LA ELECCIÓN

«Mas nosotros debemos dar siempre gracias a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, por la santificación del Espíritu fe de la verdad, a lo cual os llamó por nuestro Evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo». (II Tesalonicenses 2:13,14).
Si no hubiera otro texto más que éste en la Sagrada Escritura, creo que estaríamos todos obligados a recibir y reconocer la veracidad de la grande y gloriosa doctrina de la eterna elección de la familia de Dios.


Pero parece haber en la mente humana un incorregible prejuicio contra ella; y aunque otras muchas doctrinas son recibidas con más o menos precaución o gozo por los que se dicen ser cristianos, ésta es la que más frecuentemente se excluye y se descarta. Predicar un sermón sobre la elección se consideraría en muchos de nuestros púlpitos como un horrible pecado, y delito de alta traición, porque no se podría pronunciar lo que bastantes llaman un discurso «de resultados prácticos». Pero yo creo que en esto yerran. Todo cuanto Dios ha revelado lo ha hecho con algún propósito, y no hay nada en la Escritura que, bajo el poder del Espíritu Santo, no pueda ser convertido en una predicación de resultados prácticos, porque «toda Escritura es inspirada divinamente, y útil» para cualquier fin espiritual. Es cierto que el tema de la elección no puede ser convertido en una plática sobre el libre albedrío eso lo sabemos nosotros perfectamente, sino en un provechoso sermón de la libre gracia; ya que cuando las verdaderas doctrinas del amor inmutable de Dios se aplican al corazón de santos y pecadores, sus efectos son de óptimos resultados. Confío en que esta mañana algunos de vosotros, que tembláis al solo nombre de «elección», os digáis: «Trataré de oír con imparcialidad; pondré de lado mis prejuicios, y me limitaré a escuchar lo que este hombre tenga que decir». No cerréis vuestros oídos diciendo que es «una doctrina muy elevada». ¿Quién os autorizó a juzgarla alta o baja? ¿Por qué tendréis que oponeros a la enseñanza de Dios? No olvidéis lo que les ocurrió a aquellos muchachos que se burlaban del profeta diciendo: »¡Calvo, sube!, ¡calvo, no sea que, encontrándoles vosotros defectos a las cosas de Dios, salgan como entonces las bestias dañinas del monte, y os devoren. Hay otros desastres además del manifiesto juicio del cielo; id con cuidado no caigan sobre vuestras cabezas. Desechad vuestros prejuicios; oíd tranquila y desapasionadamente; oíd lo que la Escritura dice, y si Dios se place en manifestar la verdad a vuestras almas, no os avergoncéis de confesarla. Declarar que ayer estabais equivocados no es más que reconocer que hoy sois un poco más sabios; y, en lugar de ser una censura contra vosotros mismos, es un galardón para vuestro discernimiento, y una muestra de vuestro progreso en el conocimiento de la verdad. No os avergoncéis de aprender, y de echar a un lado vuestras viejas doctrinas y opiniones, para quedaros con lo que más claramente veáis expuesto en la Palabra de Dios. Sin embargo, si lo que vamos a hablar no lo encontráis en la Biblia, os suplico, por amor de vuestras almas, que sea rechazado cuanto yo pueda decir, por más dignas de crédito que sean las fuentes que cite. Y si alguna vez Oís algo dicho desde este púlpito que no esté de acuerdo con la Sagrada Escritura, no olvidéis que la Biblia debe ser primero, y que el ministro de Dios ha de estar sujeto a ella. Para predicar no debemos erigirnos por encima de la Escritura, sino que la Palabra Santa ha de ser siempre nuestro dosel. Aun después de lo que os hemos predicado, todos nos percatamos bien de que el monte de la verdad es más alto que lo que alcanza nuestra vista; nubes y oscuridad rodean su cima, y no podemos distinguir su pico más elevado. De todas formas, trataremos de predicar según nuestro mejor saber y entender, pero como somos mortales, sujetos a error, os ruego que vosotros juzguéis: «probad los espíritus si son de Dios». Si después de una madura reflexión sobre vuestras dobladas rodillas os sentís guiados a rechazar la doctrina de la elección -cosa que considero completamente imposible, entonces olvidadla, no escuchéis a los que la predican; pero creed y confesad lo que veáis que es Palabra de Dios. No os puedo decir más a modo de introducción.

Así, pues, primeramente os diré algo sobre la veracidad de esta doctrina: «Dios os ha escogido desde el principio para salvación». En segundo lugar, trataré de probar que esta elección es absoluta: «Él os ha escogido desde el principio para salvación», no para santificación, sino «por la santificación del Espíritu y fe de la verdad». En tercer lugar, esta elección es eterna, porque el texto dice: «Dios os ha escogido desde el principio. En cuarto lugar, es personal: «Él os ha escogido». Luego, consideraremos los efectos de esta doctrina es decir, lo que ella produce; y finalmente, en la medida que Dios nos capacite, probaremos y examinaremos sus consecuencias, y por lo tanto veremos si es una nefasta y atrevida doctrina. La cogeremos cual una flor y, como la abeja, miraremos si hay algo de miel en ella; si podemos sacar algo bueno, o si todo es pura y simplemente malo.

1. Comenzaré tratando de probar que esta doctrina ES VERDADERA. Permitidme que lo haga, antes que con otro, con un argumento ad hominem. Os hablaré según vuestra postura y condición. Muchos de los que están aquí pertenecen a la iglesia anglicana, y me alegro de ver tantos entre nosotros. Aunque es cierto que de cuando en cuando hablo duro sobre la iglesia y el estado, a pesar de eso amo a la vieja iglesia, pues hay en esa denominación muchos ministros piadosos y santos eminentes. Sé que sois firmes creyentes en lo que los Artículos dicen que es ser sana doctrina; y acto seguido os daré una muestra de lo que indican referente a la elección, de forma que, si creéis en ellos, no podéis rechazar esta doctrina. Os leeré una porción del articulo 17, que habla sobre la predestinación y la elección:

«La predestinación para vida es el eterno propósito de Dios por el que ha decretado (antes de la fundación del mundo y por su consejo oculto a nosotros) liberar de la maldición y la condenación a aquellas personas que Él había elegido en Cristo, trayéndoles por Este salvación, como vasos hechos para honra. Por lo que los que han sido dotados con tan excelente beneficio de Dios, cuando son llamados por su Espíritu según Su propósito, obrando Aquel a su tiempo, obedecen el llamamiento por gracia; son justificados gratuitamente; hechos hijos de Dios por adopción; conformados a su Unigénito Hijo Jesucristo; andan píamente en buenas obras, y, al final, alcanzan felicidad eterna por la misericordia de Dios.»

Así, pues, cualquier miembro de esa iglesia que sea un fiel y sincero creyente en ella, debe ser también un perfecto creyente en la elección. Es cierto que si lee otras partes del Ritual, encontrará cosas que son contrarias a la doctrina de la libre gracia, y completamente ajenas a la enseñanza de la Escritura; pero si mira los Artículos, tiene que darse cuenta de que Dios ha elegido a su pueblo para vida eterna. De todas formas, no estoy tan perdidamente enamorado de ese libro como podéis estar vosotros; y solamente he usado este artículo para demostraros que, si pertenecéis a la iglesia oficial de Inglaterra, deberíais, por lo menos, no poner objeciones a esta doctrina de la predestinación.

Otra autoridad humana que puede confirmar igualmente la doctrina de la elección, es el antiguo credo de los Valdenses. Si leéis esta declaración de fe, que nos llega de entre el ardiente fuego de la persecución, veréis que esos esforzados profesantes y confesores de la verdad cristiana habían recibido y abrazado firmemente esta doctrina, como parte de la verdad de Dios. De un viejo libro he copiado uno de los artículos de su fe:

«Que Dios salva de la corrupción y condenación a aquellos que Él ha elegido desde la fundación del mundo, no por su condición, fe o santidad que hubiera previsto de antemano en ellos, sino simplemente por su misericordia en Cristo Jesús su Hijo; dejando a los demás, según la irreprensible razón de su soberana voluntad y justicia.»

No es una novedad, pues, lo que yo predico; no son nuevas enseñanzas. Me gusta predicar estas poderosas y viejas doctrinas, llamadas por el sobrenombre de calvinismo, pero que son segura y firmemente la verdad de Dios revelada en Cristo. Si yo, buscando esta doctrina, me remontara en peregrinaje a los siglos pasados, vería padre tras padre, confesor tras confesor, mártir tras mártir, levantarse para darme la mano. Pero si, por el contrario, fuera pelagiano, o creyente en el libre albedrío, tendría que caminar siglo tras siglo completamente solo. Acá y allá podría encontrar herejes de no muy honorable condición que me llamarían hermano. Pero tomando estas cosas como norma de mi fe, veo la tierra de mis mayores poblada por mis hermanos, veo multitudes que creen lo mismo que yo, y reconocen esta doctrina como la religión de la misma iglesia de Dios.

Os mostraré, también, un extracto de la antigua Confesión Bautista. Nosotros lo somos también en esta congregación -la mayor parte al menos-, y nos gusta leer lo que nuestros propios antepasados escribieron. Hace aproximadamente dos siglos, los bautistas se reunieron y redactaron y publicaron sus artículos de fe, para poner fin a ciertas quejas sobre su ortodoxia, las cuales se habían extendido por doquier. Tengo en mis manos ese viejo libro -que he publicado recientemente- y puedo leer lo que sigue:

Articulo 3º: «Por el decreto de Dios, para manifestación de Su gloria, algunos hombres y ángeles son predestinados o preordinados para vida eterna por Cristo Jesús, para alabanza de Su gloriosa gracia; otros son dejados en sus pecados para su justa condenación, para alabanza de Su gloriosa justicia. Estos hombres y ángeles así predestinados y preordinados, son particular e inmutablemente designados, y su número tan exacto y definido, que no puede ser aumentado o disminuido. A aquellos que están predestinados para vida, Dios, desde antes de la fundación del mundo, según Su eterno e inmutable propósito y el secreto consejo de Su buena voluntad y deseo, los ha elegido en Cristo para gloria eterna por Su libre gracia y amor, y no por sus méritos o condición, u otro motivo que le haya movido a ello.»

Empero, por ser humanos estos testimonios que hemos citado, ninguno de los tres me importa un comino. No me preocupa lo que ellos dicen, ya sea en pro o en contra, sobre esta doctrina; sino que, simplemente, los he usado para confirmación de vuestra fe, y para mostraros que, a pesar de que me tachen de hereje e hipercalvinista, la antigüedad me respalda. Los tiempos pretéritos me defienden, y no me importa el presente. Concededme el pasado, y tendré confianza en el futuro. Dejad que el presente, como una pleamar, me llegue hasta la boca; no me preocupa. Aunque gran número de las iglesias de esta ciudad hayan olvidado los grandes y fundamentales doctrinas de Dios, no importa. Si un puñado de nosotros nos quedamos solos, resueltos a mantener la soberanía de nuestro Dios, y somos asediados por nuestros enemigos, e incluso, ¡ay! por nuestros propios hermanos, que debieran ser nuestros amigos y colaboradores, no importa, aunque sólo contemos con el pasado; la noble generación de mártires, las gloriosas huestes de confesores, son nuestro amigos; los testigos de la verdad nos defienden. Con ellos a nuestro lado, no diremos que estamos solos, sino que podremos exclamar: «He aquí, Dios ha reservado para sí siete mil hombres los cuales no han doblado la rodilla ante Baal». Pero nuestro mejor socorro es que Dios está con nosotros.

La única gran verdad es siempre la Biblia, y sólo la Biblia. Vosotros no creéis en otro libro que no sea éste, ¿verdad? Por lo tanto, si lo que vamos a hablar lo probara con todos y cada uno de los libros de la cristiandad; si pudiera traeros la Biblioteca de Alejandría, para ampararme en la autoridad de sus volúmenes, vosotros no le daríais más crédito a ellos que a lo que está escrito en la Palabra de Dios.

He seleccionado unos cuantos textos para leéroslos. Me gusta ser prolífero en mis citas, cuando temo que se pueda desconfiar de una verdad, a fin de que quede uno lo suficientemente sorprendido para que no haya lugar a dudas -si es que en realidad no se cree-. Así, pues, leeremos una serie de pasajes donde los del pueblo de Dios son llamados elegidos. Naturalmente, si hay elegidos, debe haber elección. De igual modo, si Jesucristo y sus apóstoles solían nombrar a los creyentes con el título de elegidos, debemos creer, lógicamente, que lo eran; de otra forma, esa expresión estaría desprovista de significado. Jesucristo dijo: «Y si el Señor no hubiese abreviado aquellos días, ninguna carne se salvaría; mas por causa de los escogidos que Él escogió, abrevió aquellos días ; porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y darán señales y prodigios, para engañar, si se pudiese hacer, aún a los escogidos»; «y entonces enviará sus ángeles, y juntará sus escogidos de los cuatro vientos, desde el cabo de la tierra hasta el cabo del cielo» (Marcos 13:20,22,27). «¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a Él día y noche, aunque sea perseverante acerca de ellos?» (Lucas 18:7). Hay otros muchos pasajes que podrían ser seleccionados en los que aparecen los términos «elegidos», «escogidos» «preordinados», «establecidos», o también, «mis ovejas», que (demuestran que el pueblo de Cristo era distinguido del resto de los hombres.)

No quiero importunaros más con los textos, ya que vosotros tenéis vuestras concordancias. En todas las epístolas vemos que los santos son llamados «los elegidos». En Colosenses encontramos a Pablo que dice: «Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos amados, de entrañas de misericordia». Cuando escribe a Tito, dice de si mismo: «Pablo, siervo de Dios, y apóstol de Jesucristo, según la fe de los escogidos de Dios Pedro se expresa en idénticos términos: «Elegidos según la presciencia de Dios Padre». Si vamos a Juan, vemos cuánto le gusta usar la misma palabra. Dice: «El anciano a la señora elegida»; y habla de nuestra «hermana elegida». También conocemos aquel pasaje en que está escrito: «La iglesia que está en Babilonia, juntamente elegida con vosotros». Ellos no se avergonzaban de ser llamados así en aquellos días, como tampoco tenían miedo de declararlo; pero, en nuestros tiempos, la palabra ha sido disfrazada con diversos sentidos, y ha habido quienes la han mutilado y desfigurado de forma tal, que la han hecho verdadera doctrina de demonios; he de confesarlo. Y otros, que se llaman a sí mismos creyentes, han ido a engrosar las filas del antinomianismo. Pero a pesar de todo esto, ¿por qué hemos de avergonzarnos nosotros si son los demás los que la pervierten? Amamos la verdad de Dios tanto cuando la ensalzan como cuando la ponen en el potro del tormento; y si hubiera algún mártir al que nosotros amáramos antes de ir al potro, más grande sería nuestro amor cuando le viéramos extendido en él. Y así, cuando la verdad divina es quebrantada en el tormento, no por eso la vamos a negar. No nos gusta verla en el suplicio, pero la amamos aún cuando es martirizada, porque podemos apreciar cuál debía haber sido su justa armonía si no hubiese sido atormentada y torturada por la crueldad y las invenciones de los hombres. Si leyerais las epístolas de los antiguos padres, veríais que siempre hablan del pueblo de Dios como «elegido». Igualmente, éste era el término más usual que empleaban para tratarse entre sí muchas de las primitivas iglesias cristianas, demostrando con ello que era creencia general el que el pueblo de Dios es elegido.

Así, pues, veamos ahora los textos que prueban positivamente esta doctrina. Abrid vuestras Biblias en el evangelio de Juan 15:16. Vemos aquí cómo Jesucristo ha elegido a los suyos, cuando dice: «No me elegisteis vosotros a mí, más Yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis del Padre en mi nombre, El os lo dé». También en el versículo diecinueve de este capítulo leemos: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; mas porque no sois del mundo, antes Yo os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo». Y ahora pasemos al capitulo 17:8,9: «Porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son». Leemos en Hechos 13:48: «Los gentiles, oyendo esto, fueron gozosos, y glorificaban la Palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna». Si queréis, podéis analizar este versículo tan sutilmente como podáis, pero no olvidéis que en el original se dice con claridad meridiana: «ordenados para vida eterna»; y nos traen sin cuidado los comentarios que se han hecho sobre él mismo por muy agudos que sean. Creo que casi no es necesario recordaros el capitulo ocho de Romanos, porque confío en que todos los conoceréis bien y, por lo tanto, ya sabréis lo que se dice en él. Pero de todas formas leeremos del versículo 29 al 33: «Porque a los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó. ¿Pues qué diremos a esto? Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que aún a su propio Hijo no perdonó, antes lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» No creo que sea preciso leer también todo el capítulo 9 de esta epístola. Mientras éste permanezca en la Biblia, nadie podrá jamás probar el arminianismo; y ni las más violentas y refinadas contorsiones de estos textos podrán exterminar de la Escritura la doctrina de la elección.

Leamos algunos versículos más. «(Porque no siendo aún nacidos ni habiendo hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección, no por las obras sino por el que llama permaneciese), le fue dicho que el mayor serviría al menor». Y en el 22 y 23: «¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar la ira y hacer notoria su potencia, soportó con mucha mansedumbre los vasos de ira preparados para muerte, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, mostrólas para con los vasos de misericordia que Él ha preparado para gloria?» Romanos 11:7: «¿Qué pues? Lo que buscaba Israel, aquello no ha alcanzado; mas la elección lo ha alcanzado, y los demás fueron endurecidos». En el versículo 5 del mismo capitulo leemos: «Así también, aún en este tiempo han quedado reliquias por la elección de gracia». Sin duda recordáis también 1Corintios 1:26-29: «Porque mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles; antes lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo flaco del mundo escogió Dios, para avergonzar lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, para que ninguna carne se jacte en su presencia». No olvidéis tampoco 1 Tesalonicenses 5:9: «Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por nuestro Señor Jesucristo». Y luego tenemos el texto que hemos leído al principio que creo es más que suficiente. Pero si vuestro recelo aún no ha desaparecido, y necesitáis más pruebas de la Escritura que os confirmen la veracidad de esta doctrina, podéis encontrar otras muchas buscándolas con tiempo.

Me parece, amigos, que esta abrumadora cantidad de testimonios debería hacer temblar a aquellos que se ríen de esta doctrina. ¿Qué diremos de los que tan a menudo la desprecian, y niegan su divinidad; de los que han injuriado su equidad, y osado desafiar a Dios llamándole todopoderoso tirano, porque ha escogido a muchos para vida eterna? ¿Puedes tú, contradictor, borrarla de la Biblia? ¿Puedes tú coger el cuchillo de Jehudí y seccionaría de la Palabra de Dios? ¿Serás como aquella mujer a los pies de Salomón que permitía que el niño fuese dividido en dos con tal de tener ella su parte? ¿Es que no está en la Escritura? ¿Y no es tu obligación, pues, reverenciaría, y reconocer humildemente lo que tú no comprendes, recibirla como cierta aunque no la entiendas? No intentaré defender la justicia de Dios al escoger a algunos y dejar a otros. No me toca a mi vindicar a mi Señor. Él había por sí mismo y dice: «Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo labró: ¿por qué me has hecho tal? ¿O no tiene potestad el alfarero para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para vergüenza?» ¿Quién es el que dirá a su padre: «¿por qué me has engendrado?»; o a su madre: «¿por qué me has traído al mundo?» ‘Yo soy el Señor; Yo formo la luz y creo la oscuridad; Yo, el Señor, hago todas las cosas.» ¿Quién eres tú, para que alterques con Dios? Tiembla y besa su vara; sé fiel e inclínate ante su cetro; no contradigas su justicia, ni acuses sus acciones ante tu propio tribunal, ¡Oh, hombre! Empero hay quienes dicen: «Es muy cruel por parte de Dios el elegir a unos y dejar a otros». Permitid, entonces, que os haga una pregunta: ¿Hay aquí alguien esta mañana que desee ser santo, que desee ser regenerado, y abandonar el pecado para vivir en santidad? Si alguno responde que sí, el tal es elegido. Pero habrá otro que quizá diga: «No; no necesito ser santo, ni me agrada la idea de tener que dejar mis pasiones y vicios». Y los que así habláis, ¿por qué os quejáis, pues, de que Dios no os haya escogido para eso? Porque si hubierais sido elegidos, no os habría gustado, según vuestra propia declaración; y hubierais respondido que no os importaba. ¿No reconocéis que preferís la embriaguez a la sobriedad, y la indecencia al decoro? Amáis los placeres mundanos más que la religión; ¿por qué murmuráis, entonces, de que Dios no os haya elegido para vivir en ella? Si la amáis, es que Él os ha escogido; y si no, ¿qué derecho tenéis a decir que Dios debía haberos dado lo que no os gustaba? Imaginaos que yo tuviera en mi mano algo que no fuera de vuestro aprecio, y decidiera regalarlo a determinada persona; ¿verdad que no os quejaríais por ello? No creo que fuerais tan necios como para protestar de que otro hubiera recibido lo que para vosotros no era de ningún valor. Por lo que habéis dicho antes, muchos no deseáis la religión; no queréis tener un corazón nuevo y un espíritu recto; no apreciáis el perdón de los pecados ni la santificación; no ansiáis ser elegidos para estas cosas; entonces, ¿por qué os doléis enojados? ¿por qué os quejáis contra Dios de que Él haya dado estas cosas, que para vosotros son como hojarasca, a los que ha elegido? Si os son preciosas y las deseáis, ahí están para vosotros. Dios da abundantemente a todos los que piden; pero, antes de nada, El pone el deseo en vuestro corazón; de otra forma jamás hubieseis querido. Si anheláis todo esto, Él os ha escogido para que lo tengáis; pero si no, ¿quiénes sois vosotros para censurar a Dios, cuando vuestro terrible deseo es el que os impide amar estas cosas; vuestro mismo yo, el que os hace odiarlas?

Suponed un hombre diciendo en la calle: «Qué lastima que no haya podido coger un asiento en la capilla para oír lo que ese hombre tiene que decir». E imaginaos que añade: «Odio al predicador, y su doctrina me es completamente intolerable; pero de todas formas me hubiera gustado entrar y sentarme». Esa manera de hablar es ilógica, ¿verdad? Debemos pensar que a ese hombre no le interesaba lo más mínimo lo que se tuviera que decir aquí. ¿Por qué, pues, tenía que quejarse de que otras personas tuvieran lo que él despreciaba? Si no amáis la santidad ni os gusta la virtud, y Dios me ha elegido a mi para darme estas cosas, ¿os ha ofendido Él por eso? «¡ Ah!, pero yo creía», dirá alguno, «que era que Dios escoge a unos para el cielo y a otros para el infierno.» Eso, amigos míos, es completamente distinto a la doctrina del Evangelio. El ha elegido a los hombres para el cielo mediante la santidad y la justicia. No se puede decir que haya simplemente escogido a unos para el cielo, y a otros para el infierno. Os ha elegido para santidad, si vosotros le amáis. Si alguno quiere ser salvo por Jesucristo, El le eligió para ser salvo. Os llamó para salvación si vosotros la deseáis sincera y ardientemente; pero si no, ¿por qué seréis tan absurdamente necios como para protestar de que Dios haya dado a otros lo que vosotros no queréis?

II. De esta forma, ya hemos visto algo sobre la doctrina de la elección, y ahora consideraremos brevemente que es una elección ABSOLUTA. Es decir: no depende de lo que nosotros somos. El texto dice: «Dios os ha escogido desde el principio para salvación»; pero nuestros oponentes opinan que Él escoge a los hombres porque son buenos, y que los elige en atención a sus diferentes obras. Y nosotros preguntamos: ¿En atención a qué obras es la elección de su pueblo? ¿Son aquellas que nosotros llamamos comúnmente «obras de la ley», actos de obediencia que la criatura puede hacer? Si son éstas, debemos deciros que si el hombre no puede ser justificado por las obras de la ley -como nos dice la Escritura-, lógicamente en modo alguno podrá ser elegido por ellas; si no puede ser justificado por sus buenos hechos, tampoco puede ser salvado por ellos. De manera que el decreto de la elección no puede haber sido dictado basándose en las obras.

«Bueno», dicen otros, «es que Dios los elige porque prevé su fe». Mas, si la fe la da Él, tampoco es sensato decir que los elija porque la ha previsto en ellos. Considerad este ejemplo:

Si hubiera en la calle una veintena de mendigos, y yo decidiera dar a uno de ellos un chelín, ¿podría alguien decir que yo escogí a ese en particular porque preví que lo aceptaría? Eso sería hablar sin sentido. De la misma manera, sería absurdo decir que Dios eligió a algunos porque conoció de antemano que habían de tener fe, que es el mismo germen de la salvación. La fe es un don de Dios. Toda virtud emana de Él. Por ser, pues, un don la fe, no puede ser la causa de la elección. La elección, estamos seguros, es absoluta; completamente aparte de cualquier mérito que los santos puedan tener después. Si hubiese alguno tan piadoso y entregado como Pablo, tan valiente como Pedro, o tan amante como Juan, ni aún así podría exigir nada de su Señor. Y no he conocido a ninguno, sea de la denominación que fuere, que crea que Dios le salvó porque previera en él cualquier virtud o mérito. Las mejores joyas que los santos puedan lucir, nunca serán de primera calidad si son labradas por ellos. Siempre hay algo de barro en ellas. La gracia más excelente que jamás podamos tener, tendrá en todo momento empañado su brillo por la mundanalidad. Y esto lo sentimos más acusadamente cuanto más puros y santos somos. Siempre debemos decir:

«Soy de los pecadores el mayor:

He aquí, por mí murió el Señor».

Nuestra única esperanza, nuestra única defensa, reposa firmemente en la gracia manifestada en la persona de Jesucristo. Y debemos rechazar y olvidar completamente que nuestras virtudes -que son dones de nuestro Señor, y la siembra de su mano derecha- pudieran haber sido la causa de su amor.

«Nada en nosotros merecía querencia,

Nada podía agradar al Creador

Más aún así nos demostró Su amor,

Porque pareció bueno a su Omnisciencia».

«Tendré misericordia del que tendré misericordia»; salva porque quiere salvar. Y si me preguntáis por qué me salvó a mí, solamente os diré: porque quiso hacerlo. ¿Había algo en mí que me diera algún valor ante los ojos de Dios? No, todo lo había desechado; no había nada recomendable en mí. Cuando Él me salvó, era yo el más abyecto, perdido y arruinado de todos los hombres; impotente por completo para ayudarme a mi mismo. Era ante su presencia como un bebé desnudo, y ¡cuán miserable me vi y me sentí ante Él! Si vosotros habéis tenido algo que os hiciera aceptables a Dios, yo jamás lo tuve. Y seré feliz de ser salvo por gracia, por pura gracia. No puedo jactarme de mis méritos, aunque vosotros podáis. Sólo puedo entonar:

«Desde el principio al fin, sólo la gracia

Ha ganado mi afecto, y guardado mi alma».

III. En tercer lugar consideraremos cómo la elección es ETERNA. «Dios os ha escogido desde el principio.» Y’ ¿puede alguien decirme cuándo fue el principio? No hace muchos años se creía que el principio de este mundo se remontaba a Adán; pero se ha descubierto que miles de años antes de que Dios moldeara al hombre, El preparaba el caos para hacer de él nuestra morada, poblándolo de diferentes clases de seres que murieron y dejaron tras sí la huella de Su obra y de Su prodigioso saber. Pero aquello no era el principio, porque la revelación nos había de una época muy anterior a cuando el mundo fue formado, de los días en que las estrellas fueron engendradas; cuando, como gotas de rocío de los dedos de la mañana, astros y constelaciones cayeron uno a uno de la mano de Dios; cuando de sus propios labios salió la palabra que puso en marcha este inmenso universo; cuando su brazo lanzó los cometas, como exhalaciones que surcan el firmamento, para encontrar un día su cielo. Retrocederemos a las edades remotas, cuando los mundos fueron hechos y los sistemas formados, pero aún no nos habremos acercado al principio. No habremos llegado al principio mientras no nos remontemos al momento en que el universo dormía en la mente de Dios, aún sin gestar; mientras no entremos en la eternidad donde Dios el Creador vivía solo, con todas las cosas latentes en El, con toda la creación descansando en su poderoso y prodigioso pensamiento. Podemos subir los siglos, como peldaños de una escalera infinita, sin llegar jamás al final. Podemos llegar, valga la palabra, a las eternidades; pero aún así no habremos llegado al principio. Nuestras alas se cansarían; nuestra imaginación se desvanecería; y aunque pudiera aventajar al majestuoso rayo en poder y rapidez, antes quedaría rendida que llegar al principio. Pero Dios eligió su pueblo desde el principio; cuando el proceloso éter aún no había sido agitado por el aleteo de un solo ángel; cuando el espacio no tenía límites, o más aún, cuando no existía; cuando reinaba universal silencio, y ni una voz o murmullo turbaba la solemne paz; cuando no había seres, ni movimiento, ni tiempo, ni nada excepto Dios, solo en su eternidad; cuando no había canciones de ángeles, ni presencia de querubines; mucho tiempo antes de que las criaturas hubieran nacido, o que las ruedas del carro de Jehová fueran formadas; aún antes, «en el principio era el Verbo», y en el principio el pueblo de Dios fue uno con el Verbo, y «en el principio Él los escogió para vida eterna». Nuestra elección es, pues, eterna. No me voy a entretener en demostrarlo; y solamente hemos visto estos pensamientos en beneficio de los principiantes, para que entiendan que querremos decir por elección eterna y absoluta.

IV. En cuarto lugar veremos cómo la elección es PERSONAL. De nuevo, también en esto, nuestros oponentes han tratado de derribar la elección, diciendo que es una elección de pueblos y no de personas. Pero el apóstol dice: «Dios os ha escogido desde el principio». Es el más pobre de los subterfugios decir que Dios no ha elegido a personas, sino a naciones; porque la mismísima objeción que se alza por elegir a aquellas, se alza también por elegir éstas. Y si no fuera justo escoger a personas, mucho más injusto sería hacerlo con pueblos, ya que éstos están formados por multitudes de aquellas; y elegir a una nación parece mayor delito -si es que la elección es un delito- que escoger a una sola persona. Ciertamente, escoger a diez mil debería considerarse peor que escoger a uno; distinguir a una nación del resto de la humanidad parece ser más extraño, en los hechos de la soberanía divina, que elegir a un pobre mortal y dejar a otro. Pero, de todas maneras, ¿que son las naciones sino hombres? ¿Qué son los pueblos, sino el conjunto de diferentes unidades? ¿No formamos la nación tú y yo, y ése y aquél? Si me decís que Dios escogió a los judíos, os diré que escogió a este judío, a ése, a aquél y al de más allá. Y si decís que escogió a Inglaterra, yo diré que escogió a ese inglés, a éste y a aquel otro. Así que, después de todo, es la misma cosa. La elección es personal, es necesario que lo sea. Cualquiera que lea este texto, y otros como éste, verá que las Escrituras hablan continuamente del pueblo de Dios considerándolo individuo por individuo, y los presenta como siendo el especial y particular objeto de la elección.

«Somos sus hijos por Su elección,

Los que creemos en Jesucristo;

La gracia santa aquí recibimos

Para una eterna salvación.

Sabemos que es una elección personal».

V. El quinto pensamiento es -porque el tiempo vuela demasiado aprisa y no me permite extenderme en estos puntos- que la elección produce BUENOS RESULTADOS. «Dios os ha escogido desde el principio para salvación, por la santificación del Espíritu y fe de la verdad.» ¡Cuántos hombres equivocan completamente la doctrina de la elección! ¡Y cómo arde y hierve mi alma al recordar los terribles males que ha ocasionado la perversión y adulteración de este maravilloso fragmento de la gloriosa verdad de Dios! ¡Cuantos hay que se han dicho a sí mismos: «Soy elegido», y se han dormido en su pereza y han seguido peor que antes! «Soy elegido de Dios», han dicho, y han hecho el mal a manos llenas. Después de decir esto han corrido prestamente a la impiedad: «Soy un hijo elegido de Dios, y no por mis obras; por lo tanto puedo vivir como mejor me parezca y quiera Oh, amados!, Permitidme que os amoneste solemnemente a que no llevéis la verdad hasta más allá de sus confines o mejor, que no la convirtáis en error; porque podemos pasar sus límites, y hacer, de lo que es para nuestro gozo y consuelo, una terrible mezcla para nuestra destrucción. Os digo que ha habido miles de hombres que se han perdido por tener una idea equivocada de la elección; son aquellos que han dicho: «Dios me ha elegido para el cielo y la vida eterna», pero han olvidado que está escrito también que Él los escogió «por la santificación del Espíritu y fe de la verdad».

Ésta es la elección de Dios: elección para santificación y para fe. Dios escoge a su pueblo para ser santo y creyente. ¿Cuántos de vosotros, pues, sois creyentes? ¿Cuántos de mi congregación pueden levantar la mano y decir que creen en El, que son santificados? ¿Hay alguno de vosotros que diga: «Soy elegido», mientras yo pueda recordarle cómo blasfemaba la semana pasada? Uno dirá: «Creo que soy elegido». Mas yo llamo la atención de tu memoria para que recuerdes algunas cosas poco honorables que hiciste durante los últimos seis días. Otro dirá también: «Soy elegido»; pero puedo mirarle a la cara y decirle: «¿Elegido?; tú eres el más maldito de los hipócritas; eso es lo que eres». Habrá otro que diga igualmente: «Soy elegido», mas ha olvidado el trono de la gracia y no ora.

¡Oh, amados!, no creáis nunca que sois elegidos a menos que seáis santos. Podéis venir a Cristo como pecadores, pero jamás como elegidos si no veis vuestra santidad. No interpretéis mal mis palabras; no digáis: «soy elegido», y creáis que aún es posible seguir viviendo en pecado. No puede ser así; los elegidos de Dios son santos. No son puros, ni perfectos y sin mancha; pero, considerando sus vidas en general, son personas santas; son marcados y distintos de los demás; y nadie tiene el menor derecho a considerarse elegido, sino es en su santidad. Puede serlo y continuar aún en tinieblas, pero no tiene derecho a creerlo; nadie lo ve, no hay evidencia de ello. El hombre puede vivir un día, pero hoy está muerto. Si vivís en el temor de Dios, tratando de agradarle y obedecer sus mandamientos, no dudéis que vuestros nombres hayan sido escritos en el libro de la vida del Cordero desde antes de la fundación del mundo.

Y, caso de que lo dicho hasta aquí sea demasiado profundo para vosotros, notad la otra señal de la elección: la fe. «La fe de la verdad.» Todo aquel que cree en la verdad de Dios y en Jesucristo, es elegido. Frecuentemente encuentro personas que tiemblan y se estremecen ante este pensamiento: «¡Oh, Señor!», dicen ellas; «¡y si yo no fuera elegido!» «He puesto mi esperanza en Jesús; es cierto que creo en su nombre y confío en su sangre; pero, ¡ay! ¿seré yo elegido?» ¡Pobre querida criatura!, no sabes mucho del Evangelio, o de otra manera no hablarías así, porque el que cree es elegido. Aquellos que son elegidos, lo son para santificación y fe; así, pues, si la tenéis sois de los elegidos de Dios. Podéis y debéis conocerlo, porque es de certeza absoluta. Si tú, como pecador, miras a Jesucristo esta mañana y dices:

«Nada traigo en mis manos a tu luz

Sólo vengo a abrazarme a tu cruz».

Eres elegido. No tengo miedo de que la elección espante a santos y pecadores. Hay clérigos que responden a quien les pregunta acerca de este tema: «No te preocupes por la elección». Pero los que así responden obran mal, porque la pobre alma no va a quedarse tranquila. Si quedase conforme, bien valdría la respuesta; pero continuará preocupada sin poder remediarlo. Contestadles, pues, que si creen en Jesucristo son elegidos. Si se entregan a El, son suyos A ti, al mayor de los pecadores, te digo esta mañana en su nombre que si te acercas a Dios sin ninguna obra por tu parte, y confías en la sangre y en la justicia de Jesucristo; si vienes ahora y depositas tu confianza en Él, eres elegido, has sido amado por Dios desde antes de la fundación del mundo: porque no podrías haber actuado de esa forma si Él no te hubiera dado la fuerza, y te hubiera escogido para hacerlo.

Así, pues, sois salvos y estáis seguros con solo descansar en él, desear ser suyos y anhelar su amor. Pero no creáis que alguien vaya a ser librado sin fe y sin santidad. No esperéis que algún extraño decreto escondido en la eternidad pueda salvaros, si no creéis en Cristo; ni imaginéis que escaparéis de la condenación si no tenéis fe y santidad. Esta es la más abominable y maldita de las herejías, la cual ha perdido a millares. No uséis la elección como almohada para dormir, porque podríais despertar en la condenación. No permita Dios que yo os ponga un mullido cojín para que descanséis cómodamente en vuestros pecados. ¡Pecadores!, no hay nada en la Biblia que pueda paliar vuestro pecado. ¡Oh, hombres y mujeres!; si estáis condenados, si estáis perdidos, no encontraréis en ella ni una gota de agua para refrescar vuestras lenguas, ni una doctrina que pueda disimular vuestras culpas; vuestra perdición será totalmente la paga de vuestro delito, merecida en gran manera porque no habéis creído y el que no cree es condenado. «Vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas.» «Y no queréis venir a Mí para que tengáis vida.» No imaginéis, ni por un momento, que la salvación excusa el pecado; ni os mezcléis dulcemente en la complacencia del pensamiento de vuestra irresponsabilidad. Sois responsables. Debemos reconocer ambas cosas. Es necesario que haya soberanía divina y responsabilidad humana. Es necesario que haya elección, pero también es necesario que acosemos vuestros corazones, que os demos la verdad de Dios; es necesario que os recordemos que, aunque está escrito: «En Mí está tu ayuda», también está escrito: «Te perdiste, oh Israel».

VI. Y, finalmente, consideraremos cuáles son las verdaderas y razonables tendencias de un recto concepto de la doctrina de la elección. En primer lugar, hablaremos de lo que los santos hacen movidos por esta doctrina bajo las bendiciones de Dios; y, en segundo lugar, lo que esta misma doctrina hace por los pecadores, si Dios la envía para bendecirles.

Yo creo que, para el creyente, la elección es una de las doctrinas más despojadoras de su amor propio para quitar toda confianza en la carne, o toda seguridad en lo que no sea Jesucristo. Cuán a menudo nos prendamos de nuestra propia justicia y nos adornamos con las falsas gemas de nuestras obras y virtudes. Decimos: «Seré salvo, porque tengo tal y cual evidencia». Pero no es eso lo que salva, sino la fe sola, sin nada más; esa fe en el Cordero que no tiene en cuenta las obras, pero que es el origen de ellas. Cuántas veces buscamos apoyo en cosas que no son nuestro Amado, y confiamos en algún poder distinto del que viene de lo alto. Así pues, si queremos evitar esto debemos considerar la elección. Detente, alma mía, y medita esto. Dios te amó antes de que tuvieras el ser; te amó cuando estabas muerta en delitos y pecados, y envió a su Hijo a morir por ti. El te compró con su preciosa sangre mucho antes de que tú supieras balbucear su nombre. ¿Puedes, entonces, ser orgullosa?

No conozco nada, nada en el mundo, que sea más humillante para nosotros que esta doctrina de la elección. Muchas veces he tenido que caer postrado ante ella cuando he intentado comprenderla. He agitado mis alas, y, cual águila, me he remontado al sol. Constante ha sido mi ojo y seguro mi vuelo; pero cuando he llegado cerca de Él, y aquel pensamiento

-«Dios os ha escogido desde el principio para salvación»-, se ha apoderado de mí, me he perdido en su resplandor, he sido cegado por su luz; mi alma ha temblado ante tan inescrutable idea, y ha caído deshecha y rota desde aquella cima de vértigo, diciendo: «Señor, yo no soy nada, yo soy menos que nada. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo?»

Amigos, si queréis ser humillados, estudiad la elección, porque ella os humillará por el poder del Espíritu Santo. El que sienta orgullo por su elección no es elegido; y aquel que se sienta humillado por ella, puede creer que lo es; porque tiene uno de sus más benditos efectos: que nos ayuda a todos a humillarnos delante de Dios.

La elección debería hacer al creyente muy temerario y muy osado. Ningún hombre es tan intrépido como el que se sabe elegido por Dios. ¿Qué le importa a él el hombre, si ha sido escogido por su Hacedor? ¿Qué le importa a él el compasivo piar de los pajaritos, cuando sabe que es águila real? ¿Qué le importará que el mendigo le señale, cuando sangre real del cielo corre por sus venas? ¿Temerá si todo el mundo se levanta contra él? Si toda la tierra se levanta en armas, el vive en perfecta paz, porque mora en el lugar secreto del tabernáculo del Altísimo, en el gran pabellón del Todopoderoso. «Soy de Dios», dice. «Soy diferente a los demás. Ellos son de una raza inferior. ¿No soy noble? ¿No soy aristócrata del cielo? ¿No está mi nombre escrito en el libro de Dios?» Así pues, ¿le preocupará el mundo? De ninguna manera: es como el león que no se inmuta por el ladrido del perro, y se ríe de todos sus enemigos; y si se le acercan, con sólo moverse los destroza. ¿Por qué se turbara por ellos? «Se mueve entre sus adversarios como un coloso; mientras enanos que andan bajo sus pies, le ignoran». Su cabeza es de hierro y su corazón de pedernal; ¿qué le preocupará del hombre? Si fuese silbado y despreciado por el mundo entero, podría sonreír y decir:

«El que ha hecho de Dios su amparo,

Hallará en Él la morada sin marro».

«Soy uno de sus elegidos. Escogido por Dios y estimado; y aunque el mundo me aborrezca, no tengo miedo.» ¡Ay de vosotros, acomodaticios!, algunos os doblaréis como los sauces. Hay pocos robles cristianos hoy día que puedan aguantar la tormenta; y os diré la razón: no tienen la confianza en ellos mismos de haber sido elegidos. Al hombre que sabe que lo es, su orgullo le impedirá pecar; no se humillará para hacer lo que los demás hacen. El creyente en esta verdad dirá: «¿Comprometeré mis principios? ¿Cambiaré mis doctrinas? ¿Me apartaré de mis ideas? ¿He de esconder lo que creo que es la verdad? ¡No!, y porque se que soy elegido de Dios, en los mismos oídos de los hombres hablaré de Su verdad, digan lo que digan». Nada hace a un hombre tan osado como el saber que es un escogido de Dios. No temblará ni se amedrentará, porque sabe que Él lo ha elegido.

Más aún, la elección nos hace santos. No hay cosa bajo la maravillosa influencia del Espíritu Santo que pueda hacer al cristiano más santo que el pensamiento de saberse elegido. «¿Pecaré yo, dice, después que Dios me ha escogido? ¿Seré un transgresor, considerando tanto amor? ¿Me apartaré al ver tan tierna misericordia y bondad? No, Dios mío; ya que Tú me has escogido te amaré y viviré para ti.

«Ya que Tú, mi Dios eterno,

Mi santo Padre te has hecho».

Quiero entregarme a ti y ser tuyo para siempre, por la elección y la redención, y consagrar solemnemente mi vida entera a tu servicio.

Y ahora, finalmente, unas palabras para el inconverso. ¿Qué te dice a ti la elección? Antes que nada tengo que deciros que os excuso. Sé que a muchos no os gusta esta doctrina, y no puedo censuraros por ello; porque yo mismo he oído decir tranquilamente a algunos que la predican que «no tienen una palabra que decir al pecador». Es lógico que os desagrade tal predicación, y os repito que, en ese caso, no sois vosotros los culpables de tal aversión. Animaos, tened esperanza, pecadores, porque hay elección. Lejos de desalentaros y descorazonaros, es verdaderamente risueño y esperanzador que la haya. ¿Qué pasaría si yo os dijera que nadie puede salvarse; que no hay ninguno ordenado para vida eterna?; ¿No retorceríais vuestras manos con desesperación, diciendo cómo nos salvaremos, pues, si no hay elegidos?» Mas yo os digo que hay multitud de ellos, incontables; hueste innumerable más allá de todo cálculo. Por lo tanto, ¡tened ánimo, pobres pecadores! Sacudid vuestro abatimiento; ¿no podrás ser tu elegido como cualquier otro, si hay una hueste innumerable? ¡Hay gozo y consuelo para ti! No solamente ten ánimo, sino ven y prueba al Señor. Recuerda que, si no fueras elegido, no perderías nada con ello. ¿Qué dijeron los cuatro leprosos? «Vamos pues ahora, y pasémonos al ejército de los sirios; si ellos nos dieren la vida, viviremos; y si nos dieren la muerte, moriremos». ¡Oh!, pecador, ven al trono de la gracia que elige. Puedes morir donde estás. Ve a Dios, y aún suponiendo que te rechazara, suponiendo que apartara tus manos implorantes -cosa imposible- con todo, no perderás nada; no serás más condenado de lo que eres ahora; y si lo fueras, tendrías al menos la satisfacción de poder decir a Dios, levantando tus ojos en el infierno: «Dios, te pedí misericordia y no quisiste concedérmela; Supliqué y lloré por ella, pero me la negaste». ¡Eso nunca podrás decirlo, pecador! Si vas a El, y se la pides, la recibirás; porque ¡aún no ha despreciado a nadie! ¿No te infunde esperanza esto? Y aunque hay un número determinado, todos los que la buscan pertenecen a él. Ve y busca la misericordia, pecador; y si fueras el primero en ir al infierno de todos los que la buscaron, di a los demonios cómo pereciste; di a los espíritus perversos que fuiste echado fuera después de haber ido a Jesús como un culpable pecador. Sabe, pecador; que ello deshonraría al Eterno -con reverencia a su nombre es más, y no permitirá tal cosa. Es celoso de su honor, y no puede dar lugar a que nadie hable así.

Y lo que es más, ¡pobre alma!, cree no sólo que no perderás nada con venir, sino que hay algo mucho mejor. ¿Amas la doctrina de la elección? ¿Estás dispuesto a aceptar su justicia? Di pues: «Sé que estoy perdido y lo merezco; y que si mi hermano es salvado, yo no puedo murmurar. Si Dios me destruye, soy digno de ello, pero si salva a los que están sentados a mi lado, a Él le es licito hacer lo que quiera con lo suyo, y yo no puedo sentirme ofendido por ello». ¿Podéis decir esto sinceramente desde lo más profundo de vuestro corazón? Si así es, la doctrina de la elección ha hecho su justo efecto en vuestro espíritu, y no estáis lejos del reino de los cielos. Habéis sido traídos a donde debíais estar, donde el Espíritu ha querido; y siendo así esta mañana, marchaos en paz; Dios ha perdonado vuestros pecados. No podríais sentir esto si no hubiereis sido perdonados. Es imposible tener esa sensación si el Espíritu de Dios no obrara en vuestros corazones. Alegraos, pues, de ello. Descansad vuestra esperanza en la cruz de Cristo. No penséis en la elección, sino en El. Jesús en el principio, después y por toda la eternidad.

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