Cuento de Pentecostés

Se acercaba la fiesta de Pentecostés y toda la iglesia andaba a las corridas organizando una celebración especial. Todo marchaba perfectamente, has



Se acercaba la fiesta de Pentecostés y toda la iglesia andaba a las corridas organizando una celebración especial. Todo marchaba perfectamente, hasta que a la señora del pastor se le ocurrió preguntarle al marido:

– «¿Decime, che, dónde quedó el Espíritu Santo?»

– «¿Cómo que dónde quedó?», preguntó asombrado el pastor, «¿acaso no lo tiene la comunidad?»

No, la comunidad no sabía nada.

Unos a otros comenzaron entonces a interrogarse:

– «¿Qué fue lo último que hicimos con esa llamita de vida? ¿La tiene usted, la tengo yo?» ¡No! ¿Pues entonces quien la tiene? «Ya se», recordó alguien de repente, «el consistorio (o comisión o junta directiva) la guardó bajo llave en el archivo para que nadie la robe y para que no se apague…»

– «¡Bien hecho!», exclamaron todos. Y allí se fueron hasta el armario, abrieron la cerradura y, ¡oh sorpresa!, la llamita se había apagado….

Tanto encierro le había quitado el aire que necesitaba para seguir ardiendo. Aquella celebración de Pentecostés fue una celebración triste en la ciudad de nuestra historia. Ni siquiera los cantos de los fieles, ni el mensaje elaborado del pastor lograron disimular la ausencia de la llamita. Durante un largo tiempo los miembros de la comunidad se preguntaron en qué habían fallado, por qué la llamita se había extinguido si ellos con tanto cuidado habían querido conservarla. Pero nadie parecía tener la respuesta…

Hasta que un domingo, algo muy lindo pasó en esa comunidad.
Fue como que volvía la vida…

Un miembro levantó sus ojos y vio justo frente a sí a un hermano a quien nunca había podido perdonar. Se puso en pie, se acercó a él y lo abrazó. Y la llamita de la fraternidad se encendió en el corazón de ambos.

Una anciana vio a los jóvenes que, desde el último banco acompañaban con palmas una canción, e intentó comprenderlos. Sus manos se unieron al ritmo alegre y brillaron sus ojos. Y renació en su espíritu el calor de la emoción.

Y un joven que entraba al templo se encontró con un abuelo que oraba en silencio. Y lo respetó, acompañó su oración y comprendió que en la
iglesia debe haber lugar para todos y que estar juntos es hermoso. Ese día percibió en su interior algo que no había sentido nunca antes. Era como un fuego que quemaba…

Una persona que nunca había prestado demasiada atención al sermón, que venía a la iglesia por tradición, escuchó al pastor y pensó: «no es tan loco esto de venir a la iglesia». Y sintió en su pecho el calor de una brasa que se encendía.

Otro miembro, al salir del culto, reparó en aquel niño que siempre jugaba allí los domingos y que parecía tan solitario. Y se detuvo y le preguntó cómo se llamaba y si necesitaba algo. Y también en su corazón comenzó a arder una llamita.

Un padre de familia decidió, desde entonces, apagar el televisor a la hora de cenar y comenzar la reunión familiar con una oración. Y aquella noche fue diferente y nació un nuevo calor en aquel hogar.

Alguien decidió invitar a sus vecinos a reunirse un día de semana para orar y leer de la Palabra de Dios. Hasta entonces no lo habían intentado. Y la llama no tardó en hacerse presente, avivando aquella iniciativa.

Una pareja se sintió movida a trabajar con los más necesitados de la zona. Hacía mucho que nadie se ofrecía. Y se reanimó el fuego de la solidaridad que amenazaba con apagarse.

Los miembros comenzaron a visitarse con más frecuencia y pronto quisieron reunirse no sólo los domingos sino también durante la semana. Cada encuentro se transformaba en una fiesta. Y surgió la llama de la hermandad, la camaradería y la comunión.

Pasó un año. Llegaba otra vez la fiesta de Pentecostés y la comunidad empezó a organizar nuevamente una celebración especial. Esta vez nadie preguntó por el Espíritu Santo. En cada corazón se había encendido una llamita y todos sabían ahora que para que ésta no mueriera no había que encerrarla nunca más.
Había que alimentarla todos los días con un combustible muy especial. Y, si a usted se le ocurre preguntarles con cual, seguramente le responderán como me respondieron a mi: «no se compra ni se vende se recibe cuando el alma está dispuesta y la vida presta a ofrendarse con amor».

El domingo de Pentecostés, un fuego intenso ardió en aquella comunidad.
¿Arderá también en la nuestra?
No si primero no se ha encendido en mi corazón ni en el suyo.



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