Declare el Favor de Dios

Debemos hablar palabras amorosas de aprobación y aceptación, palabras que animen, inspiren y motiven a nuestros hijos a alcanzar nuevas alturas.

Al hacer esto, estamos hablando bendiciones a sus vidas, estamos hablando abundancia e incremento, estamos declarando el favor de Dios en sus vidas.

Pero en demasiadas ocasiones, nos deslizamos a hablar palabras duras que critican a nuestros hijos, constantemente encontrando alguna falta en lo que nuestros hijos estén haciendo. “¿Por qué no puedes salir mejor en tus notas?” No dejaste bien el jardín. Vete a limpiar tu habitación, ¡parece un pocilga! No puedes hacer nada bien, ¿verdad?”

Palabras tan negativas causarán que nuestros hijos pierdan ese sentido de valor que Dios ha puesto dentro de ellos. Como padres, tenemos la responsabilidad ante Dios y la sociedad de entrenar a nuestros hijos, de disciplinarles cuando desobedecen, de amorosamente corregirles cuando toman malas decisiones, pero no debemos estar constantemente regañándoles.

Si usted habla continuamente palabras que desaniman y desalientan, antes de mucho tiempo usted destruirá la imagen propia de su hijo; y con sus palabras negativas, abrirá la puerta, permitiendo que el enemigo traiga toda clase de inseguridad e inferioridad a su vida. Millones de adultos hoy día están todavía sufriendo los efectos de las palabras negativas que les hablaron sus padres de niños.

Recuerde que si comete el error de constantemente hablar palabras negativas sobre sus hijos, usted está maldiciendo su futuro. Además, Dios le pedirá cuentas a usted por haber destruido su destino. Con la autoridad viene responsabilidad, y usted tiene la responsabilidad como autoridad espiritual sobre su hijo de asegurarse que se sienta amado, aceptado y aprobado. Usted tiene la responsabilidad de bendecir a sus hijos.

Además de eso, la mayoría de los niños desarrollan sus conceptos de quién es Dios y cómo es Él de la imagen que tienen de sus padres. Si su padre es malo, criticón y áspero, inevitablemente los hijos crecerán con una manera distorsionada de ver a Dios. Si el padre es amoroso, bondadoso, compasivo y justo, el hijo entenderá mejor el carácter de Dios.

Una de las razones por las que hablo tanto de la bondad de Dios es porque vi a mi padre ejemplificarla. Ninguna persona pudo haber representado mejor a Dios ante los hijos Osteen que mi papá. Aun cuando cometíamos un error o nos desviábamos, a la vez que mi papá se mantenía firme, también era amoroso y bueno. Él nos guiaba al camino correcto inmediatamente. Nunca usó tácticas ásperas para meternos de nuevo al camino; nos amó hasta corregirnos y aunque era un hombre muy ocupado, siempre tomaba tiempo para nosotros.

Nos animaba a hacer grandes cosas, a cumplir nuestros sueños. Solía decir: “Joel, no hagas lo que yo quiero que hagas. Haz lo que tú quieras hacer. Sigue tus propios sueños”.

Mi papá creía en mis hermanos y en mí. Nos decía que éramos grandes, aun cuando sabíamos que no lo éramos, se refería a nosotros como bendiciones aun y cuando sabíamos que no nos estábamos comportando como bendición.

Mi mamá y mi papá criaron cinco hijos en nuestra casa. De niños, no teníamos programas para niños como hoy en día los tienen en muchas iglesias, todos nos reuníamos en el mismo auditorio. Mi hermanita, April, y yo solíamos sentarnos en la primera fila de ese antiguo edificio donde cabían unas doscientas personas. Jugábamos al “gato” (o también conocido como “cruces y círculos”) durante toda la reunión. (Estoy confesando esto para que usted sepa que todavía hay esperanza para sus hijos. Yo no puse atención, y Dios me hizo un pastor. ¡Quién sabe qué hará con sus hijos!).

Mi papá estaría en la plataforma, y mi mamá nos tendría a nosotros cinco en una fila, mientras alzaba sus manos, alabando a Dios con sus ojos cerrados. Sin embargo, tenía la sorprendente habilidad, con todo y sus ojos cerrados, de saber cuándo nos estábamos portando mal.

Eso me asombraba muchísimo. ¡Creo que era mi primera experiencia con el poder sobrenatural de Dios! Veía a mi mamá para asegurarme que tenía cerrados los ojos antes de hacer algo para molestar a mi hermano, Paul. Sin perder un segundo, mi mamá bajaba lentamente una mano, con mucha gracia me tomaba el brazo, ¡y me daba un fuerte pellizco! Yo hubiera querido gritar pero sabía que lo mejor era no hacerlo. Y después, mi mamá levantaría de nuevo su brazo para continuar alabando al Señor.

Pensaba: Mamá, tienes un don. ¡Eso es sobrenatural!
Estoy bromeando (un poco), pero el punto es que mis hermanos y yo no éramos unos niños perfectos. Cometimos bastantes errores, pero mis padres nunca se fijaron demasiado en nuestras debilidades ni en los problemas. Siempre se enfocaban en las soluciones, constantemente nos decían que éramos los mejores niños del mundo, y crecimos sintiéndonos seguros, sabiendo que nuestros padres no sólo se amaban, pero nos amaban y creían en nosotros, y nos apoyarían pasara lo que pasara. Sabíamos que nunca nos criticarían ni condenarían, pero siempre creerían lo mejor de nosotros.

Como crecí con la aceptación y aprobación de mis padres, ahora, siendo padre yo, estoy practicando la misma clase de cosas con mis hijos. Estoy hablando palabras de bendición a sus vidas que pasarán de generación a generación, y yo sé que mis hijos transmitirán la bondad de Dios a sus hijos, y así sucesivamente.

Una de las primeras cosas que hago al ver a mi hijito Jonathan en la mañana, es decir: “Jonathan, eres lo mejor, hombre”. Constantemente le estoy diciendo: “Jonathan, tú eres el regalo de Dios para Mamá y para mí, te amamos; estamos orgullosos de ti; siempre te apoyaremos”. Le digo a nuestra hija, Alexandra, la misma clase de cosas.

Antes de que se vayan a la cama, les digo a nuestros dos hijos: “Papi siempre será tu mejor amigo”. Victoria y yo siempre les estamos diciendo: “No hay nada que no puedes hacer. Tienes un futuro emocionante ante ti. Estás rodeado del favor de Dios. Todo cuanto toques prosperará”.

Victoria y yo creemos que tenemos tanto una oportunidad como una responsabilidad de hablar las bendiciones de Dios a nuestros hijos ahora, mientras están pequeños. ¿Por qué esperar hasta que sean adolescentes, o estén en sus veinte años y por casarse, para comenzar a orar que las bendiciones de Dios llenen sus vidas? No, estamos declarando las bendiciones de Dios sobre ellos todos los días de su vida. Y tenemos la plena convicción de que nuestras palabras impactarán a nuestros hijos mucho después de que hayan crecido y tengan sus propios hijos.

¿Qué está dejando usted a la siguiente generación? No es suficiente sólo pensarlo; tiene que hablarlo. Una bendición no es una bendición si no se habla y sus hijos necesitan oírle palabras como: “Te amo. Creo en ti. Pienso que eres especial. No hay nadie como tú. Eres único”. Necesitan escuchar su aprobación; necesitan sentir su amor; necesitan su bendición.

Sus hijos pueden estar ya grandes, pero eso no debería detenerle de tomar el teléfono para hablarles y animarles, decirles que está orgulloso de ellos. Quizá usted no practicó bendecir a sus hijos mientras crecían, pero no es demasiado tarde; comience a hacerlo ahora mismo.

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