La historia del zapallo

Las manos eran arrugadas y suaves, desgastadas por mil
inviernos y trabajos. Afanosamente rebuscaron en el viejo
bolsillo del delantal. Un parche


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Las manos eran arrugadas y suaves, desgastadas por mil
inviernos y trabajos. Afanosamente rebuscaron en el viejo
bolsillo del delantal. Un parche de tela sensiblemente
diferente impedía que escaparan por un agujerito
deshilachado. La mano las acarició con amor. Un puñadito de
vida y esperanza. Dos semillas en cada pocito –pensó,
por si falla alguna. La tierra negra y húmeda las recibió
suavemente como una cobija que abriga a un niño. Miro las
nubes en el cielo. En el horizonte el sol incendiaba el
atardecer. Posible seca, dicen. Se felicitó por haber
elegido aquel lugar, cerca del molino, por si la cosa se
complica. El asunto había empezado el fin de semana pasado.
Su nieta más pequeña, curiosa como el abuelo, las había
descubierto. Bien envueltas en papel de diario, en el fondo
de un armario.
-¿Qué es esto abuela?, había dicho.
– Son semillas. Ya las había olvidado. Son de un
zapallo que le regalaron al abuelo por una gauchada que una
vez le hizo a un vecino de la colonia. Estaba tan rico que
guardamos las semillas.
No hizo falta más. La alegría y el entusiasmo de la nieta
empujaron a esa abuela a rememorar y revivir los tiempos de
su juventud, la época de la chacra, el trabajo diario de sol
a sol. En unos instantes pasaron por su mente los hijos,
los nietos, los años malos, la pegada de una cosecha
histórica ¡Tantas cosas!, la mayoría de ellas asociadas a
esa tierra que ahora pisaba emocionada. ¡Si, todavía podía
sembrar! ¡Tenía esperanza! ¡Había algo que esperar! Recordó
las palabras de Dios al profeta Habacuc: “tú espera,
aunque parezca tardar, porque llegará en el momento
preciso… los malvados son orgullosos, pero los justos
vivirán por su fidelidad a Dios” (2.4). ¡Qué difícil
esperar, y al mismo tiempo qué hermoso! Ver la tierra
húmeda, el rocío por la mañana. Después los brotecitos,
luego las hojas crecer casi haciendo ruido con los primeros
calores del verano y la humedad de la lluvia generosa. Y la
promesa de las flores que a poco andar se transforman ya en
pequeñas frutitas que crecen y crecen. Y el tiempo pasó y
entre la selva de hojas grandes como boinas fueron madurando
los zapallos. Decenas de ellos. Los fueron cosechando y
compartiendo. Entre la abuela y la nieta habían provisto de
zapallo a varias familias y por muchos meses. Había uno
todavía que se destacaba, un zapallo enorme, hermoso, tan
pesado que hubo que buscar una carretilla para cargarlo.
– ¿Qué vamos a hacer con este abuela? -dijo la nietita
curiosa- es muy grande para una sola familia. Hasta
dividiéndolo en varios pedazos todavía queda grande.
– Pues muy simple –chiquita- éste será para la
‘familia grande’, lo vamos a llevar a la
iglesia, a la fiesta de gratitud que es dentro de poco.
– ¿Y eso cómo es abuela?
– Bueno, así como tu llevas la monedita para la ofrenda de
la escuela bíblica, una vez al año en la iglesia hacemos una
fiesta grande donde nos encontramos todos para dar gracias a
Dios por todo lo que EL nos da. Piensa que si pudimos tener
ese zapallal que tan bien nos vino fue gracias EL que nos
dio la tierra, las plantas, la lluvia, y sobre todo la vida
para que tú y yo hayamos podido hacer ese trabajito lindo de
sembrar, de cuidar y esperar. Es justo que demos gracias por
todo eso ¿no te parece?.
Y fue así nomás. Entre las flores, los pasteles, las tortas,
los choclos y un montón de cosas más, el gran zapallo se
destacaba en pleno culto de acción de gracias. Había en él
todo un símbolo de la fe y la esperanza. La fe necesaria
para sembrar esas semillas que parecían viejas, es también
la fe que hoy necesitamos para cultivar la Palabra de Dios
en nuestra vida, con nuestros hechos, acciones, trabajo. La
esperanza por la planta que crece es también nuestra
esperanza en el Reino de Dios, que aunque parezca tardar, no
dejará de dar frutos. La alegría de la nieta y la abuela,
todo el asombro por el resultado, todo el entusiasmo por
emprender la aventura de sentir la vida produciendo y dando
vida, son síntomas claros de la actuación renovadora del
Espíritu, haciendo reverdecer la vida gastada de la abuela y
asomándose travieso en la frescura de la nieta.
Por todo ello, la gratitud, porque todo nos es dado.

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