hacían marginales, no hubiera sido yo mismo: no sería un pastor, una identidad vocacional formada por Dios, con la consecuente pasión de estar con Él y servirle.

El conflicto se daba en un área donde históricamente se había siempre cosechado maíz y en ese momento la tierra estaba siendo rápidamente cubierta por el asfalto y el concreto: un clásico suburbio de la gran ciudad que avanza. Había sido enviado allí para organizar una nueva iglesia y descubrí, para mi sorpresa, que Dios y la pasión, lejos de ser ventajas en el ministerio de una iglesia —como ingenuamente había supuesto— eran impedimentos.

Mientras organizaba una nueva congregación, me sentí presionado por reunir cierta cantidad de personas cuanto antes, quienes proveerían los recursos financieros suficientes para edificar un santuario adecuado al culto de Dios. Descubrí entonces cuán fácil era reunir a un grupo religioso, siempre y cuando no me involucrara demasiado con Dios, en profundidad. Las autoridades de la denominación se habían ocupado de enviarme a talleres donde enseñaban cómo hacerlo, e incluso observé el éxito de otros pastores, quienes ya lo habían conseguido. Los «consumidores religiosos», al igual que los demás adquirentes, responden a los envases atractivos y a las ofertas. Más también sabía que al seguir esta ruta debía abandonar justamente aquello que confería dignidad a la vida de un pastor: la pasión por Dios.

Entonces la crisis sobrevino… y pasó. Gracias a Dostoyevski, Dios y la pasión no estarían otra vez en peligro, al menos en el sentido vocacional. Las vidas —apasionadas por Dios— de Sonia, el príncipe Mishkin, Aliosha y el Padre Zossima, daban a mi imaginación imágenes vivientes.

Salvadores idiotas

Mi primer gran descubrimiento en Dostoyevski fue el príncipe Mishkin, «el idiota». En ese momento yo estaba buscando algo que más tarde llamaría «santidad vocacional», y el príncipe agrandó mi imaginación para captar lo que podría ser eso.

¿Qué puedo hacer para que las cosas sean distintas? El mundo es un revoltijo y necesita una reparación total. La gente está viviendo espiritualmente empobrecida, en la suciedad moral y la confusión material. Alguien tiene que hacer algo. Yo debo hacer algo… más, ¿por dónde empiezo?

¿Qué significa representar el Reino de Dios en una cultura dedicada al Reino del Yo?, ¿cómo hacer para que palabras tan delicadas, vulnerables y frágiles sobrevivan en competencia con el dinero, los cañones y las topadoras? ¿cómo pueden hacer los pastores (cuyos trabajos no se ven a simple vista) para mantener una identidad robusta en una sociedad que paga las mayores sumas de dinero a los cantantes, a los señores de la droga y a los barones del petróleo? A mi alrededor veía hombres y mujeres que hallaban su identidad vocacional en los modelos provistos por los «principados y poderes». Los modelos eran todos fuertes en poder (haciendo que ocurran cosas) y en imagen (de apariencia importante). Pero ninguno parecía congruente con mi sentido vocacional en germen. ¿Qué forma debería asumir mi vocación? El príncipe Mishkin fue la contribución de Dostoyevski a mi búsqueda.

En El Idiota, el príncipe Mishkin impresiona a todos por simple e ingenuo. Al parecer, no conoce el funcionamiento del mundo y por ello, la gente supone que no tiene experiencia en las complejidades de la sociedad. Para el «mundo real» es inocente; un idiota.

La sociedad de San Petersburgo en la que ingresa, tal como la describe Dostoyevski, es trivial y superficial. El fingimiento y las poses son epidémicos entre esta gente, donde se valoran unos a otros según cuánto dinero tienen, de qué familia proceden y a quién conocen. Son «gente de cabeza vacía que, en su satisfacción vanidosa, ignoraban que gran parte de su excelencia era pura apariencia superficial, de la que no habían sido causantes, recibiéndola en forma inadvertida; por herencia».

El príncipe es admitido a los salones con cautela, solo por la posibilidad de su posible conexión con la nobleza. Pero se hace sospechoso desde el comienzo. Ignorante de la importancia de los nobles y de la posición social, obviamente no encaja allí.

Luego, sin que nadie sepa muy bien cómo ocurre, él se convierte en la persona central para estas vidas de cabezas huecas, desesperadas por obtener reconocimiento, sexo o dinero, y aunque se asocia a ellos con facilidad, permanece curiosamente libre de sus obsesiones. Varios personajes se le acercan para usarlo. Pero él no es «usable». Sencillamente, es. No sirve para nada; es, simplemente, bueno, y gradualmente va surgiendo como alguien significativo precisamente por su humanidad. La gente descubre que se acerca a él como limaduras a un imán. No tienen vocabulario para este fenómeno.

Esa silenciosa fuente de atracción —e indiferencia— del príncipe radica justamente en su falta de compromisos personales. La figura emocional más fuerte de la novela, Anastasia Filipovna, despierta en él oscuras y poderosas emociones, las cuales van desde un menosprecio lleno de vituperio hasta la codicia carnal vivida por todos los que la conocen. Todos, excepto el príncipe Mishkin. Él simplemente la ama, la respeta y quizás, hasta la comprende.

Sus propias necesidades no traban la relación. Anastasia —una figura de María Magdalena— es una mujer afligida por el demonio y explotada por la sociedad, pero que además, tiene la suerte de recibir amor y salvación por medio de la persona de Mishkin. Al fin, no abraza la oportunidad. Pero la ha tenido y hasta en el rechazo, es aceptada y amada por el príncipe.

Comencé a darme cuenta de qué hacía Fedor. Su sociedad era superficial, sus valores habían sido moldeados por la trivialidad y la obsesión social y ninguna de estas personas hacía un trabajo verdadero; eran parásitos del vasto campesinado que trabajaba en sus campos. Había pequeños grupos aislados de intelectuales que hervían de energías por ejecutar reformas; jóvenes radicales que deseaban derribar la corrompida estructura del zar, la burocracia y la iglesia y construir una sociedad pura y justa. Los rebeldes, compuestos por anarquistas y socialistas, discrepaban en los métodos, pero estaban unidos en la convicción de que es mejor dejar a Dios afuera, y que cualquier medio —hasta el asesinato— estaba justificado con el fin de alcanzar el nuevo orden.

Para quien estuviera cansado de la sociedad complaciente y corrupta de la Rusia del siglo diecinueve, la atracción de los revolucionarios era poderosa. El mismo Fedor había sido atraído, mostró algún interés en esas ideas y hasta se unió a esos grupos. Finalmente, fue arrestado y enviado al exilio en Siberia.

El campo de trabajos forzados, el cual debió haberlo radicalizado para siempre, no lo cambió, más bien, logró el efecto contrario. En sus primeros días de reclusión fue visitado por una notable mujer, Natalia Fonvizina, quien hizo sobre él la señal de la cruz y le dio un Nuevo Testamento. Fedor manifestó más tarde haber leído y releído ese texto: «estuvo bajo mi almohada cuatro años, durante mi servidumbre penal. Lo leía a veces y se lo leía a otros. Con él enseñé a un convicto a leer», escribiría más tarde. Entonces, en lugar de perseguir las utopías anarquistas y socialistas (tan en boga durante esa época) cavó hasta la raíz, hasta la cruz de Cristo.

Regresó del exilio siberiano después de diez años y en lugar de entregarse a esfuerzos de maniobras sociales, dedicó el resto de su vida a crear personajes capaces de ingresar en la sociedad y cambiarla por medio de la santidad.

Para cualquiera que se sienta disgustado con la sociedad y desee mejorarla, la cuestión vocacional se centra en los medios: ¿cómo he de proceder?, ¿con los cañones o la gracia? Fedor creó una serie de personajes «tontos» por Cristo —como el Príncipe Mishkin y Aliosha (de Los Hermanos Karamazov)— quienes eligieron la gracia.

¿Ser buenos o hacer lo correcto?

El poder del príncipe Mishkin y de Aliosha tiene poco que ver con la moralidad, el hacer o el decir lo correcto. Más bien tiene relación con la belleza y la bondad —ser. La belleza verdadera y la bondad genuina no pueden conocerse en abstracto, ocurren solamente en las personas vivas, capaces de amar. No pueden ser observadas, solo encontradas. El príncipe entonces, provee encuentro. Para la mayoría de nosotros, el deseo de belleza y de bien resulta infinitamente frustrante, pues somos mayormente conscientes de lo que no somos. Cuando hacemos las cosas bien recibimos satisfacción. Cuando estamos bien (en santidad), no somos conscientes de ello y no recibimos satisfacción, al menos en nuestro ego, y como la mayor parte del tiempo no estamos bien (no santos), vivimos con un profundo sentimiento de falta de adecuación. La única razón por la que continuamos aspirando a hacer el bien (la santidad), es que de otra forma seguiríamos con ese insípido —o amargo— sentimiento de culpa.

Unas pocas personas en cada generación están preparadas para entrar a la sociedad con el propósito de sanar, reformar o instituir. Por mi parte, creí estar preparado porque procedía de una fe con la cual podía alcanzar ese enfoque y trabajaba con base en la promesa de que todas las cosas podían ser hechas nuevas cuyas propuestas eran tan renovadoras como arrepentíos, sed bautizados y toma tu cruz.

Empero, como pastor joven, tenía poca paciencia con la religiosidad. Estaba aburrido del moralismo —o mejor dicho la moralina— y de esos tediosos consejos tipo Selecciones del Readers’ Digest, sobre cómo vivir sanos y salvos.

Pero… ¿cuál forma devocional podría adaptar a todas las energías de la juventud? Todos los modelos de que disponía eran administrativos o mesiánicos, sin embargo, el príncipe Mishkin me presentó uno diferente. Una vocación con la cual me sentía capacitado, no tanto para lograr que las cosas se hicieran, como para someterme a la realidad.

«¿Sabes?», expresó Mishkin, «según mi opinión, a veces es una cosa muy buena el ser absurdo. En realidad es mucho mejor; hace que resulte mucho más fácil perdonarnos unos a otros y humillarnos. ¡Uno no puede empezar directamente con la perfección! Para alcanzarla, uno debe en primer lugar ser capaz de no entender muchas cosas. Porque si las entendemos con demasiada rapidez, puede que quizás no las entendamos suficientemente bien.»

Ahora pienso: ¿Quiénes son las personas que han hecho diferencia en mi vida? Respuesta: aquellas que no trataban de hacer una diferencia. El príncipe Mishkin me alertó a tomar nota de aquellas personas que comunicaban cierta forma de amor, de belleza, de santidad. En su presencia se me ocurría pensar: «Esa es la forma en que quiero vivir. Me gustaría saber si es posible ser esa clase de persona. Y me pregunto si lo podría lograr no solo personalmente, sino también de manera vocacional».

Para mí, el ser escritor y pastor es virtualmente lo mismo: una entrada al caos, meterse en un "lío" de cosas y luego, realizar el lento y misterioso trabajo de crear algo de todo eso, algo bueno, bendito —un poema, oración, conversación, sermón, una visión de la gracia, un reconocimiento del amor, una configuración de la virtud.

Este es el Yeshua de los hebreos fieles, la soteria de los cristianos griegos. Salvación. La recuperación por medio de la creación y la recreación de la imagen de Dios. Escribir no es un acto literario sino espiritual. Y pastorear no es administrar un negocio religioso, sino una búsqueda espiritual.

La oración, que es intensidad del espíritu en atención delante de Dios, está en el centro, tanto al escribir como al pastorear. Cuando escribo trabajo con palabras; cuando pastoreo lo hago con personas. Pero no con meras palabras o con simples personas, sino con palabras y personas que son espirituales. Las palabras han sido generadas por meditación espiritual, y las personas son portadoras de su propio espíritu y muchas de ellas del Espíritu Santo. Desde el momento en que las palabras son usadas prescindiendo de la oración y de los momentos con Dios, y cuando las personas son pastoreadas sin tiempos de oración, algo esencial empieza a escaparse de la vida, gota a gota. Y había sido esta conciencia de un lento goteo, de una pérdida de espíritu, lo que había producido mi sentido de crisis. Dostoyevski no es nada si no es tocado por el Espíritu: intoxicado de Dios y ebrio de sus palabras.

El alma, no el yo

Cuando conocí a Dostoyevski (en la década de los setentas), el mundo estaba impregnado de olor a narcisismo[1]. La historia de Narciso ha perdurado como advertencia contra los peligros de la autoadulación, pero aquí estaba ocurriendo algo diferente: en lugar de ser usado como advertencia, Narciso estaba siendo elevado a la condición de «santo patrono». El potencial humano era el furor; las autobiografías de los grandes —donde contaban sus mayores pecados— batían récord en las librerías. El yo estaba primero y en el centro. A cierto nivel, esto parecía lo correcto. Las aspiraciones del potencial humano reflejaban la aspiración cristiana por una vida abundante.

En cuanto a la confesión, ¿no había sido siempre, acaso, un tema cristiano central? Convertirla en un género literario no parecía estar en desacuerdo con esa posición. Es más, mostraba la «transparencia» de los grandes personajes, pero algo estaba mal. Interiormente me sentía confuso. Dostoyevski puso mi mente en claro.

Él me ayudó a discernir que este nuevo entusiasmo por el yo no era lo mismo que la preocupación cristiana histórica por el alma. El yo es, en realidad, una distorsión diabólica. Es similar al alma pero luego de habérsele extirpado toda el ansia de Dios, toda la correcta sed de justicia. Dostoyevski me mostró la diferencia no con argumentos, sino creando personajes que demostraban la disecación de una vida sin Dios. También, como contraste y comparación, otros personajes exhibían las tremendas bellezas de una búsqueda de Dios.

Stavrogin (en Los demonios) no era un hombre a quien se lo pudiera disuadir partiendo de su mala vida y luego instruyéndolo en la salvación por medio de un programa de estudio bíblico y discipulado. Aliosha no llegó a la santidad asistiendo a un grupo de terapia.

El celo moderno por explicar la naturaleza humana, por eliminar el sufrimiento y el descontento, por hacernos sentir cómodos en el mundo —un autointerés obsesivo— fue descartado por Dostoyevski por considerarlo «euclidiano», es decir, explicable por medio de líneas y ángulos, medidas y números. De esta forma, eliminaba el misterio. Los seres humanos, esas criaturas misteriosas con una tremenda sed de Dios y una insaciable hambre de santidad, quedaban reducidos a explicaciones predecibles, razonables. «El hombre no es una expresión aritmética; es un ser misterioso y enmarañado, y su naturaleza es extremista y contradictoria en su totalidad».

Entonces comencé a copiar estas frases de recuperación del alma, que encontré en Cartas de bajo tierra (Memorias del subsuelo):

  • «Las personas son personas y no las teclas de un piano.»
  • «Todo el quehacer del hombre consiste en demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje.»
  • «Que 2 y 2 son 4 no es parte de la vida, sino el comienzo de la muerte.»

En su Rusia y en mi América, el interés en Dios había sido empujado hacia un lado por la agresiva tendencia al yo. Escritor tras escritor, pastor tras pastor, todos estaban ocupados en la excitante actividad de abrir las maletas emocionales y exponer a la vista los diversos artículos. Era el voyeurismo de las prendas íntimas: culpa e inocencia, ira y afecto, codicia y amor —la ropa interior del alma— todo manoseado y comentado, pero sin pasión por Dios, sin abrazo de Peniel en la lucha de toda la noche por la identidad a lo largo del sufrimiento y la oración con el Dios que sufre y ora con y por nosotros en Cristo.

La gran inmersión generosa, extravagante y temeraria de Dostoyevski en las profundidades del mal y el sufrimiento, el amor y la redención, me permitieron recuperar a Dios y a la pasión.

Un misterio, no un programa

A diferencia de su gran contemporáneo, Tolstoy —quien siempre elaboraba programas educativos y planes de reforma para eliminar la pobreza, el sufrimiento y la injusticia— Dostoyevski participó en los sufrimientos, entrando al misterioso crisol de la fe y la duda y buscó el milagro, el levantarse de entre los muertos. No quería saber nada de un futuro en el que la gente se sintiera bien cómoda a expensas de su libertad, a costas de Dios.

De mi parte, descubrí que la cultura vocacional del pastor era decididamente tolstoyana. Los llamados líderes «espirituales» de mi tiempo ejercían una presión enorme sobre la gente para que se conformara, se ajustara, se adecuara; se sometiera a las explicaciones y fuera reducida a funciones.

El «programa» era el principal vehículo del ministerio. Mi propia denominación tenía lo que llamaba una «agencia de programas» que publicaba un «calendario de programas».

Recuerdo haber sido sorprendido por una declaración que me hizo un pastor de gran reputación en aquellos años. Su atlética energía se plasmaba en una magnífica sonrisa, que él usaba con gran «efecto». Después de servir a una congregación durante cinco años, se mudaba a otra tres veces más grande. En mi ingenuidad le pregunté por qué se iba tan pronto. «He realizado lo que vine a hacer», dijo. «He dejado el programa en su lugar y funcionando».

¿Programa?, ¿qué tiene que ver un programa con la espiritualidad? Supongo que esos esquemas están muy bien para las mentes y los espíritus euclidianos y son útiles para cuestiones periféricas. Pero, en el centro… ¿un programa?

Nuestra tentación, como pastores, es descubrir un programa que funcione y repetirlo en una congregación tras otra para inmensa satisfacción nuestra y de la congregación. Los miembros de la iglesia pueden ser religiosos sin tener que orar u ocuparse de Dios.

Busqué otra novela de Fedor y encontré la respuesta del autor a la mente programática que alguna vez lo había atraído. Los fervorosos revolucionarios tenían visiones igualmente convincentes de una nueva Rusia, pero cuanto más se desarrollaba su programa, tanto más cruel e impersonal se hacía. En Los demonios Fedor muestra el yermo y la desolación que produce esta visión despersonalizada: los más nobles ideales en violentas ruinas, las relaciones más tiernas, violadas. En el personaje de Shatov se da testimonio a Dios en medio de todo eso.

En cincuenta años, la novela se convirtió en una profecía cumplida en esa religión dirigida con programas que tenía a mi alrededor. La leí como «profilaxis» contra la mentalidad de programa, con su sombrío linaje reformista, y me acomodé con Shatov para sobrellevar el misterio.

Personas, no peones

Mi encuentro más aterrador lo tuve con Raskolnikov en Crimen y Castigo. Raskolnikov había elegido a una persona socialmente inútil para realizar un experimento: un asesinato. A nadie habría de importarle que la mujer estuviera viva o muerta. Carecía totalmente de valor. Raskolnikov la mató. Y después, para su gran sorpresa, quedó sacudido hasta la médula de su ser: resultó que sí importaba. Esta anciana inútil tenía poder espiritual simplemente por el hecho de ser humana. Entendió que la mera existencia humana contiene gloria suficiente como para que cualquiera de nosotros caiga perplejo con temor reverencial. Raskolnikov fue introducido en alturas y profundidades espirituales jamás soñadas por él.

De pronto, con un sobresalto de reconocimiento, me vi a mí mismo como Raskolnikov. No asesinando precisamente, sino experimentando con los miembros de la congregación, manipulándolos para ver qué podía hacer que ocurriese, reduciendo a la gente al valor de su promesa financiera, su habilidad administrativa o su destreza en la enseñanza. La facilidad con la gente (como pastor) conlleva un peligro común: la arrogancia de la desdeñosa falta de respeto. Uno de los sucesores de Raskolnikov, José Stalin, cierta vez dijo: «El papel aguanta cualquier cosa que se escriba en él». Lo mismo se piensa de muchas congregaciones.

Volví sobre mis pasos. ¿Cómo había llegado al mundo de Raskolnikov?, ¿cómo había llegado a pensar en las personas que me rodeaban en forma tan irreverente?

Estaba viviendo en un suburbio típico y poco me gustaba. Aquel maizal al que me había mudado estaba siendo cubierto día tras día por nuevos vecindarios, por el avance de las casas y el asfalto. Quienes se reunían allí para el culto estaban desarraigadas y se veían superficiales, cristianas solo de manera marginal. No leían libros ni discutían ideas. Todo el espíritu parecía haberse disipado de sus vidas y había sido reemplazado por un cúmulo confuso de clichés y estereotipos, efectos y modas, como en una venta de remates. La descripción de Dostoyevski daba en el blanco: la «gente parece estar aguada… corriendo de aquí para allá delante de nosotros todo el día, pero en una suerte de estado diluido.

Esta escena me resultaba novedosa. Me había criado en una pequeña ciudad lejos de allí, donde virtualmente todos los habitantes eran más conocidos por las historias y anécdotas protagonizadas que por cualquier otra cosa («pueblo chico, infierno grande»). Hice mis primeros estudios en ciudades portuarias más grandes, donde recibí la típica «fertilización transcultural» de orientales, europeos y africanos. Pero en este aburrido suburbio, todos eran —o se estaban tornando— iguales. No quedaba ningún espíritu apasionado al que se pudiera motivar. Tenía 30 años y no había conocido nunca esta blandura, esta disposición a ser «homogeneizado» en un consumismo pasivo.

No tenía idea tampoco de que toda una sociedad pudiera ser moldeada por las imágenes de la publicidad. Todos estaban condicionados a responder a los estímulos de los precios de venta en forma independiente de la necesidad, de manera tan efectiva como los perros de Pavlov habían sido entrenados a salivar a la señal de la campana, aunque no tuvieran hambre. Estas eran las personas de las cuales yo era pastor, cuyos espíritus se habían jubilado tempranamente. En medio de la «chatura» y el aburrimiento, perdí el respeto a estas vidas anémicas y asumí que los suburbios «cauterizaban» la espiritualidad. Esta gente que se reunía en el culto conmigo todas las semanas tenía ideas insignificantes acerca de sí misma y al estar toda la semana en contacto con esa realidad, estaba en peligro de reducir mi idea de ellos a lo que eran sus propios autoconceptos.

Y fue entonces cuando Dostoyevski, quien vivió en una sociedad casi idéntica a la mía, me lo reprochó. Aunque demostraba tener la mayor aversión hacia aquella cultura, se negaba a recibir la evidencia que la gente presentaba de sí misma como la verdad. Se metió debajo de la superficie de aquellas vidas y en las profundidades descubrió fuego y pasión …y a Dios.

Fedor los hizo aparecer en sus dimensiones grandes otra vez, inmensos en sus aspiraciones, sus pecados, sus glorias. Los Karamazov, por ejemplo, tan grandes, tan rusos. Me enseñó a mirar lenta y cuidadosamente a estas familias, hasta que logré ver «karamazoves» en cada hogar. Orientó mis antenas para captar las señales ocultas de la espiritualidad en el desnaturalizado lenguaje de sus conversaciones. Descubrí trágicas confabulaciones y episodios cómicos, tramas desarrollándose en derredor mío y reconocí que estaba viviendo en un mundo repleto de espiritualidad. No había personas ordinarias.

Mi tarea ahora era orar, predicar y escribir, consciente de estas energías y capacidades torrenciales de la gente, de las cuales ellos mismos no habían tomado consciencia. Me había engañado al tomar la versión que estas personas me daban de sí mismas como verdadera,.pero no era así. Sus vidas habían sido niveladas y cubiertas de asfalto, aplanadas y parceladas junto con las ondulantes colinas, otrora tan verdes. La superficie visible era una mentira de dos pulgadas de grosor, mas si trabajaba en ella terminaría cometiendo crímenes a la manera de Raskolnikov. Mi ignorante falta de respeto me llevaría a importunar con mis programas a estos seres gloriosos, creados a imagen de Dios. Me serené y me arrepentí.

Ahora, cuando me encuentro con gente insulsa, me pregunto: «¿qué pensaría Dostoyevski de ellos?» Las dimensiones más profundas se hacen visibles: las ansias y anhelos eternos y, en el transfondo, Dios. Comencé a descubrir la creatividad mozarteana en los adolescentes y tragedias sofocleanas en los de mediana edad.

Hilda, a los 35 años de edad, era hasta hace dos años indistinguible de su cultura. Bien casada, costosamente vestida, socialmente agradable, con los indispensables dos hijos, buena apariencia, segura de sí. Después, el descontento de su esposo con su trabajo se convirtió en algo doloroso, seguido por la muerte del padre de Hilda por cáncer. Entonces perdió completamente su paz interior. Exteriormente era la misma de siempre, excepto que concurría a la iglesia solo una vez cada dos o tres semanas, yéndose rápidamente durante el último himno para no tener que encontrarse con nadie.

Después comenzó a venir todos los domingos. De manera totalmente casual surgió una conversación personal, y empezó la historia: «¡No puedo creer que este mundo que habito sea tan grande y gozoso! Estoy leyendo los evangelios. Estoy usando los Salmos para orar. No veo la hora de venir los domingos y estar en la adoración. Todas mis relaciones están cambiadas, nunca he tenido tanta energía. ¿Por qué fui tan estúpida acerca de Jesús todos estos años?»

Lo que no hubiera adivinado era su timidez. En lo referente a las intimidades, Hilda carece totalmente de práctica. Conocí la historia solo debido al acceso privilegiado que los pastores a veces tienen a la vida interior de la gente y logré ver el hecho más grande en su vida, los detalles de su despertar espiritual en la gracia y el sacrificio.

La historia de Hilda permanece estable. Otros en la congregación están dominados por el dolor y oran valerosamente o realizan infatigables actos de bondad en ambientes incapaces de apreciarlos, y persisten.

Las historias pasan inadvertidas, no porque sean mantenidas en secreto sino porque la gente en derredor es ciega para con Dios. Tantos ojos, nublados por la televisión, no ven las historias de Dios que están siendo protagonizadas delante de ellos, en ocasiones en sus mismos hogares. Por eso he decidido que mi tarea pastoral tendrá mucho de ver y escuchar.

La banalidad es una forma de protección. Si posara la mira lenta y profundamente, descubriría que en este maizal que desaparece, hay suficiente drama para entretenerme toda la vida.

Ensamblando el misterio

Dostoyevski tuvo la fortuna de reunir todos estos temas en su novela final, llamada Los hermanos Karamazov. Debo acotar que de ninguna manera es esta una obra perfecta —nada lo de que Dostoyevski escribió o vivió fue muy pulido— pero sí es una obra exuberante en la grandeza del alma.

Frederick Buechner, escritor y pastor, calificó ese libro «como una gran sopa hirviente. Allí Fedor es digresivo, irregular y grandioso. Hay en él demasiados personajes, es demasiado largo, y sin embargo es un libro en el que solo por el hecho de que Dostoyevski deja en él suficiente lugar como para que entre cualquier cosa que surja, —hasta el mismo Espíritu Santo— lo convierte así, en lo que a mí concierne, en una novela menos acerca de la experiencia religiosa: de Dios, tanto en su presencia subterránea como en consternante ausencia».

Hay un momento brillante en este libro de despedida cuando Aliosha experimenta una especie de bendición integradora:

«su alma, desbordada de arrobamiento, sentía deseos vehementes de libertad y espacio ilimitado. La comba del cielo, engarzada de estrellas suavemente brillantes, se extendía vasta y abierta sobre él. Desde el cenit del horizonte, la Vía Láctea extendía sus dos brazos que cruzaban indistintamente el cielo. La noche fresca, tranquila e inmóvil envolvía la tierra. Las blancas torres y las doradas cúpulas de la catedral destellaban en un cielo zafiro. Las espléndidas flores del otoño en los canteros cercanos a la casa se durmieron esperando la mañana. El silencio de la tierra parecía fundirse en el silencio de los cielos. El misterio de la tierra se puso en contacto con el misterio de las estrellas.

»Aliosha se quedó en silencio mirando asombrado; de pronto se arrojó sobre la tierra. No sabía por qué la abrazaba. No podría haberse explicado a sí mismo por qué ansiaba tan irresistiblemente besarla, besarla toda, pero lo hizo llorando, sollozando, y mojándola con sus lágrimas, prometiéndole frenéticamente amarla, amarla siempre y para siempre. "Riega la tierra con lágrimas de tu alegría, y ama esas lágrimas", era el cántico que resonaba en su alma.

»¿Qué lo hacía llorar? Oh, estaba en gran éxtasis por aquellas estrellas que brillaban para él desde los abismos del espacio, y no se sentía avergonzado de ese arrebato. Era como silos finos rayos de luz de todos aquellos innumerables mundos de Dios se reunieran súbitamente en su alma, y ella quedase temblorosa al entrar en contacto con otros mundos.»

Para quien haya pasado por aquellas novelas anteriores como haciendo un aprendizaje, donde cada una de ellas buscaba alcanzar, aunque sin lograrlo, este sentido de la integración de Dios, la bendición de Aliosha reúne lo que el Diablo separa. Pero hasta un corto aprendizaje en el ministerio, en la Palabra —tratando de dirigirse a la gente en forma reverente— es calificación suficiente para apreciar el éxtasis.

Dostoyevski tuvo la intención de escribir una continuación. Quiso desarrollar la vida de Aliosha, como sucesor del príncipe Mishkin en la línea de los «tontos para Cristo», por medio de una madurez de santidad vocacional. Pero no la llegó a escribir. Murió dos meses después de completar Los hermanos Karamazov. Quizás sea mejor así. Esta clase de obra nunca está completa. En el mejor de los casos, solo plantamos semillas. Y morimos. Y esperamos la resurrección.

El epígrafe a Los hermanos Karamazov es: «De cierto, de cierto os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Jn.12.24).

Dostoyevski, el plantador de semillas: en los anaqueles de mi estudio hay seis «novela-semillas», lo único que queda de su vida y todavía hace una diferencia en la mía.

Dios y la pasión. Desdeñó lo trivial y buscó la yugular. No encajaba en la sociedad. Hizo un desastre de su matrimonio y sufrió mucho en el amor. Fue un jugador compulsivo. La epilepsia debilitó su capacidad de escritor. Pero creó. Vivió inmerso en la pasión. Vivió expectante de Dios. Y lo hizo vocacionalmente, haciendo de la pasión y de Dios un llamamiento espiritual.

Su literatura sigue realizando su obra y me hace volver al suelo de mi vocación, a mi mesa de trabajo, mientras trato de poner palabra tras palabra con honestidad; siempre que hago a mis visitas a las familias de la congregación, decido a avanzar paso a paso, en actitud de oración.

Por Eugenio H. Peterson. Usado con permiso de Leadership, 1990.

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