Sobre la Voz

Nuestra primera regla tocante a la voz es que no penséis demasiado en ella, sino recordad que la voz mas dulce no sirve de nada cuando no se tiene que decir, y por bien que fuera manejada, seria como un carro vacío con buenos tiros, a no ser que ministréis por su medio a vuestros oyentes verdades interesantes y oportunas. Demóstenes tuvo razón, a no dudarlo, al asignar el lugar de primera, segunda y tercera importancia a una buena elocución; pero ¿de qué vale ésta si el hombre no tiene nada que decir? Un hombre dotado de la más excelente voz, y a quien le falten conocimientos y un corazón ardiente, será «una voz clamando en el desierto;» O como dice Plutarco, «Voz y nada más.»

Semejante hombre bien podría lucirse en el coro, pero en el púlpito seria inútil. La voz de Whitfield, sin su fuerza de corazón, no afectaría más permanentemente a sus oyentes que el violín de Paganini. No sois cantores, sino predicadores; vuestra voz es de segunda importancia; no os parezcáis a muchos que se ocupan principalmente de ella, y la acarician de tal manera que llegan a considerarse enfermos al sentir la menor dificultad en su articulación. No hay necesidad que una trompeta sea de plata; bastará un cuerno de carnero: pero debe poder resistir un violento uso, porque las trompetas son para los conflictos de guerra y no para los salones de moda. Por otra parte, no dejéis de pensar debidamente en vuestra voz, porque su excelencia puede contribuir mucho a que logréis el objeto que esperáis conseguir. Platón hablando del poder de la elocuencia, hace mención especial del tono del orador. «Tan vivamente,» dice él, «resuenan en mi oído las palabras y el tono del orador, que apenas en el tercero o cuarto día, recojo mis ideas, y percibo en qué parte de la tierra estoy; y por algún tiempo me hallo dispuesto a creer que vivo en las islas de los bienaventurados.» Verdades preciosas en extremo, se pueden perder mucho de su mérito por ser expresadas en un tono monótono de voz. Una vez oí comparar a un ministro respetable que gruñía mucho, a una abeja silvestre metida dentro de un jarro, metáfora bastante vulgar sin duda, pero que expresa con tanta exactitud el sonido monótono, que me lo reproduce al vivo en este momento, y me recuerda la parodia sobre la Elegia de Gray, que dice: «Ahora se hace oscuro a la vista el asunto luminoso y todo el aire envuelve un silencio soporífero. Excepto donde el párroco zumba su discurso insulso, y cencerreos soñolientos arrullan los rediles dormidos.» Qué lástima que un hombre que de corazón predicaba doctrinas tan preciosas, y en el lenguaje más a propósito, hubiera cometido suicidio ministerial haciendo uso de una sola cuerda, aunque el Señor le había dado un instrumento de muchas para que todas las tocase. ¡Ay! ¡ay! de aquella voz fastidiosa; zumbaba y zumbaba a semejanza de una piedra de molino, dando el mismo tono disonante, ya sea que su dueño hablase del cielo, o del infierno; de la vida eterna, o de la ira sempiterna. Podría ser por acaso un poco más alta o más baja según la extensión de la sentencia, pero su tono era siempre el mismo, es decir, una tierra yerma de sonido, una soledad horrible de habla, en la cual no había ningún alivio posible, ninguna variedad, ninguna música, nada, sino una monotonía penosa. Cuando el viento sopla por una arpa Eólica, toca todas las cuerdas, pero el viento celestial, al pasar por algunos hombres hace uso cíe una sola cuerda, y ésta es por regla general, la más disonante de todas. Tan sólo la gracia podría poner a los oyentes en estado de edificarse bajo el martilleo continuo de algunos predicadores. Estoy cierto que un jurado imparcial pronunciaría un veredicto de sueño justificable en muchos casos, teniendo en cuenta que el sonido que procede del ministro hace dormir por su monotonía fastidiosa. El Dr. Guthrie caritativamente atribuye los sueños de cierta congregación escocesa, a la mala ventilación de su templo; esto sin duda explica en parte esa costumbre de los oyentes, pero la causa más poderosa bien podría ser el mal estado de las válvulas de la garganta del predicador. Hermanos, en el nombre de todo lo sagrado, predicad con todas las campanas de vuestra torre, y no fastidiéis a vuestros oyentes con el ruido disonante de una pobre y cuarteada campana.

Cuando fijáis la atención en la voz, tened cuidado de no caer en las afectaciones habituales y comunes del tiempo actual. Apenas hay un hombre entre doce que hable en el púlpito como hombre, y esta afectación no se limita a los protestantes, pues el abate Mullois, dice: «En cualquier otro lugar los hombres hablan; hablan en el foro y en el tribunal; pero ya no hablan en el púlpito, sino por el contrarío, allá encontramos un lenguaje ficticio y artificial, y un tono falso. Se tolera en la iglesia este modo de hablar, sólo porque desgraciadamente es tan general allí; en otra parte no sería permitido. ¿Qué pensaríais de un hombre que conversara de un modo semejante en un salón? Por cierto que provocaría muchas risas. Hace algún tiempo había un guarda en el panteón, hombre de buena clase según sus ideas, el cual al enumerar las hermosuras del monumento, adoptaba exactamente el tono de muchos de nuestros predicadores, y nunca dejó de hacer reír a los visitadores, que se divertían tanto con su modo de hablar, como con los varios objetos de interés que les enseñaba. No se le debe permitir que ocupe el púlpito a un hombre que no tenga una elocución natural y libre; debemos desterrar sumariamente de dicho lugar, por lo menos, todo lo falso. En estos días de desconfianza, todo lo fingido se debe desechar, y el mejor modo de corregirse en este respecto, por lo que toca a la predicación, es el de escuchar con frecuencia a ciertos predicadores monótonos y vehementes, pues saldremos del templo tan disgustados, y con tanto horror de esta clase de elocución, que nos condenaríamos a un silencio absoluto antes que imitar a tales predicadores. Luego que abandonéis lo natural y lo real, perderéis el derecho de ser creídos, así como el de ser escuchados. Podéis ir a todas partes, a templos o a capillas, y encontraréis que casi todos nuestros predicadores tienen un tono santo para los domingos. Tienen una voz para la sala y el dormitorio, y otra muy distinta para el púlpito: de suerte que, sí no se encuentran con dos lenguas para pecar, si, las tienen prácticamente. Muchos hombres al subir al púlpito, se despojan de toda su personalidad, y se hacen tan rutineros como el bedel de la parroquia. Casi pudieran jactarse como el fariseo, de no ser como los otros hombres, más seria una blasfemia darle gracias a Dios por esto. Ya no son carnales, ni hablan como hombres, sino que adoptan una especie de quejido o gruñido, un ore rotundo, o algún otro ruido desagradable, para evitar por completo la impresión de que son naturales, y están hablando de la abundancia del corazón. Una vez puesta el alba, parece que se convierte ésta en la mortaja de la personalidad natural del hombre, y se cambia en afeminado emblema de lo oficial. Hay dos o tres modos de hablar con los cuales estáis familiarizados sin duda. No se encuentra ahora con tanta frecuencia como antes, el estilo severo, erudito, hinchado y pomposo que acabo de llamar el ore rotundo; pero se admira todavía por algunos. Cuando un ministro estaba una vez soplando al modo de una máquina que exhala vapor, un hombre que se hallaba en la nave dijo que le parecía que el predicador «se había tragado una bola de harina.» «No, Juan» le respondió su compañero, «no se la ha tragado, pero la tiene en la boca dándole de vueltas.» Puedo figurarme al Dr. Johnson hablando de esta manera en Bolt Court y de todos los hombres a quienes es natural este tono, procede con una grandeza olímpica, pero que no tenga lugar nunca en el púlpito ninguna imitación de él; si viene naturalmente, bien, pero remedarlo es traición a la decencia común; de igual modo toda clase de mímica en el púlpito me parece estrechamente aliada al pecado imperdonable. Hay otro estilo del cual os suplico que no os riáis. Se describe este método de pronunciación como femenino, carantoñero, delicado, sandio y yo no sé cómo indicarlo con más exactitud. Casi todos nosotros hemos tenido la felicidad de oír estas varías clases de tonos, y tal vez otros más extravagantes todavía. He oído muchas especies distintas, desde la voz rotunda a semejanza de la del Dr. Johnson, hasta la tenuidad del suave y elegante susurro; desde el bramido de los toros de Basan, hasta la nota más dulce de un canario. He podido seguir las huellas de algunos hermanos que van tras sus antepasados, es decir, sus antepasados ministeriales, aquellos de quienes primero aprendieron estos celestiales, melodiosos, santificados, hermosos, pero debo agregar con toda franqueza, detestables modos de hablar. El orden, a no dudarlo, de su genealogía, es el siguiente: Astilla que fue hijo de Ceceo, que lo fue de Sonrisa Afectada, que lo fue de Pisaverde, que lo fue de Afectación; o Vacilante que fue hijo de Grandioso, que lo fue de Pomposidad, el mismo que fue padre de muchos hijos. Recordad que cuando aun estos sonidos horribles son naturales, no los condeno: que cada criatura hable su propio idioma; pero el hecho es que de diez hombres que hablan estos dialectos sagrados, que espero serán pronto idiomas muertos, nueve usan un tono afectado y forzado. Estoy persuadido de que estos tonos y semitonos, y monótonos, son Babilónicos, y que no pertenecen al dialecto de Jerusalén, porque éste tiene un distintivo especial es a saber: que cada hombre tiene su propio modo de hablar, y que habla de la misma manera fuera del púlpito, que dentro de él. Nuestro amigo de la escuela de ore rotundo, cuyo distintivo es la afectación, nunca habló fuera del púlpito del mismo modo que lo hace dentro de él, y nunca dice en la sala en el mismo tono que emplea en el púlpito. «Quiere usted hacerme el favor de darme otra taza de té con azúcar.» Si lo hiciera así se pondría en ridículo, pero el púlpito tiene que sufrir lo peor de su voz que la sala no toleraría. Insisto en que las mejores notas, de que es capaz la voz de un hombre, se deben emplear en la predicación del Evangelio, y éstas son aquellas que la naturaleza le enseña que use en la conversación animada. Ezequiel sirvió a su maestro con sus facultades más musicales y melodiosas, de suerte que el Señor le dijo: «Tú eres a ellos como cantor de amores, gracioso de voz y que canta bien.» (33:32). Aunque esto, por desgracia, no sirvió de nada al corazón endurecido de Israel, que sólo el Espíritu de Dios pudo quebrantar, sin embargo, le convino al profeta anunciar la Palabra de Dios empleando el mejor estilo de voz y de modales.

Además, si tenéis algunas idiosincrasias de lenguaje, las cuales son desagradables al oído, corregidlas si os es posible. Dice Juan Wesley, «Tened cuidado de no retener nada torpe ni afectado, ni en vuestros gestos, ni en vuestro lenguaje, ni en vuestra pronunciación.» Se admite luego que el preceptor puede dar este consejo mucho más fácilmente que vosotros podéis ponerlo en práctica. Sin embargo, para jóvenes que están en la alborada de su ministerio, la dificultad no es insuperable. Los hermanos que vienen del campo, retienen en sus bocas algo de su dialecto rústico, recordándonos irresistiblemente los becerros de Essex, los cerdos de Berkshire o los redrojos de Suffolk. ¿Quién puede equivocar los dialectos de Yorkshire o Somersetshire, los cuales no son meras pronunciaciones provinciales, sino también tonos? Seria difícil descubrir la causa del hecho que nos consta con toda claridad, de que en algunos distritos de Inglaterra las gargantas de los hombres parecen que se obstruyen, como teteras que se han usado por mucho tiempo, y en otros resuenan como un instrumento de música de bronce, con un sonido metálico y desagradable. Estas variaciones de la naturaleza bien pueden ser hermosas en su tiempo y lugar oportunos, pero yo nunca he podido apreciarlas. De todos modos, debemos quitarnos un alarido penetrante y disonante que se parece al sonido hecho por tijeras mohosas; así también no podemos tolerar una enunciación indistinta e inarticulada, en la cual ninguna palabra es completa, sino que los nombres, los adjetivos y los verbos se hacen en una especie de picadillo. Igualmente reprensible es aquella habla lúgubre en la cual un hombre no hace uso de sus labios, sino imita a un ventrílocuo. Los tonos sepulcrales pueden preparar a un hombre para que sirva de comisario de entierros, pero Lázaro no se resucita con gemidos roncos. Uno de los modos más eficaces de mataros es el de hablar con la garganta en vez de hacerlo con la boca. Este mal uso de la naturaleza será castigado de un modo terrible por ella; evitad la pena con no caer en la falta. Puede seros útil que insista aquí en que luego que os encontréis deteniéndoos con frecuencia en la pronunciación de las palabras, os quitéis este hábito insinuante y pernicioso, lo más pronto posible. No hay necesidad ninguna de dicha costumbre, y aunque los que ya son victimas de ella nunca podrán romper sus cadenas, vosotros los que sois principiantes en la oratoria debéis rehusar llevar ese molesto yugo. Es necesario también deciros que abráis la boca al hablar, porque el inarticulado gruñido tan común entre nosotros, es el resultado, por regla general, de mantener la boca medio cerrada. Los evangelistas no escribieron en vano de nuestro Señor: «Y abriendo su boca, les enseñaba.» Abrid cuanto sea necesario las puertas por las cuales la verdad tan hermosa ha de salir. Además, hermanos, evitad el uso de la nariz como órgano de la elocución, porque las mejores autoridades están de acuerdo que tiene por objeto el que con ella se huela. Hubo un tiempo en que el retintín nasal era una cosa de mérito, pero en esta época de retroceso haríais mejor en obedecer las sugestiones de la naturaleza, dejando que ejecute la obra que le está encomendada, sin la intervención del instrumento formado para el olfato. Si acaso está presente un estudiante americano me ha de disimular que le llame la atención especialmente sobre esta observación. Evitad la costumbre de muchos que no pronuncian con claridad la letra «r,» pues esta falta no tiene excusa, y es muy ridícula en su efecto. A algunos hermanos pertenece la dicha de poseer un ceceo de la clase más atractiva y deliciosa. Esto tal vez es el menor de los males en caso de un hermano pequeño de estatura y encantador por naturaleza, pero arruinaría a alguien cuyo deseo fuera el de poseer la dignidad y la fuerza. Apenas puedo figurarme a Elías ceceando a Achab o a Pablo cortando lindamente sus palabras en medio del Areópago. Bien puede haber algo patético en tener los ojos débiles y llorosos y en detenerse en la pronunciación de las palabras; más todavía, admitimos que cuando estos distintivos resultan de una pasión ardiente, son sublimes; pero algunos los tienen por nacimiento y hacen uso de ellos con demasiada frecuencia, y puedo decir a lo menos, que no es necesario que los imitéis. Hablad así como vuestra naturaleza educada os sugiera, y lo haréis bien; pero tened cuidado de que ella sea cultivada y no ruda, grosera e inculta. Demóstenes como sabéis tenía mucho empeño en el cultivo de su voz y Cicerón, que era débil por naturaleza, caminó por muchos lugares de la Grecia a fin de corregir su modo de hablar. Preocupándonos de asuntos mucho más sublimes no seamos menos ambiciosos de tener el mejor éxito. Dijo Gregorio Nacianceno: «Quitadme todo lo demás, menos la elocuencia; y nunca me pesará haber hecho muchos viajes para estudiarla.»

Hablad siempre de tal manera que podáis ser oídos. Conozco a un hombre que pesa noventa kilos y que podría ser oído a una distancia de media milla; pero es tan desidioso en su modo de hablar, que apenas se le puede oír enfrente del coro. ¿Para qué sirve un predicador cuyas palabras no pueden ser oídas? La modestia debe inducir a un hombre falto de voz, a ceder su lugar en favor de otro más apto para la tarea de pregonar los mensajes del Rey. Hay hombres que hablan bastante alto, pero les falta la claridad en su pronunciación: sus palabras contienden entre si, se confunden y se estorban las unas a las otras. Pronunciar con claridad es cosa de mucha más importancia que la mera fuerza del aliento. Dad a una palabra la oportunidad de ser oída: no la destrocéis en vuestra vehemencia, ni la obscurezcáis en vuestra precipitación. Es detestable oír a un hombre robusto gruñir y hablar entre dientes, aunque sus pulmones tengan fuerza suficiente para dar las notas más altas; pero por otra parte, es necesario tener presente que por fuerte que sea la voz de un hombre, no se le oirá bien si no pronuncia cada palabra con claridad. Hablar con demasiada lentitud es cosa muy fastidiosa y que sujeta a los oyentes reflexivos a la enfermedad llamada «los horrores.» Es Imposible escuchar a un hombre que avanza sólo una milla en cada hora. Una palabra hoy y otra mañana, son como un fuego lento que sólo los mártires pueden soportar. Tampoco se puede justificar la costumbre de hablar con una rapidez excesiva; la de dar de gritos, y la de enfurecerse a semejanza de un loco: este estilo no tiene influencia, ni la tendrá nunca si no es en los idiotas, porque cambia lo que debe ser un ejército de palabras, en una masa confusa de silabas y del modo más eficaz inunda el sentido en diluvios de sonidos. A veces se oye a un orador enfurecido a quien le falta la claridad en su pronunciación, y cuya vehemencia le hace proferir sonidos de tal modo confusos, que haría recordar al que estuviera un poco retirado, estos dichos de Luciano: Un hombre gruñidor hace que su lengua profiera sonidos que no se asemejan a los humanos: se parecen al ladrido de un perro o al aullido de un lobo; al chillido lúgubre del mochuelo a media noche; al silbo de las serpientes; al bramido del león voraz; al estruendo de las olas que se estrellan contra los arrecifes de la playa; al bramido de los vientos en el bosque; y al estallido del trueno que surge de las nubes electrizadas: y todas estas cosas se parece a la vez.» Es una molestia que no se debe sufrir más de una vez, oír a un hermano precipitarse al modo de un caballo bronco que lleva pegado un tábano en la oreja, hasta que se agota su aliento y se ve precisado a detenerse para llenar de nuevo de aire sus pulmones; es con todo muy común y muy penosa la repetición de esta inexcusable falta en el mismo sermón. Haced pues pausas en tiempo oportuno, y precaveos de aquella asfixia producida por el esfuerzo de tomar aliento, que más bien inspira lástima para el orador desfallecido, que interés por el asunto de que está tratando. Vuestro auditorio no debe notar que respiráis: el acto de tomar aliento debe pasar tan inadvertido, como la circulación de la sangre. Es indecente hacer que las meras funciones animales referentes a la respiración, causen hiatos o interrupciones en vuestro discurso.

Por regla general, no empleéis toda la voz en vuestra predicación. Dos o tres hombres enérgicos bien conocidos nuestros, se hallan ahora sufriendo por su costumbre infundada de gritar a voz en cuello: se han irritado sus pobres pulmones e inflamándose su laringe, por sus gritos tan violentos de los cuales parece que no pueden prescindir. No cabe duda en que es bueno a veces «clamar a gran voz y no detenerse,» pero es preciso también tener presente como un consejo apostólico, las siguientes palabras: «No te hagas ningún mal.» Cuando los oyentes puedan oíros hablando vosotros a media voz, debéis economizar la fuerza superflua para cuando la hayáis de menester. «No malgastéis y no tendréis necesidad,» es un adagio que bien pudiera aplicarse tratándose de este asunto. Evitad una cantidad exagerada de sonidos altos. No hagáis doler a vuestros oyentes la cabeza, cuando lo conveniente seria hacer que les doliera el corazón. Cierto es que debéis procurar conservarlos despiertos, pero recordad que para esto no es necesario romperles el tímpano del oído. «El Señor no está en el viento.» El trueno no es relampagueo. El ruido no determina la facilidad con que oyen los hombres, al contrario, demasiado ruido ensordece el oído, produce reverberaciones y ecos, y así de un modo eficaz disminuirá la fuerza de vuestros sermones. Acomodad vuestra voz a vuestro auditorio: cuando estén presentes 20,000 personas, sacad todos los registros y dejad emitir al instrumento toda su fuerza; pero tened cuidado de no hacer lo mismo en un cuarto en el cual no puedan hacer más de 30 o 40. Siempre que yo entro en un edificio con el fin de predicar, calculo en el acto mismo cuanta voz sea necesaria para llenarlo, y después de decir unas cuantas palabras, fácilmente determino la elevación de la voz que me es menester. Si podéis hacer que oiga una persona sentada al otro extremo de la capilla; si podéis ver que él entiende lo que estáis diciendo, podéis estar seguros de que las que estén sentadas más cerca, os oyen, y de que no hay por lo mismo necesidad de emplear más voz; quizás bastará menos: observad y decidid. ¿A qué conducirla hablar de modo que se os oyera en la calle, siendo así que no había ninguno que en ella os escuchara? Aseguraos de que los oyentes más distantes, ya sea que estén adentro o afuera, puedan oíros fácilmente, y esto bastará. Quiero de paso hacer la observación de que siendo un deber de los hermanos compadecerse de los débiles, tienen siempre la obligación de atender con mucho cuidado a la fuerza de su voz en los cuartos de los enfermos, y en las congregaciones donde se sabe que hay muchos que lo están. Es una cosa muy cruel sentarse al lado del lecho de un enfermo y decir a gritos: «El Señor es mi Pastor.» Si obráis así, sin reflexión, el pobre paciente no podrá menos que decir luego que os despidáis de él: «¡Ay de mí! Cuando me duele la cabeza me alegro mucho de que ese buen hombre se haya marchado. El Salmo 23 que recitó es muy precioso y tranquilizador, pero él lo leyó asemejándose al trueno y al relámpago y casi me aturdió.» Recordad, mancebos y solteros, que susurros blandos le convienen más a un enfermo, que un tamborzazo o el disparo de un cañón.

Observad cuidadosamente la costumbre de variar la fuerza de vuestra voz. Antes la regla era esta: «Comenzad muy suavemente, subid poco a poco, y al fin emplead las notas más altas de vuestra voz.» Que todas estas reglas u otras semejantes sean abolidas, porque son fútiles y engañosas. Hablad en voz alta o baja, según las exigencias del sentimiento de que estéis poseídos: no os sometáis a ningunas reglas artificiales o caprichosas. Estas son abominables. El Sr. de Cormorin dice satíricamente: «Sed apasionados, tronad, enfureceos, llorad, hasta la quinta palabra de la tercera sentencia del párrafo décimo de la décima página. ¡Cuán fácil no seria esto, y más que todo, cuán natural!» Cierto ministro queriendo imitar a un predicador popular que no podía evitar la costumbre de principiar su sermón en voz tan baja que a nadie le era posible escucharlo, hacia lo mismo. Todos sus oyentes se inclinaban temiendo dejar de escuchar algo provechoso, pero sus esfuerzos eran inútiles, pues apenas podían discernir otra cosa que un murmullo santo. Si a este hermano se le hubiera dificultado hablar en alta voz, nadie le habría criticado; pero parecía muy absurda la introducción, cuando al corto tiempo mostraba la fuerza de sus pulmones llenando todo el edificio de sentencias sonoras. Si la primera mitad de su discurso no tenía importancia, ¿por qué no la omitía? y si tenía algún valor, ¿por qué no la pronunciaba con claridad? «Singularizarse,» señores, era el objeto principal del predicador: él había sabido que uno que hablaba por ese estilo, había producido grandes efectos y tenía esperanzas de rivalizar con él. Si alguno de vosotros se atreviera a cometer tal tontera con un objeto tan reprochable, desearía yo de todo corazón, que nunca hubiera entrado en este establecimiento. Os declaro con toda sinceridad, que la cosa llamada «Singularización,» es odiosa, porque es falta, artificial, engañosa, y por tanto despreciable. Nunca hagáis nada con el fin de causar efecto, sino detestad las artimañas de las almas pequeñas que sólo buscan la aprobación de los peritos en el arte de predicar. Esta clase de oradores es tan odiosa a un predicador sincero, como lo son las langostas al agricultor oriental. Pero estoy apartándome del asunto: hablad clara y distintamente desde el principio de vuestros discursos. La introducción de un sermón es demasiado interesante para ser dicha entre dientes. Proferiría confiadamente, y llamad a vuestro auditorio la atención desde un principio, por vuestra voz varonil. Por regla general, no principiéis hablando en la voz más alta, porque en tal caso se os exija por el interés creciente del sermón; pero sin embargo, procurad como ya os he dicho, hablar con toda claridad desde el principio del discurso. Bajad la voz aun hasta hablar quedo, cuando esto sea conveniente, porque los tonos suaves, premeditados y solemnes, no solamente dan descanso al oído, sino son muy a propósitos también para influir en el corazón. No dejéis de hacer uso de los tonos bajos, porque si los empleáis con fuerza, serán oídos también como si gritarais. No es necesario que habléis en voz muy alta para ser bien oído. Macaulay dice respecto de Guillermo Pitt: «Su voz, aun cuando bajaba a veces mucho, era oída hasta los bancos más distantes de la Cámara de los Comunes.» Se ha dicho y con razón, que la escopeta más ruidosa no es la que lleva una bala a la mayor distancia; al contrario, la descarga de un rifle hace muy poco ruido. No es el tono elevado de vuestra voz el que la hace eficaz, sino la fuerza con que la empleáis. Estoy cierto de que podría yo hablar bajo y de modo que se me oyera por todos los ámbitos de nuestro gran Tabernáculo; y estoy igualmente cierto de que podría desgañitarme gritando de tal manera que nadie pudiera entenderme. Sería muy fácil hacer la prueba aquí, pero tal vez el ejemplo no sea necesario, pues temo que algunos de vosotros seáis capaces de hacerlo con el mejor éxito. Olas de aire bien pueden estrellarse en el oído en una sucesión tan rápida, que no produzcan ninguna impresión traducible en el nervio auditivo. La tinta es necesaria para escribir; pero sí volteáis la botella de tinta sobre un pliego de papel, no le comunicáis ningún significado con esto. Lo mismo sucede con el sonido: este es como la tinta; pero se necesita no una gran cantidad, sino un buen uso de él, para producir una impresión inteligible en el oído. Si vuestra única ambición es la de competir con «Un hombre gigantesco dotado de pulmones de bronce, cuya garganta sobrepujaba la fuerza de 50 lenguas,» vocead a vuestro gusto, y llegad al Eliseo tan pronto como os sea posible; pero si queréis ser entendidos y útiles, evitaos el reproche de ser «impotentes y ruidosos.» Sabéis muy bien que los sonidos agudos son los más penetrantes: el grito singular usado por los que viajan en los desiertos de la Australia, debe su fuerza especial a lo agudo de él. Una campana se puede oír a mucha mayor distancia que un tambor; y lo extraño es que cuanto más musical sea un sonido, tanto mas penetrante será. Lo que se necesita no es golpear el piano, sino tocar diestramente las debidas teclas. Estaréis de consiguiente en entera libertad para bajar la voz con frecuencia, y así daréis descanso tanto al oído de vuestro auditorio, como a vuestros propios pulmones. Probad toda clase de métodos, desde el golpe dado con el formidable mazo, hasta la simple caricia. Sed tan suaves como un céfiro, y tan vehementes como un torbellino. En una palabra, sed lo que cada persona de sentido común, es cuando habla naturalmente: aboga con vehemencia, cuchichea confidencialmente, apela con tristeza o pregona con claridad.

Después de haber tratado ya de la necesidad de moderar la fuerza de los pulmones, establecía yo esta regla: modulad vuestros tonos. Cambiad con frecuencia la elevación de la voz, y variad constantemente su tono. Dejad que se oigan en sus respectivos turnos, el bajo, el tiple y el tenor. Os suplico que hagáis esto teniendo compasión así de vosotros mismos como de vuestro auditorio. Dios tiene misericordia de vosotros, y dispone todas las cosas de tal modo que quede satisfecha vuestra tendencia a buscar la diversidad: tengamos a nuestra vez piedad de nuestros semejantes, y no les fastidiemos con la monotonía de nuestros tonos. Es una cosa cruel sujetar el tímpano del oído de un semejante nuestro, a la pena de ser taladrado y barrenado con el mismo sonido por el espacio de media hora. ¿Qué modo más eficaz de volver a uno idiota o loco puede concebirse, que el zumbido constante de un escarabajo o de una mosca en el oído? ¿Qué facultad tenéis para cometer libremente semejante crueldad en las victimas desamparadas que asistan a vuestras monótonas predicaciones? La Naturaleza bondadosamente liberta con frecuencia a las desgraciadas víctimas del monótono predicador, del pleno efecto de los tormentos que éste causa, haciéndolas dormir. Empero como no es esto lo que deseáis, debéis evitarlo variando los tonos de vuestra voz. ¡Cuántos ministros se olvidan de que la monotonía hace dormir a sus auditorios Me temo que el cargo hecho por un escritor en la «Revista Imperial,» sea literalmente verdadero en cuanto a muchos de mis hermanos en el ministerio. Dice así: «Todos sabemos que el ruido del agua Corriente, o el murmullo de la mar, o el suspiro del viento meridional entre los pinos, o el arrullo de las palomas, produce una languidez deliciosa y soñolienta. Lejos de nosotros sea mejor que la voz de un predicador moderno se asemeja, ni aun en la cosa más mínima, a ninguno de estos sonidos; sin embargo, el resultado de una y otra cosa es el mismo, y hay pocos que puedan resistir a las influencias soporíferas de una disertación larga pronunciada sin la menor variación de tono o cambio de expresión.» En verdad el uso muy excepcional de la frase «un discurso despertador,» aun por los que están más familiarizados con esta clase de asuntos, implica que casi todas las arengas del púlpito tienden a hacer dormir. El caso es muy malo cuando el predicador deja a sus oyentes perplejos y comprimidos entre el texto que dice «velad y orad,» y el sermón que dice «dejaos dormir.» Por musical que fuera vuestra voz en si misma, si seguís tocando el mismo tono sin cesar, vuestros oyentes pronto percibirán que vuestras notas les agradan más de lejos que de cerca. Os exhorto en nombre de la humanidad, a que ceséis de entonar y empecéis a hablar de un modo natural. Si lo expuesto no es suficiente para convenceros, agregaré por estar tan profundamente interesado en este asunto, un argumento basado en vuestro propio bien. Si no queréis compadecer a vuestros oyentes, tened compasión al menos de vosotros mismos, recordando que así como le place a Dios en su sabiduría infinita, imponer siempre un castigo a todo pecado ya sea contra sus leyes naturales, ya contra las morales, así es castigada muchas veces la monotonía con aquella enfermedad peligrosa a que se le llama dysphonia clericorum, o en otras palabras, dolor clerical de garganta. Si algunos hermanos disfrutan el amor de sus feligreses en tal grado que éstos no tengan inconveniente ninguna en pagar una cantidad considerable para que sus pastores hagan un viaje de recreo hasta Jerusalén en tal caso se toma en bien de ellos una ligera bronquitis, de tal manera que mi argumento actual no les turbará su serenidad de ánimo; pero semejante suerte no me toca a mí, puesto que para mi la bronquitis quiere decir una molestia insoportable; y por tanto, adoptaría yo cualquier consejo racional para evitarla. Si queréis arruinar por completo vuestras gargantas, podéis hacerlo muy pronto y con mucha facilidad, pero si por el contrario, queréis conservarlas, ateneos a lo expuesto. He comparado muchas veces en este lugar, la voz humana con un tambor. Si el que toca el tambor siempre diera golpes en el mismo lugar del parche, éste pronto se agujerase; pero cuánto tiempo no le habría servido si hubiera variado algo sus golpes, haciendo uso de toda la superficie de la piel’. Lo mismo pasa con la voz de un hombre. Si hace uso siempre del mismo tono, gastará, digámoslo así, muy pronto aquella parte de la garganta que se emplea en producir la monotonía y se apoderará de él la bronquitis. He oído decir a los cirujanos, que la bronquitis de los disidentes difiere de la que se encuentra en la Iglesia de Inglaterra. Hay un acento particular eclesiástico, por decirlo así, que agrada mucho a los que pertenecen a la Iglesia Anglicana. Consiste en una especie de grandeza que parece haberse producido por un campanario situado en la garganta del predicador. Este da vueltas a las palabras en su boca, y después de haberlas volteado hacia abajo, las pronuncia de una manera muy aristocrática, teológica, clerical y sobrenatural. Bien, si un hombre que habla de este modo tan poco natural, no sufre con el tiempo de la bronquitis o de alguna otra enfermedad, es claro entonces que las enfermedades de la garganta se distribuyen de una manera enteramente arbitraria. Ya ni un golpe al modo de hablar que se encuentra entre los disidentes. No cabe duda en que a esta clase de defectos es debido el hecho de que tantos ministros se encuentren débiles de la laringe y del pulmón, y muchos de ellos desciendan pronto al sepulcro siendo todavía jóvenes. Si queréis conocer la autoridad sobre la cual se basa la amenaza que acabo de haceros, la encontraréis en la opinión del Sr. Macready, eminente actor trágico que merece nuestra atención más respetuosa, por considerar el asunto bajo un punto de vista enteramente imparcial y experimental. Dice: «Una garganta relajada es ordinariamente el efecto no de haber hecho un uso excesivo de aquel órgano, sino de haberlo usado mal: es decir, no se debe al hecho de haber hablado mucho tiempo, ni en alta voz, sino de haberlo hecho en voz fingida. No estoy seguro de que me entendáis en lo que voy a decir, pero es un hecho que no hay una persona entre 10.000, que al dirigir la palabra a una concurrencia de personas, lo haga en voz natural; y se nota esto especialmente en el púlpito. Yo creo que la relajación de la garganta es el efecto de habérsele esforzado mucho en producir tonos afectados, y que como consecuencia de esto se encuentra muchas veces mas tarde una grave irritación y aun ulceración. El trabajo de un día en el pulpito, es muy poco en comparación con el de uno de los personajes principales que figuran en la representación en uno de los dramas dc Shakespeare; y ni tampoco puede compararse la predicación de dos sermones, por lo que toca al trabajo, con el esfuerzo hecho por cualquier hombre de estado al pronunciar un discurso de importancia especial en las cámaras del Parlamento; y estoy seguro de que la enfermedad a que se le llama el dolor clerical de garganta, se puede atribuir generalmente al modo de hablar de los ministros, y no al tiempo empleado por ellos en predicar, ni a la violencia de los esfuerzos hechos por ellos. He sabido que varios de mis contemporáneos anteriores, sufren actualmente dolor de garganta; pero en mi concepto, no se puede decir que esta enfermedad sea común entre los actores eminentes en su arte. Se les exige con frecuencia a los actores y a los abogados, que hagan uso de su voz por mucho tiempo y con mucha fuerza, y no existe sin embargo ninguna enfermedad a que se le llame dolor de garganta de abogado, o bronquitis de actor trágico: y ¿por qué? Simplemente porque éstos no se atreven a servir al publico de una manera tan desaliñada, como algunos predicadores sirven a su Dios. El Dr. Samuel Fenwich, en un tratado popular sobre «Enfermedades de garganta y de pulmón,» ha dicho sabiamente: «Teniendo presente lo antedicho respecto de la fisiología de las cuerdas vocales, es claro que el hablar continuamente en el mismo tono, cansa a uno mucho mas pronto que cuando se varia con frecuencia la elevación de la voz, puesto que en aquel caso se usa un músculo, o cuando más una clase de músculos; pero en este último caso, se hace uso de varios músculos y así se ayudan mutuamente. De un modo semejante, un hombre que repite la acción de elevar su brazo en una dirección rectangular respecto de su cuerpo, se cansa a los cuantos minutos, porque sólo una serie de músculos soportan el peso; pero estos mismos músculos bien pueden obrar todo el día alternando su acción con la de otros sucesivamente. Por tanto, siempre que oímos a un ministro entonar la liturgia leyendo, orando y exhortando, y haciendo todo con los mismos gestos y con el mismo tono de voz, podemos estar enteramente seguros de que esta cansando sus cuerdas vocales diez veces mas de lo que es absolutamente necesario.»

Tal vez aquí deba yo reiterar una opinión que he expresado muchas veces en este lugar, y la cual me recuerda al autor que acabo de citar. Es ésta: si los ministros hablaran con más frecuencia, no se enfermarían tan fácilmente de la garganta y el pulmón. Estoy bien seguro de esto: se basa tal opinión en mi propia experiencia y en una observación algo extensa, y tengo la confianza de no estar equivoco. Señores el predicar dos veces en la semana no es muy peligroso; para mí, el hacerlo cinco o seis veces es cosa saludable, y aun predicar doce o catorce no me es perjudicial. Un vendedor ambulante al comenzar a pregonar sus coliflores y papas un día en la semana, se cansaría mucho; pero después de haber llenado las calles, las callejuelas y callejones con sus sonoros gritos por seis días consecutivos, no sufrirá de ninguna enfermedad de garganta que lo prive de proseguir su humilde trabajo. Mucho me agradó el encontrar que mi opinión de que el predicar rara vez es la causa de muchas enfermedades, fuese una cosa declarada así terminantemente, por el Dr. Fenwick diciendo: «En mi concepto todas las direcciones prescritas serán enteramente inútiles, sin el ejercicio diario y regular de la voz. Parece que nada tiende tanto a causar esta enfermedad, como el hablar rara vez y extensamente, alternando de ese modo el mucho trabajo con un largo descanso, como suelen hacerlo especialmente los ministros. Cualquiera que se fije este asunto por ligeramente que sea, entenderá pronto la razón de lo expuesto. Si un hombre u otro animal está destinado a hacer algún extraordinario esfuerzo muscular, se le sujeta a un ejercicio sistemático día tras día, con el fin de prepararlo debidamente para sufrir tal prueba, y así se le hace fácil la tarea que de otro modo le seria casi imposible ejecutar. Pero la generalidad de los ministros no hablan mucho, sino sólo un día de la semana; en los otros seis, casi nunca hacen uso de su voz en un tono más alto que el de conversación. Si un herrador o un carpintero se impusiera sólo ocasionalmente la fatiga propia del ejercicio de su arte, le faltaría muy pronto la fuerza necesaria para seguir trabajando, y perdería también su aptitud para ello. El ejemplo de los más célebres oradores del mundo, prueba las ventajas que resultan de hablar regularmente y con mucha frecuencia. Por esto aconsejaría yo a todos los que propenden a sufrir la enfermedad antedicha, que leyeran en voz alta una o dos veces en el día, haciendo uso de la misma elevación de voz que en el púlpito, y entendiendo especialmente a la postura del pecho y de la garganta, y a la articulación clara y propia de las palabras.» El Rev. Sr. H. W. Beecher es de la misma opinión, puesto que dice: «Los muchachos que venden periódicos nos ponen de manifiesto lo que el ejercicio en el aire libre puede hacer por el pulmón. Si un ministro pálido y débil de voz, que con dificultad puede ser escuchado por doscientos oyentes, tuviera que gritar en alta voz todo el día como lo hacen los muchachos referidos, ¿qué haría? Estos se paran en un extremo de la calle y hacen que su voz la recorra toda, a semejanza de un atleta que hace que la bola que arroja recorra toda la mesa de un boliche. Aconsejaríamos a los hombres que se están preparando para alguna profesión que requiera hablar, que vendieran mercaderías en las calles por algún tiempo. Bien pudieran los ministros jóvenes asociarse por algunos meses a los muchachos que venden periódicos, para que así sé acostumbraran a abrir la boca y para que robustecieran su laringe.»

Señores, otra regla muy necesaria es ésta: Acomodad siempre vuestra voz a la naturaleza de vuestro asunto. No os llenéis de júbilo al tratar de un asunto triste, ni por otra parte, hagáis uso de un tono doloroso, cuando el asunto os exija una voz alegre como si estuvierais bailando al son de una música angélica. No me detengo sobre esta regla, pero estad seguros de que es de la mayor importancia y de que si se observa fielmente, siempre conseguirá el predicador que se le preste atención, con tal por supuesto que el asunto lo merezca. Acomodad siempre pues, vuestra voz a la naturaleza de vuestro asunto, y sobre todo, obrad con naturalidad en cuanto hagáis. Cuando se le hizo a Johnson la pregunta de si Burke se parecía a Tulio Cicerón, contestó: «No, señor, se parece sólo a Edmundo Burke.» Abandonad para siempre toda sujeción servil a reglas o a modelos. No imitéis las voces de otros oradores, o si obedeciendo una propensión invencible, debéis imitar a alguno, tened cuidado de no ser émulos sino de las excelencias que en ellos sean notorias, y ningún mal resultará. Yo mismo confieso que me encuentro por una influencia irresistible, impulsado a imitar lo que oigo de tal modo, que un viaje que haga yo por la Escocia o por Gales, de dos o tres semanas, siempre afecta materialmente mi pronunciación y mi tono. Por mucho que me opusiera a esta tendencia, no me seria posible vencerla; y el único remedio, por lo que yo sé, es dejarla que acabe por una muerte natural.

Señores, vuelvo a repetir mi regla: haced uso de vuestra voz natural. No seáis monos, sino hombres; no seáis loros, sino hombres de originalidad en todas las cosas. Se dice que el mejor estilo de usar la barba, es aquel según el cual crece ésta por naturaleza, puesto que sólo así convendrá a la cara de uno, tanto en su color como en su forma. Vuestro propio modo de hablar será el que esté en armonía con vuestro modo de pensar y con vuestra personalidad. El comediante es para el teatro: el hombre cultivado en su personalidad santificada, es para el santuario. Si creyera yo que pudierais olvidar esta regla, la repetiría hasta el cansancio: sed naturales, sed naturales, sed naturales antes de todo y para todo. Os arruinaría inevitablemente cualquiera afectación de voz o cualquiera imitación del estilo del Dr. Pico-de-oro el teólogo eminente, o aun del de cualquier profesor o presidente de colegio. Os exhorto a que abandonéis por completo toda esclavitud de imitación, y a que os levantéis a la nobleza de la originalidad.

Debo añadir otra regla: esforzaos en educar vuestra voz. No rehuséis hacer todo lo posible por lograr este fin, teniendo presente lo que se ha dicho y con razón: ‘Por prodigiosos que sean los dones que la naturaleza prodiga a sus escogidos, no pueden desarrollarse ni perfeccionarse sino por medio de mucho trabajo y de mucho estudio.» Recordad a Miguel Ángel que trabajaba toda la semana sin desnudarse, y a Handel que gastaba todas las teclas de su clavicordio hasta ponerlas como cucharas, por su práctica incesante. Señores, después de esto, no hagáis mención de dificultades, ni de cansancio. Es casi imposible ver la utilidad de aquella costumbre de Demóstenes de hablar llevando piedrecillas en la boca; pero cualquiera puede entender cuán útil le fue arengar ante las olas tempestuosas de la mar, porque así aprendió el modo de conseguir la atención de un auditorio, por tumultuoso que fuera; y es claro también el por qué hablaba aquel mientras corría por una subida, pues así se robustecieron sus pulmones en extremo. La razón de esto es tan palpable, como lo es recomendable la abnegación así manifestada. Debemos hacer uso de todos los medios que estén a nuestro alcance para perfeccionar la voz, puesto que con ella hemos de difundir el Evangelio glorioso del Dios bendito. Tened mucho cuidado en pronunciar cada una de las consonantes con la mayor claridad, porque son las facciones y la expresión, digámoslo así, de las palabras. Seguid practicando hasta que podáis articular cada una de las consonantes con la mayor distinción; las vocales tienen su propio sonido, y así pueden expresarse por si mismas. En todo lo demás perteneciente a este asunto, poned en práctica una disciplina muy severa, hasta que venzáis vuestra voz y la tengáis domesticada como sí fuera un caballo perfectamente bien educado a la rienda. A los hombres de pecho angosto se les aconseja que hagan uso todos los días por la mañana, de los aparatos gimnásticos provistos por el colegio. Necesitáis pechos bien desarrollados, y debéis hacer todo lo posible por adquirirlos. No habléis con las manos en los bolsillos de los chalecos, debilitando así vuestro pulmón, sino enderezaos como lo hacen los cantores públicos. No os inclinéis sobre el púlpito, ni bajéis la cabeza sobre el pecho mientras estéis predicando. Que se inclinen vuestros cuerpos hacia atrás, más bien que hacia adelante. Aflojaos las corbatas y los chalecos, si es que os oprimen algo; dejad que los fuelles y los tubos tengan lugar amplío para obrar. Notad bien las estatuas de los oradores romanos o griegos. Observad el retrato de Pablo por Rafael, e imitad sin afectación ninguna, las posturas graciosas y a propósito allí representadas, porque ellas son las mejores para la voz. Buscad a un amigo que pueda deciros cuáles son vuestras faltas, o lo que seria mejor aun, dad la bienvenida a cualquier amigo que os vigile rigurosamente y os hiera sin piedad. ¡Qué grande bendición no sería tal crítico para un hombre sabio, y qué incomodidad tan insoportable para un necio! Corregios diligente y frecuentemente, o de otro modo caeréis en muchos errores sin saberlo: se multiplicarán los falsos tonos, y se formarán insensible-mente muchas costumbres desaliñadas. Por tanto, criticaos severamente y sin cesar. No tengáis en poco nada de lo que contribuya a haceros un poco más útiles. Pero no por esto, señores, degeneréis nunca haciéndolo todo para convertiros en pisaverdes del púlpito, pensando que los gestos y la voz son el todo. Me causa náuseas oír decir que hay hombres que emplean toda la semana en preparar un sermón cuya preparación principal consiste en repetir ante un espejo sus preciosas producciones. ¡Ay de este siglo, si los corazones destituidos de gracia tienen que ser perdonados en atención sólo a sus graciosos modales! Mejor sería que prevalecieran todas las vulgaridades del hombre más inculto, que las bellezas perfumadas de una cortesía afeminada. No os aconsejarla yo que fueseis fastidiosos en cuanto a vuestra voz, así como no os recomendaría que imitarais a aquel carácter ficticio de Rowland Hill con su anillo de diamante, con su pañuelo perfumado de esencias y con sus anteojos. Los hombres exquisitos no deben funcionar en el púlpito, sino en el mostrador de una sastrería, llevando ellos esta etiqueta: «Este estilo completo, incluyendo la hechura, $52.50.» Tal vez seria bien aquí hacer la observación de que los padres deben atender más a los dientes de sus niños, puesto que defectuosos dientes bien pueden impedir eficazmente a un hombre que hable con buen éxito. Algunos hombres cuya articulación es defectuosa, deben ponerse luego en manos de un dentista científico y de mucha experiencia, puesto que unos cuantos dientes artificiales, o tal vez alguna operación muy sencilla, seria para ellos una bendición permanente. Dice bien mi propio dentista en una circular: «Cuando se han perdido todos los dientes o aun algunos de ellos, resulta una contracción de los músculos de la cara y de la garganta; también se perjudican y se trastornan los otros órganos de la voz que dependen en gran parte de los dientes por su eficacia, y así se produce una rotura, una languidez o una depresión en el modo de hablar, como si la voz fuera un instrumento de música falto de una nota. Es en vano esperar que la sinfonía sea perfecta, y que el acento sea bien proporcionado y consistente por lo que atañe al tono y a la elevación de la voz, si hay en ella defectos físicos. En tal caso el hablar no puede menos de ser más o menos difícil, y ordinariamente el resultado será un hábito de cecear, o de bajar la voz demasiado rápida o repentinamente; y cuando los defectos sean muy graves, se encontrará una especie de murmullo o de gruñido.»

Cuando tales obstáculos existen y el remedio está a nuestro alcance, se nos exige valernos de él para hacernos así más útiles. Bien puede suceder que parezcan los dientes poco importantes, pero nunca debemos olvidarnos de que no hay cosa pequeña en una vocación tan elevada como lo es la nuestra. En lo que falta para concluir estas lecturas, haré mención de asuntos aun más insignificantes todavía, puesto que tengo la convicción profunda de que tales sugestiones sobre cosas pequeñas al parecer, pueden seros muy útiles evitándoos graves defectos en modo de hablar.

Finalmente, quisiera yo deciros unas palabras respecto de vuestras gargantas: Cuidadlas bien. Tened cuidado siempre en limpiarlas antes de comenzar a hablar, pero nunca lo hagáis mientras estéis predicando. Cierto hermano muy estimado, siempre habla por este estilo: «Mis queridos amigos ,-hem, hem este asunto hem, hem que vamos a tratar -hem, hem es muy interesante, y -hem, hem les suplico hem, hem -me prestéis vuestra -hem, hem -más fiel atención» Un joven predicador, deseoso de mejorar su de hablar, escribió al Sr. Jacob Gruber, pidiéndole consejos. Había formado la costumbre de prolongar sus palabras, especialmente cuando estaba excitado. El anciano le mandó la siguiente la siguiente lacónica contestación:-«Querido – ah – hermano- – ah – cuando – ¡ah! – estés – ¡ah! – para predicar -¡ah! – ten – ¡ah! – cuidado – ¡ah! – de no – ¡ah! – decir ¡ah! ¡ah! ¡ah! Soy – ¡ah! – ¡ah! – Jacobo – ¡ah! – Gruber – ¡ah!» Tomad mucho empeño en evitar tales defectos. Otros, dejando de limpiar su garganta, hablan como si estuvieran medio sofocados y quisieran expectorar: seria mejor hacerlo de una vez y no fastidiar a los oyentes repitiendo ruidos tan desagradables. El resollar y el resoplar apenas son cosas permitidas cuando el predicador tiene catarro, pero son desagradables en extremo, y si llegan a ser habituales, deben considerarse como grandes molestias. Vosotros me disimularéis el haber hecho mención de estos actos tan vulgares; pero es muy fácil que llamándoos ahora la atención sobre estos asuntos, de un modo tan claro y libre, pueda yo conseguir que os evitéis de muchas mortificaciones en lo sucesivo, y de muchos errores en cuanto al arte de hablar. Acabando de predicar, cuidad vuestras gargantas no envolviéndolas nunca estrechamente. Con bastante desconfianza me atrevo a daros este consejo como fruto de mi propia experiencia. Si algunos de vosotros tenéis bufandas de lana muy abrigadoras que os traigan tiernos recuerdos de vuestras madres o hermanas, conservadlas en el fondo de vuestros baúles, pero nunca hagáis uso de ellas envolviéndolas en vuestras gargantas. Si algún hermano quiere morir de catarro pulmonar, que use una bufanda grande en el cuello y se olvide de ella alguna noche en que haga mucho frío. El resultado será un catarro que le dure por toda su vida. Muy rara vez se ve a un marinero con el cuello envuelto. No, casi siempre lo tiene desnudo y expuesto a la intemperie. Usa un doblado, y si es que tiene corbata, es ésta muy chica y la usa casi suelta para que sople libremente el viento alrededor de su cuello. Creo firmemente en lo saludable de esta costumbre, y por catorce años la he practicado. Antes sufría yo muy a menudo catarros, pero durante este tiempo me han caldo muy rara vez. Si sentís la necesidad de alguna cosa más de lo que tenéis, dejad crecer vuestra barba: ésta es una costumbre muy bíblica, natural, varonil y benéfica. Uno de nuestros hermanos, aquí presente, ha tenido esta precaución por cuatro años, y dice que le ha servido de mucho. Se vio obligado a salir de Inglaterra por haber perdido su voz, pero se ha puesto tan robusto como lo era Sansón, sólo por dejar crecer su barba. Si alguna vez os encontráis enfermos de la garganta, consultad a un buen médico; o si no podéis hacerlo, atended según vuestro gusto a las sugestiones siguientes: Nunca compréis «Confites de Malvavisco,» ni »Pastilla de Brown,» ni «obleas para el pulmón,» ni Ajenjo, ni Ipecacuana, ni ninguno otro de los diez mil emolientes. Pueden serviros de algo por algún tiempo. Si queréis mejorar el estado de vuestra garganta, tomad de sustancias astringentes tanto cuanto pueda soportar vuestro estómago. Tened cuidado de no traspasar este limite, porque debéis tener presente el que es vuestro deber cuidar tanto el estómago como la garganta; y si el aparato de la digestión no está en corriente, ningún órgano del cuerpo puede estarlo. El sentido común os enseña que los astringentes deben ser útiles. ¿Habéis oído decir alguna vez que un curtidor haya cambiado una piel en cuero sólo por variarla en agua de azúcar? Tampoco le habría servido tolú, o ipecacuana, o melado. De ninguna manera; al revés, su efecto habría sido el contrario de lo que buscaba. Cuando el curtidor quiere endurecer y hacer fuerte una piel, la mete en una solución de corteza de encina o de otra sustancia astringente, la cual da solidez al material y lo fortalece. Cuando empecé yo a predicar en el Salón de Exeter, mi voz era muy débil para aquel local, tan débil como lo son las voces en general, y muchas veces se me acabó por completo cuando predicaba en las calles. Las cualidades acústicas del salón eran sumamente malas por ser excesivo lo ancho de él en comparación con lo largo, y tenía yo siempre a mano una copa de vinagre fuerte mezclado con agua, un trago del cual parecía darle a mi garganta nueva fuerza siempre que se cansaba y que la voz tendía a acabarse. Cuando se me pone un poco relajada la garganta, ordinariamente pido a la cocinera que me prepare una taza de caldo de res, tan cargado de pimienta cuanto pueda yo soportarla, y hasta ahora este ha sido mi remedio eficaz. Empero, teniendo presente el que no estoy habilitado para funcionar como médico, no me hagáis caso más que a cualquier otro curandero. Tengo la confianza de que la mayor parte de las dificultades que pertenecen a la voz en los primeros años de nuestro ministerio, desaparecerán más tarde, y el propio uso de ella llegará a ser tan natural como lo es un instinto. Quisiera yo animar a los que tengan empeño a que perseveraran. Si sienten la Palabra de Dios como si fuera un fuego en sus huesos, aun el defecto de tartamudear se puede vencer, y también la timidez cuyo efecto nos paraliza tanto. Cobra ánimo, hermano, persevera, y Dios, la naturaleza y aun la práctica, te ayudarán. No quiero deteneros por más tiempo, sólo os expresaré el deseo de que vuestro pecho, pulmón, traquea, laringe y todos vuestros órganos vocales, duren hasta que no tengáis más que decir.

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