¿Me amas?

En el amanecer de la resurrección, lo que más nos sorprenderá será el hecho de que, mientras estuvimos en la tierra, no amamos a Cristo en la medida en que podríamos haberlo hecho. Este artículo nos ofrece el desafío de evaluar nuestro amor a Jesucristo a la luz de lo que significa el amor a él.

La pregunta de Jesús a Pedro en Juan 21.16 sigue vigente para nosotros hoy

Esta pregunta fue dirigida por el Señor Jesús al apóstol Pedro. «Una pregunta más importante que esta no puede hacerse. Han pasado casi veinte siglos desde que se pronunciaron estas palabras, pero aún hoy en día la pregunta es altamente provechosa y escudriñadora. La disposición para amar a alguien constituye uno de los sentimientos más comunes que Dios ha implantado en la naturaleza humana. Desgraciadamente, con demasiada frecuencia la gente vuelca sus afectos sobre objetos que no son dignos, ni valen la pena.

En este tiempo quiero reclamar un lugar en nuestros afectos para la única persona que es digna de los mejores sentimientos de nuestro corazón: el Señor Jesús, la persona divina que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros. Entre todos nuestros afectos, no nos olvidemos de amar a Cristo.

Este no es un tema para meros fanáticos o entusiastas, sino que merece la atención de todo cristiano que cree en la Biblia. Nuestro camino de salvación está estrechamente ligado al mismo. La vida o la muerte, el cielo o el infierno, dependen de la respuesta que demos a la pregunta sencilla y simple de: «¿Amas a Cristo?»

EL AMOR A CRISTO ES DISTINTIVO

El verdadero cristiano no lo es por el sólo hecho de haber sido bautizado. No lo es, tampoco, por el hecho de que un día a la semana —y muchas veces por rutina— asiste a los cultos de alguna iglesia o capilla y el resto de la semana vive como si no hubiera Dios. El formalismo no es cristianismo. Un culto ciego y una adoración rutinaria no constituyen la verdadera religión. A este propósito, la Biblia nos dice: «Porque no todos los que son de Israel son israelitas» (Ro. 9.6). La lección práctica que podemos aprender de estas palabras es bien clara y evidente: No todos los que son miembros de la Iglesia visible de Cristo son verdaderos cristianos.

La religión del verdadero cristiano está en su vida; es algo que siente en su corazón, y que otros pueden apreciar en su vida y conducta. Ha experimentado su pecaminosidad y culpabilidad, y se ha arrepentido. Ha visto en Jesucristo al Divino Salvador que su alma necesita y se ha entregado a Él. Ha dejado el viejo hombre con sus hábitos carnales y depravados y se ha revestido del nuevo hombre. Ahora vive una vida nueva y santa, y habitualmente lucha contra el mundo, la carne y el diablo. Cristo mismo es el fundamento. Pregúntesele en qué confía para el perdón de sus muchos pecados, y contestará: «En la muerte de Cristo». Pregúntesele en qué justicia espera ser declarado inocente en el día del juicio, y responderá: «En la justicia de Cristo». Pregúntesele cuál es el ejemplo tras el cual se afana para conformar su vida, y dirá: «El ejemplo de Cristo».

Pero por encima de todas estas cosas, hay algo que es verdaderamente peculiar en el cristiano; y este algo es su amor a Cristo. El conocimiento bíblico, la fe, la esperanza, la reverencia, la obediencia, son rasgos distintivos en el carácter del verdadero cristiano. Pero resultaría pobre esta descripción si se omitiera el amor hacia su Divino Maestro. No sólo conoce, confía y obedece, sino que también lo ama.

El rasgo distintivo del verdadero cristiano lo encontramos mencionado varias veces en la Biblia. La expresión, «fe en el Señor Jesucristo», es bien conocida de muchos cristianos. Pero no olvidemos que en la Escritura se nos menciona el amor en términos casi tan fuertes. El peligro del que «no cree» es grande, pero el peligro del que «no ama» es igualmente grande. Tanto el no creer como el no amar constituyen sendos peldaños hacia la ruina eterna.

Recordemos las palabras del apóstol a los Corintios: «El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema» (1 Co. 16.22). Según San Pablo no hay posibilidad de salvación para el hombre que no ama al Señor Jesús; sobre este punto el apóstol no admite ningún paliativo o excusa. Una persona puede no tener nociones muy claras y aun así salvarse; puede faltarle valor y ser presa del temor, pero aun así, como Pedro, salvarse. Puede caer terriblemente como David, y sin embargo levantarse otra vez. Pero si una persona no ama a Cristo, no está en el camino de la vida; la maldición todavía está sobre él; camina por el sendero ancho que lleva a la condenación.

Miremos lo que el apóstol Pablo dice a los efesios: «La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable» (Ef. 6.24). En estas palabras el apóstol expresa sus buenos deseos y su buena voluntad hacia todos los verdaderos cristianos. Sin duda alguna, a muchos de estos no los había visto nunca. Es de suponer que muchos de estos cristianos en las iglesias primitivas eran débiles en la fe, en el conocimiento y en la abnegación. ¿Con qué palabras designará el apóstol a los tales? ¿Qué dirá para no desalentar a los hermanos débiles? Pablo escoge una expresión general que exactamente describe a todo cristiano verdadero bajo un nombre común. No todos habían alcanzado el mismo grado en doctrina o en práctica, pero todos amaban a Cristo con sinceridad.

El mismo Señor Jesús dice a los judíos: «Si vuestro padre fuese Dios, seguramente me amaríais» (Jn. 8.42). Él vio cómo sus extraviados enemigos estaban satisfechos con su condición espiritual y con el hecho de que, según la carne, eran descendientes de Abraham. Él vio a estos judíos —tal como hoy ve a muchos ignorantes que profesan ser cristianos— que por el mero hecho de haber sido circuncidados y pertenecer al pueblo judío, ya se consideraban hijos de Dios. Jesús establece el principio general de que nadie es hijo de Dios, a menos que ame al Unigénito Hijo de Dios. Muchos que profesan ser cristianos harían bien en recordar que este principio se aplica tanto a ellos como a los judíos. Si no hay amor a Cristo, no hay filiación divina.

LA PREGUNTA CRUCIAL A PEDRO

Por tres veces el Señor Jesús, después de su resurrección, dirigió al apóstol Pedro la misma pregunta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» (Jn. 21.15-17). Con dulzura el Señor Jesús quería recordar al discípulo extraviado su triple negación. Pero antes de restaurarlo públicamente y ponerlo al frente de la Iglesia, el Señor exige una nueva confesión de fe. Observemos que no le hizo preguntas tales como las de: «¿Crees?», «¿Te has convertido?», «¿Está dispuesto a confesarme?», «¿Me obedecerás?», «¿Volverás a negarme?». Simplemente le preguntó: «¿Me amas?».

La pregunta, en toda su sencillez, era en extremo escudriñadora. La persona menos instruida podría entenderla; sin embargo, por simple y sencilla que fuera; era suficiente para probar la realidad de la profesión de fe del apóstol más avanzado. Si una persona ama verdaderamente a Cristo, su condición espiritual es satisfactoria.

¿Cuál es la razón por la cual el cristiano verdadero muestra estos sentimientos peculiares hacia Cristo, y por los cuales tanto se distingue? En las palabras de San Juan las tenemos expresadas: «Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero» (Jn. 4.19). El versículo, sin duda alguna, se refiere a Dios el Padre, pero no es menos cierto de Dios el Hijo. El cristiano verdadero ama a Cristo por todo lo que ha hecho por él. Este ha sufrido en su lugar y muerto por él en la cruz. Con su sangre lo ha redimido de la culpa, poder y consecuencias del pecado. A través de su Espíritu Santo lo llamó e hizo que se arrepintiera, creyera en Cristo y viviera una vida de esperanza y santidad. Cristo ha borrado y perdonado todos sus pecados; lo ha librado del cautiverio del mundo; de la carne y del diablo; lo arrebató del borde mismo del infierno, y lo puso en el estrecho sendero que conduce al cielo. En vez de tinieblas le ha dado luz; en vez de intranquilidad, le ha dado paz de conciencia; en lugar de incertidumbre, esperanza; y en lugar de muerte, vida. ¿Te maravilla, pues, que el verdadero creyente ame a Cristo?

Y le ama, además, por todo lo que todavía hace por él. El creyente sabe que diariamente Cristo perdona sus faltas y cura sus enfermedades, mientras que intercede por su alma delante de Dios. Diariamente suple las necesidades de su alma y le provee de gracia y misericordia a cada instante. A través de su Espíritu lo guía a la ciudad con fundamento y lo sostiene en la debilidad e ignorancia. Cuando tropieza y cae, Él lo levanta y defiende de todos sus enemigos. Y todo esto mientras le prepara un hogar eterno en el cielo. ¿Te sorprende, pues, que el verdadero creyente ame a Cristo? ¿No crees que la persona que por sus deudas ha estado en la cárcel, amará al amigo que, de una manera inesperada y sin merecerlo, ha pagado todas sus deudas y lo ha hecho su socio? ¿No crees que el prisionero de guerra amará a la persona que, con riesgo de su propia vida, se infiltró en las filas enemigas y lo liberó? ¿No crees que el marino que estuvo a punto de ahogarse amará a la persona que se lanzó a la mar desafiando el peligro y con gran esfuerzo lo libró de una muerte segura? Incluso un niño podría contestar a estas preguntas. Pues de la misma manera, y bajo los mismos principios el verdadero cristiano ama al Señor Jesús.

COMPAÑERO DE LA FE

Este amor a Cristo es el compañero inseparable de la fe salvadora. La fe de los diablos es una fe desprovista de amor, así como la fe que es tan sólo intelectual, pero la fe que salva va acompañada del amor. Este no puede usurpar el oficio de la fe; no puede justificar, ni unir el alma a Cristo; no puede traer paz a la conciencia, pero allí donde hay verdadera fe, habrá también amor a Cristo. La persona que ha sido verdaderamente perdonada realmente ama (Lc. 7.47). Si una persona no tiene amor a Cristo, puede usted estar cierto de que no tiene verdadera fe.

FUENTE DE SERVICIO

El amor a Cristo es la fuente del servicio cristiano. Poco haremos por la causa de Cristo si nos movemos impulsados por el simple sentido de la obligación o sólo por aquello que es justo y recto. Antes de que las manos se muevan, el corazón ha de estar interesado. La excitación puede galvanizar las manos del cristiano para una actividad caprichosa y espasmódica, pero sin amor no se producirá una perseverancia continua en el obrar bien ni en la labor misionera. La enfermera puede desempeñar correctamente sus cuidados facultativos y atender al enfermo con solicitud; pero aun así, hay una gran diferencia entre sus cuidados y los que prodigará la esposa al esposo enfermo, o la madre al hijo que está en peligro de muerte. Una obra por el sentido de la obligación, mientras que la otra es impulsada por el afecto y el amor; una desempeña su labor por la paga que recibe, la otra según los impulsos del corazón. Y es así también en lo que respecta al servicio cristiano. Los grandes obreros de la Iglesia, los que han dirigido avances clave en el campo misionero y han vuelto al mundo al revés, todos se han distinguido por un intenso amor hacia Cristo.

Pensemos en las vidas de Owen, Baxter, Rutherford, George Herbert, Edwards, Leighton, Hervey, Whitefield, Wesley, Henry Martin, Hudson, McCheyne, y otros muchos. Todos estos hombres han dejado su huella en el mundo. ¿Y cuál era la característica común en sus vidas? Todos amaban a Cristo. No sólo guardaron un credo sino que, por encima de todo, amaron a la Persona del Señor Jesucristo.

INSTRUYE AL NIÑO…

El amor a Cristo debería ser el tema básico en la instrucción religiosa del niño. La elección, la justicia imputada, el pecado original, la justificación, la santificación, e incluso la fe son doctrinas que a menudo causan confusión al niño de tierna edad. Pero el amor a Jesús es algo más al alcance de su entendimiento. Aquello de que Jesús lo amó incluso hasta la misma muerte y que él debe corresponder con su amor, todo eso constituye un credo que se amolda a su horizonte mental. Cuán ciertas son las palabras de la Escritura: «¡De la boca de los niños y de los que maman, perfeccionaste la alabanza!» (Mt. 21.16). Hay miles de cristianos que conocen todo el credo de Atanasio, el de Nicea y el Apostólico, y que sin embargo tienen menos conocimiento de lo que es el cristianismo real que un niño pequeño que sólo sabe que ama a Cristo.

PUNTO DE UNIÓN

Es que el amor a Cristo constituye el punto donde convergen todos los creyentes de la Iglesia visible de Cristo. Es allí donde no hay desacuerdo entre episcopales y presbiterianos, bautistas o pentecostales, calvinistas o arminianos, metodistas o luteranos; en el amor todos convergen. A menudo discrepan entre sí sobre doctrinas, formas y ceremonias, gobierno eclesiástico y modo de culto. Pero en un punto, por lo menos, están de acuerdo; todos experimentan un sentimiento común hacia Aquel en quien han depositado su esperanza de salvación «Aman al Señor Jesús con sinceridad» (Ef. 6.24). Muchos de estos creyentes ignoran la teología sistemática y sólo de una manera muy pobre podrían argumentar en defensa de su credo. Pero todos testifican de lo que sienten hacia Aquel que murió por sus pecados. «No puedo hablar mucho por Cristo», dijo una cristiana viejecita e ignorante al doctor Chalmers, y añadió: «Pero si bien no puedo hablar por Él, ¡podría morir por Él!».

DISTINCIÓN QUE PERMANECERÁ

El amor a Cristo será la característica distintiva de todas las almas salvas en el cielo. Aquella multitud que nadie podrá contar será de un solo corazón. Las viejas diferencias desaparecerán bajo un mismo sentimiento. Las viejas peculiaridades doctrinales, tan terriblemente disputadas en la tierra, serán cubiertas bajo un mismo sentimiento de deuda y gratitud a Cristo. Lutero y Zwinglio ya no tendrán más disputas. Wesley y Toplady no perderán ya más tiempo en controversia. Los creyentes no se comerán ni se devorarán unos a otros, sino que todos se unirán en un mismo sentir, en un mismo corazón y en una misma voz, en aquel himno de alabanza: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a Él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1.5, 6).

Las palabras que Juan Bunyan pone en los labios de Firme al llegar este junto al río Muerte, son muy preciosas. «Este río —nos dice—, ha sido el terror de muchos, y también para mí, el pensamiento del mismo ha sido a menudo motivo de espanto. Pero ahora permanezco sereno: mis pies descansan sobre el mismo lugar donde descansaron los pies de los sacerdotes que llevaban el arca al pasar el Jordán. Ciertamente las aguas son amargas al paladar y frías al estómago, sin embargo el pensamiento del lugar a donde voy y la comitiva que me espera a la otra orilla son como llama ardiente en mi corazón. Ahora ya me veo al final de la jornada; mis días de labor ya han terminado. Voy a ver aquella Cabeza que fue coronada de espinas, y aquel Rostro que por mí fue escupido. Hasta aquí he vivido por el oír de la fe, pero ahora voy a un lugar donde viviré por la vista, y moraré con Aquel en cuya compañía se deleita mi alma. He amado oír hablar de mi Señor, y allí donde he visto la huella de su pie, allí he deseado tener también el mío. Su nombre me ha sido como un estuche de algalia, y más dulce que todos los perfumes. Su voz me ha sido sumamente dulce, y «¡más que desear el sol, he deseado yo la luz de su rostro!»

¡Felices los que tienen una esperanza semejante! Quien desee estar preparado para el cielo debe conocer algo del amor de Cristo. Al que muere ignorante de este amor, mejor le habría sido no haber nacido.

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COMO SE MANIFIESTA

Si amamos a una persona, desearemos pensar en ella.
No será necesario que se nos haga memoria sobre la misma, pues no olvidaremos su nombre, su parecido, su carácter, sus gustos, su posición, su ocupación. Durante el día su pensamiento cruzará nuestros pensamientos muchas veces, aun por lejos que se encuentre. Pues bien, lo mismo sucede entre el verdadero creyente y Cristo. Cristo «mora en su corazón» y en su pensamiento. (Ef. 3.17).

En la religión, el afecto es el secreto de una buena memoria. La gente del mundo, de por sí, no piensa en Cristo, y es que sus afectos no están en Él. Pero el verdadero cristiano piensa en Cristo y en su obra durante toda su vida, pues lo ama.

Si amamos a una persona desearemos oír hablar de ella.
Será un placer oír hablar a otras personas acerca de ella y mostraremos interés por cualquier noticia que le haga referencia. Cuando alguien describa su manera de ser, de obrar y de hablar, la escucharemos con la máxima atención. Algunos oirán hablar de ella con completa indiferencia, pero nosotros, al oír mencionar su nombre, nos llenaremos de alegría. Pues bien, lo mismo sucede entre el creyente y Cristo. El verdadero creyente se deleita cada vez que oye algo acerca de su Maestro. Los sermones que más le gustan son aquellos que están llenos de Cristo; y las compañías que más prefiere son las de aquellos que se deleitan en las cosas de Cristo. Leí de una ancianita galesa que no sabía nada de inglés, y cada domingo andaba varios kilómetros para oír a un predicador inglés. Al preguntarle por qué andaba tanto si no podía entender la lengua, ella contestó que como oía tantas veces el nombre de Cristo, esto le hacía mucho bien, puesto que oír tantas veces el nombre de su Salvador era una experiencia dulce.

Si amamos a una persona, nos agradará leer de ella.
¡Qué placer más intenso proporciona a la esposa una carta del marido ausente, o a la madre las noticias del hijo lejano! Para los extraños estas cartas apenas si tendrán valor y sólo con esfuerzo las leerán. Pero los que aman a los escritores verán en ellas algo que nadie más puede ver; las leerán una y otra vez, y las guardarán como a un tesoro. Pues bien, esta es la misma experiencia entre el verdadero cristiano y Cristo. Hay deleite en la lectura de las Escrituras para el cristiano, pues son ellas las que le hablan de su amado Salvador.

Si amamos a una persona, nos esforzaremos para complacerla.
Desearemos amoldarnos a sus gustos y opiniones, buscando obrar según su consejo. Estaremos, incluso, dispuestos a negarnos a nosotros mismos para adaptarnos a sus deseos y abstenernos de aquellas cosas que, sabemos, aborrece. Con tal de agradarle mostraremos interés en hacer aquello que por naturaleza no estamos inclinados a hacer.

Lo mismo sucede entre el creyente y Cristo. Para poder agradarle el verdadero cristiano se esfuerza en ser santo en cuerpo y en espíritu. Abandonará cualquier práctica o hábito si sabe que es algo que no complace a Cristo. Contrariamente a lo que hacen los hijos del mundo, no murmurará ni se quejará de que los requerimientos de Cristo son demasiado estrictos o severos. Para él los mandamientos de Cristo no son penosos ni pesada su carga. ¿Y por qué es esto así? Simplemente porque lo ama.

Si amamos a una persona, amaremos también a sus amigos.
Aun antes de conocerlos ya mostraremos hacia ellos una favorable inclinación. Esto es porque compartimos un mismo amor hacia el amigo o los amigos. Cuando llegamos a conocerlos no experimentamos sensación de extrañeza; un sentimiento común nos une: ellos aman a la misma persona que amamos y esto ya es una presentación. Pues bien, lo mismo viene a suceder con el creyente y Cristo. El verdadero cristiano considera a los amigos de Cristo como sus propios amigos y como miembros del mismo cuerpo, hijos de la misma familia, soldados del mismo ejército y viajantes hacia el mismo hogar. Cuando los ve por primera vez parece como si ya los hubiera conocido de siempre. Y a los pocos minutos de estar con ellos experimenta una afinidad y familiaridad mucho mayor que cuando está entre gente del mundo que ya hace muchos años que conoce. ¿Y cuál es el secreto de todo esto? Simplemente por compartir el mismo afecto al Salvador, un mismo amor al Señor.

Si amamos a una persona, seremos celosos por su nombre y honra.
No permitiremos que se hable mal de ella y saldremos en su defensa. Nos sentiremos obligados a mantener sus intereses y su reputación. Eso sucede entre el verdadero cristiano y Cristo, puesto que aquel reaccionará con santo celo en contra de las injurias hechas a la Palabra del Maestro, a su causa y a su Iglesia. Si las circunstancias así lo requieren, lo confesará delante de los príncipes y mostrará su sensibilidad ante la más insignificante afrenta. No callará ni permitirá que la causa del Maestro sea pisoteada, sino que testificará en su favor. ¿Y por qué todo esto? Porque lo ama.

Si amamos a una persona, desearemos hablar con ella.
Le diremos todos nuestros pensamientos y le abriremos nuestro corazón. No nos será difícil encontrar tema de conversación. Por reservados y callados que seamos con otras personas, siempre nos resultará fácil hablar con el amigo que amamos de verdad. ¡Tendremos tantas cosas para decir, informar y preguntar!

El verdadero cristiano no tiene dificultad para hablarle a Su Salvador. Cada día tiene algo que decirle y no es feliz hasta que se lo ha dicho. A través de la oración, cada mañana y cada noche, él habla con su Maestro. Le expone sus deseos, sus necesidades, sus sentimientos y temores. En la hora de la dificultad busca su consejo y en los momentos de prueba su consuelo; no puede hacer otra cosa: debe conversar continuamente con su Salvador, pues si no, desmayaría en el camino. ¿Y por qué? Simplemente porque lo ama.

Finalmente, si amamos a una persona, desearemos estar siempre con ella.
El pensar, oír y hablar de la persona amada hasta cierto punto nos complace, pero no es suficiente. Si en verdad amamos desearemos algo más: estar siempre en su compañía. Ansiamos estar continuamente con ella, siendo las despedidas en extremo molestas.

El corazón del cristiano suspira por aquel día cuando verá a su Maestro cara a cara, y por toda la eternidad. Ansía poner punto final al pecar, al arrepentimiento, al creer por fe, y suspira por aquella vida sin fin en que se verá como ha sido visto, y en la que no habrá más pecado ni dolor. El vivir por fe ha sido dulce, pero sabe que el vivir por vista le será más dulce todavía. Encontró placentero el oír de Cristo, el hablar de Cristo y el leer de Cristo; pero mucho mejor será ver a Cristo con sus propios ojos y para siempre. «Más vale vista de ojos, que deseo que pasa» (Ec. 6.9) ¿Y por qué todo esto? Simplemente, porque lo ama.

¿CÓMO ESTÁ TU AMOR?

Terminaré este escrito apelando a su conciencia. Y lo haré con todo amor y afecto. Mi oración a Dios y el deseo de mi corazón, al escribir, han sido el ayudarlo a reflexionar sobre su amor a Jesucristo.

Considere la pregunta que Jesús hizo a Pedro y trate de contestarla por usted mismo. No intente evadirla; examínela seriamente; píensela bien. Y después de todo lo que le he escrito, ¿puede honestamente, decir que ama a Cristo?
No sería una respuesta satisfactoria si me dijeras que crees la verdad del cristianismo y te aferras a los fundamentos de la fe evangélica. Un mero asentimiento intelectual al contenido del Evangelio no salva. Los diablos también creen y tiemblan (Stg. 2.19). El verdadero cristianismo va más allá de un mero sentimiento a doctrinas y opiniones. Consiste en conocer, confiar y amar a la Persona que murió por nuestros pecados y que ahora vive: Cristo, el Señor. Los cristianos primitivos, tales como Febe, Persis, Trifena, Trifosa, Gayo y Filemón, probablemente no sabían mucha teología dogmática, pero su profesión de fe estaba caracterizada por un rasgo común y sobresaliente: todos amaban a Cristo.

Si no sientes ningún sentimiento de gratitud y de obligación hacia Él, pues entonces el motivo de tu falta de afecto y amor a Cristo es evidente: no te sientes deudor de su gracia ni de sus beneficios. No es de extrañar, pues, que no lo ames. Sólo hay un remedio para tu caso: debes despertar a tu gran necesidad espiritual. Has de saber lo que eres por naturaleza delante de Dios, y percatarte de tu pecado y culpabilidad. ¡Oh, que el Espíritu Santo te muestre todo esto!
Quizá nunca lees la Biblia, o si la lees es muy de cuando en cuando y por mera costumbre, sin interés, sin entendimiento, ni aplicación. Haz caso de mi exhortación y cambia de proceder. Lee la Biblia con diligencia y no descanses hasta que te hayas familiarizado con ella. Lee lo que la Ley de Dios requiere de nosotros, tal como el Señor Jesús lo expone en el capítulo quinto de San Mateo. Lee la descripción que de la naturaleza humana nos da San Pablo en los primeros capítulos de su Epístola a los Romanos. Con oración estudia estos pasajes bíblicos y suplica por la enseñanza del Espíritu Santo; entonces pregúntate si eres o no un deudor a Dios, un deudor en extrema necesidad de un amigo como el Señor Jesús.

Quizá eres una de esas personas que desconocen lo que es la oración sincera, real y de corazón. Te has acostumbrado a considerar la fe evangélica como algo que atañe a la iglesia y al culto externo, pero que no tiene relación directa con tu ser íntimo y personal.

Cambia de proceder. Empieza, desde hoy, a suplicar sinceramente a Dios por tu alma. Pídele que te muestre todo lo que necesitas saber para la salvación de tu alma. Haz esto con toda tu mente y con todo tu corazón, y no tardarás en descubrir la necesidad que tienes de Cristo.

El aviso que te doy quizá parezca anticuado y simple; pero no lo rechaces. Es el viejo buen camino por el cual han andado millones de personas y encontraron paz para sus almas. Si no amas a Cristo estás en inminente peligro de ruina eterna. El primer paso para amar a Dios lo constituye el conocimiento de la necesidad que todo pecador tiene de Cristo, y de la deuda de pecado que tiene con Él. Y cuando te conozcas a tí mismo y te des cuenta de tu condición delante de Dios, entonces empezarás a percibir tu necesidad.

Para obtener un conocimiento salvador de Cristo debes escudriñar el Libro de Dios y suplicar a Dios por luz. No desprecies el aviso que hoy te doy; tómalo y serás salvo.

En último lugar, si ya has gozado de alguna experiencia del amor a Cristo, a manera de despedida recibe unas palabras de aliento y consejo. Y que el Señor haga que te sean de bendición.
Si en verdad amas a Cristo, gózate con el pensamiento de que tienes una buena evidencia con respecto al estado de tu alma. El amor es una evidencia de gracia. ¿Y qué si a veces estás acosado de dudas y temores? ¿Y qué si a veces tienes temores sobre la autenticidad de tu fe? ¿Y qué si a veces tus ojos se ven nublados por las lágrimas de incertidumbre, al no poder ver claramente tu llamamiento y elección de Dios? Con todo, hay motivo para que tengas fuerte consolación y esperanza: tu corazón puede testificar que amas a Cristo. Allí donde hay verdadero amor, hay verdadera gracia y verdadera fe. No le amarías si Él no hubiera hecho algo por ti. El amor en tu corazón es señal de una obra de gracia genuina.

Si amas a Cristo nunca te avergüences de dar testimonio de su persona y de su obra. Puesto que te ha amado y lavado de tus pecados con su sangre, no tienes por qué esconder a los demás el amor y afecto que sientes por Él.

Un viajante inglés, de vida impía y descuidada, en cierta ocasión preguntó a un indígena americano, un hombre convertido y temeroso de Dios: «¿Por qué haces tanto por Cristo; por qué hablas tanto de Él?». «¿Qué es lo que Cristo ha hecho por ti para que te tomes tanto trabajo por Él?»

El indio no le contestó con palabras, sino que juntó unas cuantas hojas secas y un poco de musgo, y con ello hizo un anillo en el suelo. Luego tomó un gusano, lo puso en medio del anillo y prendió fuego a las hojas y al musgo. Las llamas pronto se elevaron, y el calor empezó a asar al gusano. Con terrible agonía este trató de escapar por cualquier lado, pero todo era en vano, hasta que, en medio de la desesperación, se enrolló en el centro del anillo y aguardó el momento en que sería consumido por el fuego. En aquel momento el indio extendió su mano, tomó el gusano, lo puso suavemente sobre su pecho, y dijo al inglés: «Desconocido: ¿ves este gusano? Yo iba a perecer como este insecto. Estaba a punto de morir en mis pecados, en desesperación y al borde mismo del fuego eterno. Pero en estas circunstancias Jesús extendió su poderoso brazo. Fue Jesús quien me salvó con su diestra de gracia y me arrebató de las llamas eternas. Fue Jesús quien me puso a mí, pobre gusano pecador, cerca de su corazón amoroso. Desconocido, esta es la razón por la cual hablo tanto de Él. Y no me avergüenzo porque lo amo».

Si hemos gustado algo del amor de Cristo, mostremos también el mismo sentir de este indígena. ¡Nunca lleguemos a pensar que podemos amar a Cristo demasiado, vivir demasiado cerca de Él, confesarle con demasiado valor, y entregarnos demasiado a Él! En el amanecer de la resurrección, lo que más nos sorprenderá será el hecho de que, mientras estuvimos en la tierra, no amamos a Cristo en la medida en que podríamos haberlo hecho.

 

 
 
 
  

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