El dolor del hijo pródigo

Si usted se encontrara con mi hija hoy por la calle o en un centro comercial de la gran ciudad donde vive, vería a una joven de 25 años, atractiva, de 1,75 m de estatura, de cabello oscuro, con un espíritu abierto y segura de sí misma. Vive en forma independiente, sirve al Señor en su iglesia y ayuda a jóvenes menos privilegiadas en su tiempo libre.

Nada dejaría traslucir que, cuando ella tenía la edad de esas adolescentes, a partir de la escuela media y hasta fines de la escuela superior, estuvo enemistada con el mundo. En algún momento, cerca del sexto grado, decidió oponerse a las normas: vestirse al estilo «punk» (esto fue a principios de la década del 80), discutir con sus padres sin darles tregua, hacer preguntas chocantes en la escuela dominical, dejar de hacer los deberes y, con el paso del tiempo, experimentar con marihuana.

En un momento dado, estaba tan preocupado por lo que pensaría la congregación que presenté mi renuncia. «Sé que las cualidades bíblicas de un anciano en la iglesia incluyen la habilidad de manejar bien su propio hogar», le dije a la junta, «y yo no estoy seguro de seguir estando calificado para ocupar este puesto».

«Mi padre era pastor», dijo un primer hombre. «Mi hermana causó una gran cantidad de problemas en el hogar. Creo que entiendo su dolor»

Otra persona continuó: «Pastor, el hecho que esté ocupándose del problema de su hija es evidencia de que en verdad está manejando su hogar». La junta decidió que debería permanecer.

Finalmente llegó el día en que mi hija cumplió 18 años, se graduó de la escuela secundaria y se lanzó a vivir por su cuenta. En los años que siguieron, el aconsejamiento le ha ayudado a apagar su enojo interior, sentirse mejor acerca de sí misma y estar en paz con Dios. Ha vuelto a entablar amistad con su madre y su padre. Cuando hablamos por teléfono o nos visita para las fiestas, es un tiempo de gozo y cariño.

¿Qué aprendimos mi esposa y yo en el proceso?

Es aceptable ventilar el dolor con confidentes leales.

Si bien al comienzo nos cuidamos de no dejar asomar nuestro problema, con el tiempo no pudimos soportarlo; y las perspectivas que logramos fueron muy valiosas.

Los consejeros desempeñaron un papel benéfico al ayudarnos. Además, finalmente invité a almorzar a un laico que había tenido a tres de sus hijos en rehabilitación por uso de drogas.

—Jorge— le dije con mucho nerviosismo, —espero que no me pierda el respeto por esto, pero tengo un problema con mi hija…

No suspiró, escuchó y me dio su consejo sabio.

Cuando compartí mi dolor con otros pastores, ellos fueron uniformemente misericordiosos y suaves. Para mí fue humillante, pero al final me beneficié de ello.

No se rebaje al nivel de su hijo/a.

Si bien los adolescentes están a menudo metidos en su mundo y sólo piensan en sus propios sentimientos, los adultos deben asumir una visión más amplia. Un día me di cuenta de que el más adolescente en nuestro hogar no era mi hija sino yo: había abandonado mi papel de padre y me había transformado en otro adolescente más. Tenía tanto afán en controlar la situación, que me había olvidado de que mi función principal era la de sustentar y guiar.

Si no volvía a tratarla con respeto, sin importar lo que hiciera o dijera, la espiral descendente no tendría fin.

No fuerce la conformidad.

Un domingo, mi hija tuvo una discusión con la maestra en medio de la escuela dominical para jóvenes. Regresó a casa diciendo: «Se acabó, no vuelvo nunca más a la iglesia. Nadie es auténtico, todo es falso».

Nos dio un escalofrío, pero un pastor mayor recomendó dejarla quedarse en casa. No valía la pena mantener nuestra imagen de familia pastoral a costa de aumentar su miseria y resentimiento. Nuestra hija dice ahora que esto la acercó más a nosotros, en lugar de alejarla.

Cambie el escenario de ser posible.

Un día feriado, durante una tormenta de nieve, la llevé a entregar un paquete de ropa y comida en una pequeña iglesia urbana que ministraba principalmente a grupos minoritarios y madres solteras. Esto pareció tocarle algo en el alma. Le agradó estar con gente a quien no le importaba su aspecto. Usar jeans estaba bien para el culto dominical allí. Se sintió segura y aceptada, tanto es así que regresó a visitar al pastor, su esposa y la iglesia más de una vez.

Nunca dude de la comprensión de Dios.

En uno de mis momentos más tristes, escuché el sermón de un amigo que mencionó la instancia en que su hija casi muere en un accidente de auto. Mientras escuchaba, me di cuenta de cuán poco me importaba si mi hija estaba viva o muerta. Entonces oré: «Perdóname, Dios, por estar absorbido en mí mismo. Tú la creaste y no te sorprendes de nada de lo que hace. Ayúdame a amarla nuevamente de la manera en que Tú lo haces».

No mucho tiempo después, Colosenses 1:27 asumió un nuevo significado para mí. Habla del misterio «que es Cristo en nosotros, la esperanza de gloria». Si Cristo realmente vivía dentro de mí durante esos días oscuros, Él era la esperanza que necesitaba de que un día toda esta confusión y pena terminaría y regresaría la gloria.

Tome un día —o, si es necesario, una hora— a la vez.

Esto no parecerá mucho, pero cuando uno lucha para seguir adelante, está agradecido por las pequeñas bendiciones. Aprendimos a dar gracias siempre que había un día sin una erupción.

A veces, hasta dividíamos el día en porciones más pequeñas. Si había paz durante el desayuno, nos regocijábamos. La hora del almuerzo o la de la cena podían ser todavía una tortura, pero por lo menos habíamos pasado una comida del día de manera tranquila.

Hoy mi esposa y yo estamos agradecidos de que el tumulto de esa época sea cosa del pasado y de que las comidas sin conflicto se hayan tornado en meses y años enteros de buena voluntad. No hace mucho, mi hija me regaló una copia de la autobiografía del General Norman Schwarzkopf It doesn»t take a hero (No es necesario ser héroe). En la primera página había escrito: «No es necesario ser héroe para ser un gran padre. Eres un héroe para mí. Te quiero mucho».

A veces recuerdo con tristeza que mi hija no tuvo una adolescencia más normal y feliz; pero recientemente ella me contó la situación desde su punto de vista: «Todo sucede por algún motivo. Dios nos llevó a ambos a un nivel de compasión que no teníamos antes. Me importa más la gente gracias a lo que pasó. No cambiaría mi pasado por nada en el mundo. En realidad estoy orgullosa de mí misma por haber luchado contra todo esto y haberlo transformado en algo bueno».

¿Sabe una cosa? Esta obstinada hija mía tiene razón.

Autor: Anonimo.

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