Jesus Calma la Tempestad

Jesús, después de haber efectuado la multiplicación de los panes, dio prisa a sus discípulos para que subiesen al barco y fuesen delante de Él a Bethsaida, de la otra parte de Galilea.

Marcos 4:35-41

Mientras Jesus oraba sobre el monte, ellos atravesaban el mar. ‘Siendo ya tarde, los vio «fatigados bogando; porque el viento les era contrario», y andando sobre el mar quiso precederlos. Los discípulos creyeron que era fantasma, se turbaron y dieron voces. El Señor, entonces, les habló diciendo: «Alentáos, yo soy, no temáis» y subiendo al barco «calmó el viento».

Este incidente impresionó a los discípulos, pues, según el mismo evangelista, «en gran manera estaban fuera de sí y maravillados». No era para menos: en el momento difícil del peligro tuvieron la oportunidad de apreciar la protección divina que Jesús les dispensó, guardándoles de todo mal.

Comencemos por reconocer que, al navegar en el mar de esta vida, necesitamos de la misma protección divina para librarnos de las consecuencias de las tormentas que nos sobrevienen.

El propósito de los apóstoles era atravesar el lago y llegar a Bethsaida, pero les era imposible

porque el viento les era contrario. As! el hombre, imaginando al hombre que desea llegar al buen puerto de la dicha y de la salvación eterna, tiene que experimentar la amarga verdad que muchísimas veces «el viento le es contrario»: que el empuje del viento de la adversidad, de la duda, de la tentación o del dolor, es superior a sus fuerzas y que, por lo tanto, necesita protección.

Brazos varoniles, adiestrados y potentes de pescadores como Pedro, Andrés, Juan y Jacobo impulsaban la barquilla y, sin embargo, llegado el momento crítico, Jesús los vio fatigados bogando.

En sus músculos, en su experiencia como hombres de mar y aun en su número, tenían una protección, pero era una protección insuficiente. Sus fuerzas cedieron y fatigados se encontraban a merced de las olas. En nuestra vida encontraremos una ayuda en todo lo nuestro que Dios nos ha dado pero, ¡ay de aquél que, rechazando al Señor, quiera confiar sólo en su propia fuerza, sea ésta física, moral o intelectual, para librarse de los males de este vivir! Conseguirá algo, sí, y esto será’ gastar sus energías contra enemigos tan invencibles como los elementos para los apóstoles en aquella ocasión. Sólo le restará, entonces, sucumbir en las profundidades del dolor.

He aquí este pensamiento expresado por el profeta Jeremías: «Así ha dicho Jehová: maldito el varón que confía en el hombre, y que pone carne por su brazo y su corazón aparta de Jehová. Pues será como la retama del desierto, y no verá cuando viniere el bien: sino que morará en las securas del desierto, en tierra despoblada y deshabitada.»

Penuria y congoja es la suerte del que sólo confía en sus fuerzas o en la de otros mortales, pero, en cambio ¡cuán diferente es la de aquél que se acoge al Todopoderoso para recibir de Él la protección! Del tal dice el mismo profeta: «Bendito el varón que se fía en Jehová, porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces y no verá cuando viniere el calor’, sino que su hoja estará siempre verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de hacer fruto.»

Volvamos ahora a nuestro episodio:
Cuando los apóstoles habían fracasado en su lucha contra el turbión, cuando bogando eran arrastrados por la corriente, cuando turbados por la aparición de lo que ellos creían un fantasma desesperaban de su suerte, apareció radiante y potente el Redentor que dirigiéndose a ellos les dijo: Alentaos, yo soy, no témáis. Y subió a ellos en el barco, y calmó el viento.

Las olas y la tempestad cedieron el lugar a la bonanza más completa, en las aguas y en el ánimo de los atribulados marinos, ante la presencia de Aquél que «domina los vientos, las nubes y el mar». Donde fracasaron los medios humanos, triunfó la bondad, poder y protección divina del Señor.

Siempre es así con los que saben confiar en el poderoso Salvador. En los momentos críticos de la existencia – Él aparece y concede su protección.

Fuerte y solícito acude

Jesús, y con gran bondad

Aborda la frágil barquilla,

Y calma la tempestad.

Libre de todo peligro,

Salvo, seguro y en paz,

Hoy con Cristo navega el marino

A eterna felicidad.

Podrán sobrevenir tormentas y males en la vida de los que están en Jesús pero nada ni nadie podrá quitar de sus corazones la gloriosa seguridad de llegar al puerto de la vida eterna.

Las promesas son abundantes y consoladoras. Si la pobreza llega a su hogar; si queda solo y abandonado en el mundo; si algún peligro le amenaza, si la enfermedad quisiera nublar su esperanza; si la tentación fuere recia y quisiera someterlo; si, en fin, vinieren sobre él tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez o peligro, hará más que vencer por medio de Aquél que le amó. Aun en los momentos más críticos que pudiéramos imaginar podrá repetir con confianza: «Aunque ande en valle de sombra de muerte no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo, tu vara y tu cayado me infundirán aliento».

Sepamos, pues, reconocer nuestra insuficiencia para protegernos de los sinsabores de la vida y confiemos en Cristo como nuestro eterno Protector. Sólo así descansaremos seguros.

Y cuando alguna tormenta se levante durante nuestro viaje hacia las mansiones celestes y el viento de la adversidad quiera tenaz impedir nuestra marcha, cuando las olas de la tentación, fieras y terribles parezcan querer tragamos, cuando densos nubarrones de dudas intenten cubrir el límpido cielo de nuestra esperanza, sepamos levantar nuestra vista y cerca, muy cerca de nosotros, veremos el semblante sereno y dulce de Jesús que, mirándonos con amor, nos dirá: «Alentaos, yo soy, no temáis», y entonces la calma bendita de su paz perdurará en nuestros corazones.

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