TAL MAESTRO, TALES DISCÍPULOS

INTRODUCCIÓN
Admirad, queridos hermanos, el poder de la gracia divina. ¡Qué maravillosa y rápida transformación realiza en el hombre!
Al mismo Pedro, que seguía, aún ayer, de lejos a su Maestro y, lanzando imprecaciones, negaba que Le conociera, le vemos hoy declarando valerosamente, junto con el discípulo amado, que sólo en el nombre de Jesús pueden ser salvos los hombres y predicando la resurrección de los muertos por el sacrificio de su Señor crucificado.



Como era de esperar, los escribas y los fariseos no tardaron en preguntarse de dónde les venía actitud tan resuelta. Que no tenía ésta su origen en el prestigio de la ciencia ni del genio, era evidente; porque Pedro y Juan eran hombres sin letras.

Dedicados al rudo oficio de pescadores, su solo estudio había sido el mar; y el arte de echar y recoger las redes era el único que habían cultivado. A esto se limitaba todo su saber, y el valor de que daban prueba no podía, por tanto, atribuirse al sentimiento de su suficiencia personal.

La posición que ocupaban en el mundo no bastaba, tampoco, para explicar este valor.

Generalmente, el linaje confiere al hombre cierta dignidad; y aunque la misma persona esté desprovista de todo mérito propio, su descendencia le comunica cierto tono de autoridad que impone a muchos.

Mas los discípulos de Jesús no estaban en este caso. Eran, por el contrario, de humilde condición: su nacimiento y su posición en la sociedad no eran nada brillantes; tampoco fueron investidos de cargo alguno que pudiera enaltecerles ante el mundo.

Sabiendo esto los fariseos, sintieron, al principio, profunda sorpresa viendo la conducta de los apóstoles; pero pronto tuvieron que llegar a la única conclusión que podía esclarecer el misterio: ellos reconocieron que habían estado con Jesús.

Tal era, en efecto, el secreto del modo de ser de los apóstoles. El santo y dulce trato que tuvieron con el Príncipe de la luz y gloria, fecundizado, si puedo decirlo así, por la influencia del Espíritu del Dios vivo, sin lo cual el perfecto ejemplo que tenían en el Maestro habría sido vano, les había llenado de vehemencia, ardor y brío para la causa de su Señor.

Oh, queridos hermanos en Jesucristo, ¡quiera Dios que el bello testimonio dado de los apóstoles, por boca de sus mismos enemigos, pueda darse de cada uno de nosotros! ¡Ah, si nosotros viviéramos como Pedro y Juan; si nuestra conducta fuese, como la de ellos, una epístola viva, leída y conocida por todos! Viéndonos el mundo obrar así, veríase forzado a reconocer que habíamos estado con Jesús! ¡Qué dicha para nosotros mismos y qué bendición para los que nos rodean!

Sobre este asunto deseo hablaros hoy, queridos amigos. Y con la gracia que Dios me preste, procuraré despertar, por medio de mis advertencias, los sentimientos puros de vuestras almas, exhortándoos a imitar a Jesucristo, el divino Modelo, de tal suerte, que todos los que os vean puedan comprender que sois verdaderos discípulos del Hijo adorable de Dios.

Os expondré, en primer lugar, LO QUE DEBE SER UN CRISTIANO; luego, estudiaremos CUÁNDO Y POR QUÉ DEBE SERLO; y al fin, explicaré CÓMO SE PUEDE LLEGAR A SERLO.

I

¿QUÉ DEBE SER UN CRISTIANO?

A esta pregunta contestamos lo siguiente:

Todo cristiano debe ser una reproducción fiel de Jesucristo. Quizás habéis leído elocuentes relatos de la vida de Jesús, admirando el talento de los piadosos autores que los escribieron; pero la mejor «vida de Jesús» es Su biografía viva, transcrita en las palabras y hechos de los cristianos.

Sí, queridos hermanos, si fuésemos realmente lo que pretendemos ser; si el Espíritu del Señor llenara el corazón de Sus hijos, y si la iglesia, en lugar de contar entre sus miembros tantos formalistas, se compusiese solamente de almas verdaderamente animadas de la vida de Dios; todos, tantos como somos, reflejaríamos la imagen gloriosa de nuestro Maestro. Seríamos retratos de Cristo; pero conformes de tal modo con el original que, para notar la Semejanza, no tendría necesidad el mundo de fijarse mucho, pues al primer golpe de vista tendrían que exclamar: «¡Estos han estado con Jesús! Se Le parecen; son Sus discípulos; en sus hechos de cada día, en su vida entera se manifiestan los divinos rasgos del Hombre santo de Nazaret.»

Pero, antes de ir más lejos, me parece bueno hacer una observación. Exponiendo lo que un cristiano debe ser, me dirijo a los hijos de Dios; mas no es que tratemos ahora de hacer oír el lenguaje de la ley, pues, gracias a Dios, no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Los verdaderos cristianos se consideran moralmente obligados a observar los preceptos del Señor; pero no es porque la Ley les tenga humillados bajo su férreo yugo, no; es el Evangelio, es el amor de Cristo que les impulsa.

Estiman que, habiendo sido rescatados por Su sangre divina, siendo comprados por Jesucristo, deben guardar Sus mandatos con mucho más cuidado que jamás hubieran podido hacerlo cuando estaban bajo la ley; se consideran diez mil veces mas obligados de lo que hubieran podido estarlo bajo la dispensación mosaica. El redimido por Jesús se ofrece a El enteramente, dichoso de poder hacer algo en Su servicio; procurando llegar a ser, con Su ayuda, un verdadero israelita, en el cual no haya engaño; y esto, no por fuerza, por necesidad, por temor al castigo o bajo el espíritu de servil obediencia; sino por puro y desinteresado amor y gratitud hacia su Padre celestial. Necesito explicarme claramente sobre este punto, para que nadie pueda imaginarse que predico las obras como medio de salvación. Somos salvos por gracia, por la fe… no por obras, para que nadie se gloríe: esto es lo que siempre sostendré contra viento y marea. Mas, por otra parte, mi deber es enseñar, con no menos claridad, que la gracia de Dios recibida en el corazón ha de producir, necesariamente, la santidad en la vida cristiana. Nuestra obligación es exhortaros siempre a las buenas obras y la obligación de todos, gobernarse en ellas para los usos necesarios.

Quiero advertir también que, cuando digo que el cristiano debe ser una fiel copia de Cristo, no pretendo que sea posible reproducir a la perfección el carácter de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Pero, si bien la perfección está más allá de nuestro dominio, no debemos por eso perseguiría con menos ardor. Cuanto el artista pinta, no ignora que nunca será un Apeles; pero no se desanima por ello, sino que maneja el pincel con tanto más cuidado, con el fin de imitar al gran maestro aunque sea en corta medida. Ocurre lo propio con el escultor: no pretende eclipsar a Praxiteles; pero aunque sabe que no llegará a su altura, no deja su cincel, sino que esculpe el mármol con entusiasmo, procurando reproducir el modelo con tanta fidelidad como le sea posible.

Aplíquese esto al cristiano: comprendemos muy bien que cualquiera que él sea, no podrá elevarse a las alturas de la perfección absoluta, y que en este mundo no podrá ofrecer una semejanza exacta de su Maestro; sin embargo, debe tener su vista constantemente fija en Jesús, y midiendo sus imperfecciones por la distancia que le separa de su Señor, debe clamar: ¡Excelsior! ¡Adelante!

Tal es la divisa que conviene al cristiano; y olvidando, como el apóstol, lo que queda atrás, debe avanzar hacia el blanco, celoso de ser transformado, más y más, a la gloriosa semejanza de Cristo Jesús.

El cristiano debe esforzarse para semejarse a Cristo, primero, en su intrepidez. Cierto que esta virtud es poco apreciada en nuestros días, llamándosela descaro, intolerancia o fanatismo; mas cualquiera que sea el nombre que se le dé, la virtud no es menos preciosa por eso. Si los escribas hubieran tenido que calificar a Pedro y a Juan, les habrían llamado, seguramente, audaces, fanáticos. Sea como fuere; lo cierto es que Jesucristo y Sus discípulos se hicieron notables por su valor.

Mi texto dice que los judíos, viendo la constancia de Pedro y de Juan, conocían que habían estado con Jesús.

Jamás aduló el Señor a los ricos; nunca inclinó Su frente ante los grandes de la tierra. Como profeta enviado de Dios dijo, libre y valerosamente, lo que tenía que decir. ¿Habéis admirado alguna vez, queridos hermanos, el hermoso rasgo de intrepidez por el cual comenzó el Salvador Su ministerio? se encontraba en la ciudad donde fue educado; entró en la sinagoga y le fue entregado el libro de la ley. Él sabía que ningún profeta es honrado en su tierra, pero ¿qué le importaba? Sin temor abrió el sagrado volumen y después leyó y explicó lo que había leído.

¿Y cuál es la doctrina que Jesús expone en plena sinagoga, ante un auditorio compuesto, en gran parte, de escribas y fariseos, llenos de propia justicia y orgullosos de poder llamarse hijos de Abraham? ¿Tal vez escogió un asunto adaptado al gusto de sus compatriotas, aprovechando así la ocasión para granjearse su aprecio? No; todo lo contrario. Jesús escogió una doctrina que ha sido en todo tiempo menospreciada y aborrecida: la doctrina de la elección.

Abrió la Escritura y comenzó a leer:

«Mas, en verdad os digo, que muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, que hubo una grande hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a Sarepta de Sidón, a una mujer viuda. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; mas ninguno de ellos fue limpio, sino Naamán el Siro.»

El Señor declaró abiertamente que Dios hace misericordia a quien quiere, y salva a quien le place. Ah! ¡Cómo crujían los dientes de aquellos, que le oían, levantándose amenazadores contra El! ¡Con qué furor le sacaron fuera de la ciudad, llevándole hasta la *****bre del monte para despeñarle! ¿No admiráis Su intrepidez? El sabía que sus corazones estaban llenos de odio, oía sus amenazas, veía sus bocas espumeantes de rabia; mas no temía: estaba en medio de ellos tranquilo, firme, semejante al ángel que cerró la boca del león. Sabiendo cuál era la voluntad de Dios, la anunció hasta el fin, y, sin cuidarse de la cólera de sus oyentes, les anunció toda la verdad.

Jesús obró así durante toda Su vida aquí en la tierra. ¿Ve un escriba o fariseo entre la multitud? Pues no le intimida su presencia, sino que, señalándole con el dedo, dice: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!» Y cuando un doctor de la ley le interrumpe, diciendo: «Maestro, cuando dices esto, también nos afrentas a nosotros», se vuelve y, con nueva energía, añade: «¡Ay de vosotros también, doctores de la ley, que cargáis los hombres con cargas que no pueden llevar; mas vosotros ni aun con los dedos tocáis las cargas.»

Sí; en todas las ocasiones obró Jesús con rectitud y valor. Jamás conoció el temor a los hombres; jamás tembló ante nadie. Indiferente a la estimación del mundo, atravesó la vida como el elegido de Dios, como Aquel a quien el Padre ungió sobre todos Sus semejantes.

Imitad en esto a Cristo, queridos amigos. Como fue el Maestro, deben ser los discípulos. No os conforméis, os lo suplico, con esa religión muy en boga hoy, que se modifica según las circunstancias; que para manifestarse tiene necesidad del calor atmosférico de una estufa; que se ostenta complaciente en las salas evangélicas, pero pierde su vigor fuera de cierta sociedad.

No; si sois siervos de Dios, debéis estar, como Jesucristo, llenos de santo celo por la causa de vuestro Maestro. No tengáis temor de confesar vuestra fe. El nombre de cristiano no os deshonrará jamás; pero debéis poner especial cuidado en no deshonrar vosotros el nombre. Vuestro amor a Cristo nunca os podrá dañar; podrá, es cierto, acarrearos algún pasajero quebranto de parte de vuestros enemigos; pero tened paciencia, que triunfaréis en todo.

Tened paciencia, porque el día que vuestro Maestro aparezca en la gloria de Sus ángeles, para ser visto de todos los que le aman, seréis también glorificados; y los que os han aborrecido, despreciado e insultado aquí abajo, se verán obligados a rendiros homenaje. Sed, queridos, semejantes a Jesús: sin miedo, sin falta, valientes para vuestro Dios; de modo que, viendo vuestra intrepidez, el mundo se vea forzado a decir: «Estos han estado con Jesús.»

Mas, así como un solo rasgo no manifiesta la fisonomía de un hombre, la sola virtud de la intrepidez no nos hace semejantes a Cristo.

Ha habido cristianos de nobles corazones y enérgico carácter; pero han llevado su ardor al extremo, y no han sido el retrato de Cristo, sino Su caricatura. Es necesario que a nuestra intrepidez añadamos la dulzura de Cristo. Que el ánimo sea el cobre, y el amor el oro, y de la mezcla de estos dos elementos resultará un rico metal, digno de servir en la construcción del templo de Dios. Que la bondad y el valor sean fundidos juntamente en nuestro corazón.

Juan Knox hizo mucho para la causa de su Maestro, pero quizás habría hecho más si a su admirable intrepidez hubiera añadido un poco de dulzura. Lutero fue un conquistador. ¡Honor a su memoria y paz a sus cenizas!… Sin embargo, a nosotros, que le contemplamos a alguna distancia, nos parece que si hubiera unido más amenidad a su indomable energía; que si, sin dejar de perseguir el error hasta en sus últimas consecuencias, hubiera hablado con más mesura, nos parece, digo yo, que el mismo Lutero habría hecho mucho más aún de lo que hizo.

Apliquémonos, pues, queridos hermanos, a imitar a Jesucristo, no sólo én Su intrepidez sino también en Su amable dulzura.

Vedle, durante su estancia en la tierra. ¿Le traen un niño?, pues le toma en brazos, diciendo: «Dejad los niños venir a Mi y no les impidáis.» ¿Encuentra una viuda que ha perdido su hijo único?, pues la mira con tierna simpatía y le dice: «no llores», y con la palabra le devuelve su hijo a la vida. ¿Ve a un ciego, a un leproso, a un paralítico?, pues les habla bondadosamente, les toca y les cura.

Él vivió para los demás, no para Sí mismo. Sus incesantes trabajos tenían un solo objeto: el bien de los que le rodeaban. Y para coronar Su vida de abnegación, ya sabéis qué sorprendente sacrificio se dignó ofrecer a Su Padre. ¡Oh, prodigio de misericordia! Cristo dio Su vida por el hombre culpable. En el árbol de la cruz, en medio de las angustias de una agonía lenta, y presa de indecibles sufrimientos, consintió morir en nuestro lugar para que fuésemos salvos. Cristo es el amor encarnado. En El vemos la más conmovedora, la perfecta personificación de la benevolencia y de la caridad. Así como Dios es amor, Cristo es amor. ¡Oh cristianos! Sed, pues, amor también vosotros. Que vuestra benevolencia, vuestra compasión y vuestro bien hacer, brille sobre todo lo que os rodea. No digáis a los que sufren: «Id en paz, calen taos y hartaos», sino, repartir de vuestro pan a siete y hasta ocho (Stg. 2:16; Ec. 11:2). Si no podéis imitar a Howard, abriendo las puertas de los calabozos para hacer oír a los presos un mensaje de esperanza; si no podéis penetrar en las tristes mansiones de la miseria y del vicio, haced al menos lo que podáis, cada uno en la esfera que le es propia. Que vuestras palabras y vuestras acciones respiren amor. Que Cristo viva de nuevo, por decirlo así, en vosotros, por la dulzura y la bondad.

Si hay alguna virtud que convenga más que otra al discípulo de Jesús es ésta, de seguro: un espíritu de mansedumbre y benignidad, espíritu que nos induce a tener amor para la iglesia, para el mundo y para todos los hombres.

Sin embargo, hay en nuestras iglesias, cristianos con el humor tan melancólico, tan triste; parecen llevar en su temperamento tal medida de vinagre y hiel, que apenas se puede esperar de ellos una palabra de bondad. Se imaginan que no es posible defender la religión, sino con palabras acerbas; tampoco defienden jamás la causa de su Maestro, sin dejarse llevar por la ira; y si en la familia, en la iglesia o en cualquier otra parte, no marcha todo a la medida de sus deseos, se creen en el deber de poner su cara semejante a un pedernal (Is. 50:7) y desconfiar de todo el género humano. Tales cristianos se parecen a los carámbanos, o hielos aislados, a los cuales nadie se atreve acercarse; se les evita y se teme su contacto. Solitarios y olvidados flotan sobre las olas de la vida, hasta que la corriente se los lleva. Y, aunque nos consideraremos dichosos al encontrar sus queridas almas en el cielo, sus espíritus están aquí siempre tan mal dispuestos que, francamente, no nos lamentamos por vivir lejos de ellos en la tierra.

No seáis vosotros así, amados míos. Imitad a Cristo en Su mansedumbre, en Su paciencia, en Su amor. Que no haya en vosotros acritud y rudeza. Hablad con bondad, obrad con bondad, conducios con bondad. Entonces podrá decir el mundo de vosotros lo que los judíos dijeron en otro tiempo de los apóstoles: «Ellos han estado con Jesús.»

Otro de los grandes rasgos del carácter de Jesús era Su profunda y sincera humildad. Imitemos, también por esta parte, a nuestro Maestro. Dios no quiere que tengamos un carácter rastrero o servil. (Lejos de eso; pues somos libres; la verdad nos ha libertado; somos, por tanto, iguales a todos, e inferiores a nadie.) Sin embargo, debemos ser humildes de corazón, como Jesús.

¡Oh! Tú, cristiano orgulloso (pues aunque esto parezca una paradoja, hay cristianos de tal especie, no puede dudarse; pero no carezco de caridad hasta tal punto que niegue en absoluto el título de hermano a todo aquel que tiene algún orgullo). ¡Oh, tú, repito, cristiano orgulloso! Mira, te suplico, a tu Maestro. Mírale, despojándose de Su majestad divina y dignándose descender hasta el género humano; mírale, hablando con los niños, habitando entre los labriegos de Galilea; y, por último -¡oh, profundidad incomparable de la condescendencia!-, mírale, lavando los pies a Sus discípulos y enjugándoselos con una toalla.

¡Ved ahí, oh cristianos, al Maestro que pretendéis servir! ¡Ved ahí al Señor que hacéis profesión de adorar! Y sin embargo, a vuestras conciencias apelo, ¿cuántos habrá entre vosotros que se avergonzarían de tender la mano a uno de sus semejantes, no tan bien vestido como vosotros, o menos favorecido de bienes en este mundo?… Con razón se ha dicho que en la sociedad actual, el oro difícilmente fraterniza con la plata; y la plata, a su vez, mira a la moneda de cobre con el desdén del que se cree superior. Pero, en la Iglesia de Cristo no debe ser así. Al llegar a ser miembros de la gran familia de Cristo, es necesario que nos despojemos de estos vanos prejuicios de casta, de sangre y de fortuna.

Acuérdate, creyente, de quién era tu Maestro. Hijo de la pobreza, nació y vivió entre los pobres, comiendo con ellos. ¿Y tú osarás, tú, gusanillo de un día, andar con aire altivo y soberbia mirada, evitando con desprecio los gusanillos, tus hermanos, que van a tu lado?… ¿Qué eres tú mismo -te pregunto, qué eres sino el más miserable de todos, puesto que tu oro o tu lugar elevado, o tus ricos vestidos te hacen neciamente vano? ¡Pobre alma, eres bien pequeña a los, ojos de Dios!

Cristo era humilde: El no era fiero ni arrogante; Jesús sabia inclinarse para servir a los otros; el Hijo de Dios no hacía caso de las apariencias de las personas. Amigo de los publicanos y pecadores, no se avergonzaba de que le vieran con ellos.

Cristiano, sé tal como tu Maestro; humíllate como Él se humilló. Aún más; sé una de esas almas que estiman a las demás como más excelentes que ellas mismas, no creyendo rebajarse por colocarse en la última línea; que consideran como un honor sentarse entre los más sencillos hijos de Dios, y que con toda sinceridad pueden decir: «Aunque mi nombre esté escrito en la última página del libro de la vida, es lo bastante para una criatura tan indigna como yo.» Aplícate, pues, querido hermano, a semejarte a Cristo por tu humildad.

Podríamos continuar de este modo, queridos amigos, pasando, por decirlo así, revista a los diferentes rasgos que caracterizan la figura perfecta del Hijo de Dios; pero no creo necesario proseguir este estudio, pues cada cual de vosotros puede hacerlo tan bien como yo. Y para hacer esto, basta contemplar la imagen del Salvador, tal como se desprende de Su Evangelio.

Además, me faltaría el tiempo, si intentara presentaros aunque sólo fuese un bosquejo incompleto del carácter de Jesús. No añadiré, pues, más que esta palabra; imitad a Cristo en Su santidad.

¿Estaba Él devorado por el celo en el servicio de Su padre? Procurad esa medida de celo vosotros también. íd por todas partes haciendo bien. No malgastéis el tiempo de que podéis disponer, pues es demasiado precioso para perderlo.

¿Estaba Jesús animado por un espíritu de abnegación, no buscando nunca Su propio bien, sino el de los otros? Haced como El: renunciad a vuestro propio interés, en beneficio de vuestros semejantes.

¿Era El ferviente de espíritu? Imitadle; orad sin cesar. ¿Tenía Cristo un respeto sin límites a la voluntad de Su Padre? Tenedlo también vosotros; someteos sin murmurar. ¿Era paciente? Imitad al Modelo, aprended a sufrir. Y sobre todo, oh creyente, perdona a tus enemigos como Cristo perdonó a los Suyos. Que la sublime frase de tu Maestro:

«¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!» resuene siempre en tus oídos.

Cuando estés dispuesto a vengarte, cuando sientas hervir la indignación en tu corazón, aplica enseguida el freno al fogoso curso de la cólera y no te dejes arrastrar por su impetuoso impulso. Acuérdate que el arrebato no es otra cosa que una locura momentánea. Perdona como deseas ser perdonado. Amontona ascuas de fuego sobre la cabeza de tu enemigo, haciéndole bien. El que da bien por mal, a Dios imita; procura, pues, parecerte al Dios de amor, y esfuérzate para obrar de tal manera que tus mismos enemigos se vean forzados a decir: «Este ha estado con Jesús.»

II

Mas no basta saber lo que debe ser un cristiano; es menester saber también CUÁNDO DEBE MANIFESTARSE COMO TAL.

En el mundo se piensa, generalmente, que es muy conveniente ser piadoso el Domingo, importando poco lo que se pueda ser el Lunes. ¡Cuántos llamados ministros del Evangelio son fervientes predicadores el día de descanso, y predicadores de impiedad durante el resto de la semana! ¡Cuántas personas hay que van a las reuniones evangélicas con aire solemne y grave postura, que se unen al canto y hacen como que oran; pero no tienen parte ni suerte en este negocio, estando aún en hiel de amargura y prisión de maldad!

Preguntémonos seriamente, queridos oyentes:

¿Cuándo debe parecerse el cristiano a su Maestro? ¿Hay alguna ocasión en la cual puede el soldado de Cristo despojarse de su uniforme y dejar el arma para convertirse, siquiera de momento, en un ser mundano?

¡Oh! No, y mil veces no.

Es necesario que, en todo tiempo y lugar, sea el cristiano en realidad lo que profesa ser. Me acuerdo de una conversación que tuve, hace algún tiempo, con una persona del mundo.

-No me gusta -me decía- que me hablen de asuntos religiosos las personas que me visitan; la religión es, sin duda, buena el Domingo y cuando estamos en la casa de Dios; pero, en un salón la encuentro muy fuera de su lugar.

A esto respondí que, si la religión debía expulsarse de todas partes menos de los lugares propios del culto, nuestros templos y capillas serían pronto transformados en vastos dormitorios…

-¿Por qué? -preguntó mi interlocutor sorprendido.

-Es bien sencillo, repliqué. Todos necesitamos la religión para morir, y, como que la muerte nos puede sorprender de un momento a otro, ¿quién querría alejarse del único lugar donde podría admitirse la religión…?

Sí; en la hora suprema tendremos todos necesidad de los consuelos del Evangelio; pero ¿cómo podríamos tener la esperanza de disfrutar tales consuelos si no obedeciésemos los preceptos de este Evangelio durante nuestra vida diaria? Imitad, pues, a Cristo en todo tiempo, amados míos.

Imitadle en vuestra vida pública.

Muchos de nosotros podemos ser llamados a vivir en una especie de mundo oficial; el puesto que ocupamos, las funciones que desempeñamos, nos dan tal vez algún relieve sobre nuestros semejantes. ¡Oh!, si es así, tened cuidado. Todos nos miran, nos espían, no lo dudemos. Nuestras palabras son anotadas, nuestros actos comentados; nuestra conducta entera es examinada, analizada y descuartizada. El mundo, con su mirada de águila y ojos de Argos, no nos pierde de vista; nos vigila, nos observa, y su crítica severa está siempre dispuesta a caer sobre nosotros.

¿Queremos, amigos queridos, reducir al silencio a nuestros adversarios? Pues esforcémonos a vivir la vida de Cristo en nuestras relaciones con el mundo. Afanémonos a copiar tan fielmente a nuestro Maestro, en nuestra conducta pública, que podamos decir siempre: «No vivo yo, mas Cristo vive en mí.»

Y particularmente vosotros, que sois miembros de nuestras iglesias, que habéis sido llamados a dirigirlas, a velar sus intereses y a deliberar sobre sus asuntos: estad animados de este espíritu, yo os lo suplico.

¡Cuántos hay entre vosotros que, semejantes a Diótrefes, quieren ser los primeros! ¡Cuántos que aspiran a dirigir y dominar a los que les rodean, olvidando que, según el Evangelio, todos los cristianos son iguales delante de Dios, que todos ellos son hermanos, y que, por consiguiente, todos tienen derecho a los mismos privilegios!

Os digo, pues: procurad penetraros del espíritu de vuestro Maestro, en vuestras relaciones con vuestras iglesias respectivas, de suerte que los miembros de estas iglesias puedan rendiros, de común acuerdo, este bello testimonio: «Han estado con Jesús.»

Pero, ante todo, pareceos a Cristo en vuestra casa. Una casa donde se respira una atmósfera cristiana, es la mejor prueba de la existencia de una piedad viva. No es precisamente en el lugar del culto donde se manifiesta lo que uno es en realidad; esto se ve mejor en la intimidad del hogar. No es, en primer lugar, a nuestro pastor a quien debemos consultar para conocer nuestra manera de ser, sino a las personas que nos rodean. La criada, el hijo, la esposa, el amigo, pueden apreciar mucho mejor lo que nuestro cristianismo vale.

Una persona piadosa debe ejercer, necesariamente, una buena influencia sobre los que le rodean.

«Nunca creeré que un hombre sea verdadero cristiano -decía un célebre predicador-, si su esposa, sus hijos, sus criados y hasta el mismo perro que vive bajo su techo, no sienten los venturosos efectos de su piedad.»

Tal es la religión de la Biblia: el cristiano no lo es por sus palabras o apariencias, sino por su vida entera. Si los que os rodean nada ganan con vuestro cristianismo; si viéndoos el mundo en vuestra familia, no se ve obligado a decir: «He ahí una casa mejor dirigida y gobernada que la nuestra»; si no sucede así, desengañaos: la verdadera piedad está aún muy lejos de vosotros.

Que cuando vuestros criados os dejen, no puedan censuraros, diciendo: «¡Vaya unos cristianos!, ningún culto por la mañana ni por la noche. Cierto que los Domingos van a oír el Evangelio en la capilla; pero ellos oyen el Evangelio y me dejan a mi trabajando en casa todo el día; y si, contra la costumbre, me dejan salir alguna vez, es por la noche y por poco tiempo, cuando estoy extenuado.»

No; queridos hermanos, que no puedan decirse tales cosas de vosotros. Que, por el contrario, influya vuestra piedad en los menores detalles de vuestra vida doméstica. Demostrad a los que os rodean que vuestra religión es, ante todo, una religión práctica. Que esto sea conocido por las personas de vuestra intimidad, mejor aún que por el mundo en general; pues lo que somos en casa es lo que somos en realidad. A menudo nuestra vida pública no es más que un papel que se nos ha impuesto y nosotros más o menos aplaudidos actores en la gran comedia; pero en la vida privada cae la máscara y quedamos lo que somos.

Cuidado, pues, en descuidar la piedad en casa, los deberes de todos los días. Imitemos a Cristo en nuestros hogares.

Y, antes de dejar este punto de mi tema, quiero deciros que imitéis a Cristo en secreto.

Sí; cuando ningún ojo os ve más que el ojo de Dios, cuando la oscuridad os envuelve, cuando no estáis expuestos a la observación de vuestros semejantes, sed, aun entonces, semejantes a Cristo.

Recordad Su piedad ardiente, Su secreta religiosidad. Recordad cómo, después de haber trabajado todo el día, instruyendo a la multitud, Se retiraba en medio de las sombras de la noche para implorar el socorro de Su Padre. Recordad, que la vida de Su alma fue alimentada incesantemente por nuevas inspiraciones del Espíritu Santo, recabadas por la oración.

En esto, como en lo demás, seguid el ejemplo de vuestro Salvador. Vigilad constantemente vuestra vida secreta de tal modo que no tengáis vergüenza de leerla delante de todos el día del juicio.

¡Ah! Si los secretos del corazón fuesen manifestados en este momento, como lo serán en el día último, se vería ¡ay!, que la vida íntima de la mayoría no es vida, sino muerte. Hasta de verdaderos cristianos se puede decir, que su vida apenas es vida; es una especie de medio vivir; se arrastran penosamente por el camino hacia el cielo; una o dos veces al día elevan apresuradamente una oración a Dios, una aspiración, un suspiro; lo absolutamente necesario para conservar en su alma un reflejo de vida, pero nada más.

¡Oh, queridos hermanos en Cristo, no os contentéis con un estado tan deplorable! Esforzaos para uniros más con Jesús en vuestra vida íntima. Guardaos particularmente de descuidar vuestras «devociones» secretas. ¿Os lo diré?… temo que, hasta entre aquellos que sois los más avanzados en la piedad, sea descuidada la oración.

El Señor nos anima de todas maneras para que Le expongamos nuestras necesidades. ¿No ha contestado mil y mil veces a nuestras súplicas? ¿Queréis decaer en vuestras oraciones? ¿Queréis cesar de clamar al Señor? ¡Oh!, amados míos, que no sea así.

Id a vuestras casas, y, cayendo de rodillas, interceded con nuevo fervor cerca de vuestro Padre celestial, pidiéndole Sus bendiciones para vosotros, para vuestros amigos y para el mundo entero. Acordaos especialmente de vuestros pastores, para que sean sostenidos en la obra de su ministerio que tan difícil es. Suplicad a Dios que os haga capaces de tener elevadas vuestras manos, como Moisés en otro tiempo, en la montaña, para que los Josués, que están luchando en la llanura, puedan batir y vencer a los Amalecitas (Ex. 17:8-13).

Ahora es el momento decisivo: ¿Se perderá la batalla por nuestra culpa? Es la hora de la pleamar: ¿No la aprovecharemos para entrar en el puerto?

¡Apresurémonos, pues! Cojamos los remos y despleguemos las velas de la oración, suplicando al Señor que las hinche con el soplo poderoso de Su Espíritu.

Sí; vosotros, todos los que amáis a Dios, de cualquier país o denominación, reunios para pedirle que derrame Su Espíritu por toda la tierra y nos conceda un nuevo Pentecostés; que reanime, por amor de Su Hijo, Su abatida Iglesia.

¡Oh!, queridos hermanos, si lo hacemos así; si, como un solo hombre, caemos a los pies de nuestro Padre celestial, entonces conocerá el mundo que hemos estado realmente con Jesús.

III

Entremos en la tercera parte de nuestro tema, con la pregunta: ¿POR QUÉ LOS CRISTIANOS DEBEN IMITAR A CRISTO?

La respuesta es fácil. En primer lugar, deben hacerlo por interés propio. Si en algo tienen la consideración y aprecio de sus semejantes, deben portarse de modo que no sean hallados mentirosos ante Dios y los hombres. Si estiman la salud de sus almas, si quieren ser preservados de caídas y mantenerse en el camino recto, que se afanen por parecerse más y más a Jesús. Si aprecian su dicha personal; si quieren que sus almas sean alimentadas de gruesos tuétanos y purificados líquidos (Is. 25:6); si desean disfrutar de una santa y dulce comunión con Jesús, y poder sobreponerse a los cuidados y tribulaciones de este mundo, que sigan las huellas de su Señor.

Sí; queridos oyentes, creedlo: nada os conviene tanto como esto; nada os procurará mayor prosperidad ni tanta paz y fuerza; nada os ayudará tan eficazmente a caminar hacia el cielo, atravesando esta vida con la frente serena y los ojos brillantes de gloria; y en una palabra: nada contribuirá más a vuestros goces espirituales que vivir constantemente imitando a Jesús.

Cuando hayáis sido hechos capaces, por el poder del Espíritu Santo, de poner, por decirlo así, vuestras plantas en las huellas de Sus pasos, entonces seréis los más dichosos. Así es como reconocerán en vosotros a los verdaderos hijos de Dios.

Os lo repito, pues, queridos hermanos; por vuestro propio interés, imitad a Cristo. Mas, imitadle también por interés de La religión.

¡Pobre religión! Por crueles enemigos has sido atacada; pero ¿qué son todas las heridas que éstos te han inferido comparadas con aquellas otras que has recibido de tus pretendidos amigos? Nadie, ¡oh cristianismo!, te ha causado tanto daño como los que profesan seguirte. Nadie, ¡oh santa y amable piedad!, te ha asestado golpes tan rudos como los llamados cristianos que viven de una manera indigna de su nombre; nadie, como el hipócrita que se ha introducido en el rebaño de la Iglesia, cual el lobo rapaz que se introduce entre las ovejas. Más que el escéptico o el impío, perjudican la causa de Cristo aquellos que pretenden servirla, pero que con sus hechos desmienten sus palabras.

Cristiano, ¿amas esta causa? ¿Quieres ver el Evangelio apreciado, honrado y glorificado? ¿Te es precioso el nombre del querido Redentor? ¿Suspiras por aquel tiempo cuando los reinos de la tierra estarán bajo el dominio del Señor y de Su Cristo? ¿Deseas ver las fortalezas caídas, y destruido todo poder que se oponga al conocimiento de Dios? ¿Sientes dolor por las almas que perecen, y deseas ganarlas para que Jesús las salve del fuego eterno? ¿Deseas a toda costa evitarles la caída en la mansión de los réprobos? ¿Sientes compasión de los que, como tú, son inmortales? ¿Tienes verdadero deseo de verles perdonados? Si es así, es necesario que tu vida esté conforme con tus principios; que tus palabras correspondan a tus hechos.

Anda conforme a la voluntad de Dios en la tierra de los vivientes. Condúcete en todo tal como conviene a un elegido. Recuerda que debemos distinguimos por una conducta y una conversación santas.

Este es el mejor medio de trabajar para la conversión del mundo; sí, mejor aún que todos los esfuerzos, por excelentes que sean, de las sociedades misioneras.

Mostremos a los incrédulos que nuestra vida es superior a la suya, y no podrán negar entonces que la religión es una bella realidad. Pero, si nos ven hablar de una manera y obrar de otra, ¿sabéis qué dirán? Dirán: «La gente piadosa no es mejor que los demás. ¿Por qué, pues, hemos de hacernos como ellos? ¿Por qué hemos de renunciar a nuestras costumbres, si nada hemos de ganar con el cambio?»

Y, hablando así, el mundo estaría en su derecho, y su lenguaje perfectamente conforme con el sentido común. Por esto, queridos hermanos, os exhorto, si amáis la religión, por respeto a ella, en nombre de sus más sagrados intereses, que seáis consecuentes con vosotros mismos.

Vivid santamente, tened horror al mal y unios al bien con estrechos lazos.

En una palabra: Imitad a Cristo.

Pero el argumento más fuerte y poderoso que puedo presentaros en este sentido es que por el interés de Cristo mismo debéis afanaros en Imitarle. ¡Oh, si pudiera levantar ante vosotros en este instante la cruz de mi Salvador; poneros en presencia de, Jesús, muriendo por nuestros pecados, y dejarle a El el cuidado de defender Su propia causa!

Siento que mi lengua está como pegada al paladar; me faltan palabras; soy incapaz de conmover vuestros corazones. Pero Sus llagas, Sus heridas y costado traspasado, hallarían, seguramente, acentos capaces de conmoveros.

Pobres labios mudos y sangrientos; ¡con qué elocuencia nos hablaríais!…

«Amigos -nos diría Jesús con voz dulce, mostrándonos Sus manos traspasadas-, amados Míos, ved estas manos que fueron traspasadas por causa de vosotros. Ved Mi costado; hasido herido para ser la fuente de vuestra salvación Ved en Mis manos la señal de los clavos. Todos Mis miembros han sido quebrantados por vosotros. De estos ojos han salido torrentes de lágrimas; esta frente ha sido coronada de espinas; este rostro ha sido abofeteado; Mi cuerpo entero ha sido un horno de indecibles sufrimientos. Por largas horas he quedado sus-pendido en el ignominioso madero, expuesto a los ardores de un sol de fuego. Y todo esto, amados Míos, ¡lo he sufrido por amor a vosotros! Lo que os pido es que sigáis Mis pisadas. ¿Hay algún crimen o defecto en Mí? ¡Oh, no! Vosotros sabéis que Yo soy mejor que el mejor de los hombres, más amable que los más amables. Decidme: ¿Os he perjudicado en algo? Por el contrario, ¿no he hecho todo lo necesario para vuestra salvación? Y, ¿no estoy ahora sentado a la diestra de Mi Padre para interceder por vosotros?»

«Ahora, pues, queridos discípulos, si Me amáis ……. (cristiano, oye con atención; que las dulces palabras de tu Salvador suenen siempre en tus oídos, como lejana armonía de campanillas de lata)… si Me amáis dice Jesús-, guardad Mis mandamientos.» ¡ojalá que estas palabras puedan penetrar hasta el fondo de tu corazón! «Si Me amáis, si Me amáis…»

Pero ¿he oído bien? ¡Glorioso Redentor! ¿Por qué dices si? Amado Cordero de Dios, inmolado por nuestras ofensas, ¿tendrá que ponerse en duda nuestro amor por Ti? ¿Cómo? Siendo yo testigo de Tus sufrimientos; viendo correr Tu sangre, gota a gota, para la salvación de mi alma, ¿será posible que no Te ame?

Sin embargo, ¡ay!, he de reconocerlo gimiendo; a menudo ¡oh, mi Salvador!, tienes motivos para dudar de mi amor. Con frecuencia mis pensamientos, mis palabras o mis hechos, Te dan motivo para decir: «si Me amáis… »

Mas, en medio de mis caídas y mi tibieza, me parece ¡mi Señor!, que mi amor a Ti es una realidad. Me parece que Tú eres más precioso a mi alma que la luz del día a mis ojos. Sí; Te amo, siento en mi corazón que Te amo. ¡Señor tu sabes todas las cosas; Tu sabes que Te amo!

Tal es el lenguaje que puede contener en el fondo del corazón todo verdadero creyente; y al que habla de esta manera, responde Jesús, dirigiéndole una mirada de tierna aprobación: «Puesto que Me amas, oh amado Mío, guarda Mis mandamientos.»

¿Puede haber motivo más poderoso que éste para llevaros a imitar a Jesús? ¿Dónde encontraremos argumento más irresistible que el del amor? La gratitud produce la obediencia: sed, pues, tales como vuestro Maestro, y conocerá el mundo que habéis estado con Jesús.

¿Estáis emocionados? ¿Lloráis, quizá, y preguntáis, ansiosos: «¿Cómo podremos imitar al que murió por nosotros?»? Voy a concluir, procurando contestaros y diciéndoos: COMO SE PUEDE IMITAR A CRISTO. Mi ocupación antes de despediros será, pues, deciros cómo podéis ser transformados a la imagen de Cristo.

Os diré, en primer lugar, que os es necesario conocer a Cristo como vuestro Redentor, antes que podáis seguirle como Modelo.

Mucho se habla hoy del ejemplo dado por Jesús: apenas podrá encontrarse una persona en el mundo que no esté dispuesta a reconocer la belleza moral y la excelencia incomparable de Su carácter. No obstante, por excelente que sea el ejemplo de Cristo, nos es imposible en absoluto seguirle a todo hijo de Adán, si al propio tiempo que nuestro Modelo, no es también nuestro sacrificio.

¿Creéis, pues, ahora que Su sangre fue derramada por nosotros? ¿Podéis asociaros a las palabras del himno:

«Santo Cordero, en cruz clavado,

mueres cargado con mi maldad.

¡Amor excelso! Mis penas pagas,

y por Tus llagas salud me das.»

Sí es así, estáis en buen camino para ser transformados conforme a la imagen de Cristo.

Pero, mientras que no os hayáis bañado en la fuente que llena el Salvador con Su sangre, es inútil que os esforcéis para imitarle. Perderíais el tiempo, creedlo. Son sobrado fuertes vuestras pasiones y están muy corrompidas vuestras almas; y el edificio que construyerais, desprovisto de fundamento, sería tan sólido como un sueño. Os lo repito: no podréis amoldar vuestra vida a la de Cristo, en tanto que no hayáis recibido Su perdón y obtenido el vestido de justicia.

-Gracias a Dios –dirán algunos– hemos llegado hasta eso; sabemos que tenemos parte en la salvación eterna; pero ¡ay!, sabemos también que hay en nosotros no pocas imperfecciones. Desearíamos ser semejantes a Cristo pero no podemos. ¿Qué es necesario hacer?» A los tales respondo: «Queridos amigos, estudiad atentamente el carácter de Jesús.» Es triste decirlo, pero es un hecho: la Biblia es tratada hoy en cierto modo, como un libro anticuado hasta por muchos cristianos. Hay tantos periódicos, tratados y otras producciones efímeras que, ciertamente, el deber de estudiar las Escrituras está en peligro de ser descuidado.

Cristiano: ¿quieres parecerte a tu Maestro? Contémplale. Hay en la persona de Jesús un maravilloso poder, y cuanto más le contemplamos más–le parecemos. Me miro al espejo y olvido enseguida mi fisonomía. Pero cuando contemplo a Cristo vengo a ser tal como El. Mírale, pues, oh creyente. Estudia Su imagen en los Evangelios y penétrate bien de Sus augustos rasgos. Quizá diréis: «Hemos contemplado a menudo nuestro divino Modelo, y, sin embargo, no vemos que hayamos hecho grandes progresos.» Entonces debéis corregir diariamente vuestra pobre copia. Repasad en vuestra memoria, por la noche, las acciones que habéis llevado a cabo en las últimas veinticuatro horas, y examinadlas escrupulosamente delante de Dios. Cuando tengo que corregir las pruebas de alguna de mis obras, he de anotar en el margen las correcciones que han de hacerse. Y tengo que leer y releer la prueba, porque si yo no indicase las faltas, el impresor las daría pasar todas.

Anotad por la noche, al margen de vuestra jornada, las faltas que hayáis cometido, para recordarlas y no caer otra vez en ellas al día siguiente. Hacedlo con sencillez y perseverancia, señalando vuestros defectos uno a uno, con el fin de evitarlos en lo sucesivo.

Han dicho ciertos filósofos de la antigüedad que el hombre debe repasarse tres veces al día y examinar sus hechos. La máxima es excelente: sigámosla. No seamos ligeros y olvidadizos, antes probémonos cuidadosamente a nosotros mismos; hagamos constar nuestras caídas y miserias, trabajando así para santificar nuestra vida.

Por último, y éste es el mejor consejo que puedo daros, si queréis semejaros a Cristo, buscad una medida más abundante del Espíritu de Dios. Serán vanos todos vuestros esfuerzos para parecer os a Cristo, si no buscáis Su Espíritu.

Tomad un pedazo de hierro, probad a darle cualquier forma y no lo conseguiréis. Ponedlo sobre el yunque, coged el martillo del forjador, golpeadlo repetidamente y nada habréis conseguido. Haced lo que os plazca con aquella masa fría, nada conseguiréis. Pero ponedla en el fuego, que se ablande y se haga maleable; colocadla luego en el yunque, y cada golpe tendrá su efecto, de modo que entonces podréis darle la forma que os convenga.

Lo propio ocurre con el corazón humano. No procuréis modelar vuestro corazón frío y duro, como lo es por naturaleza; sino sumergido enseguida en el horno de la gracia divina; dejad que se caliente y funda, y cuando esté blando -como la cera, podrá reproducir fielmente la imagen del Señor Jesús.

¡Oh, hermanos!, ¿qué podré añadir para llevaros a prestar toda vuestra atención a este asunto…? ¡Pensad que si La parecéis en la tierra, seréis semejantes a Cristo también en el delo; que si por la potencia del Espíritu sois hechos sus discípulos Aquí abajo, seréis participes de Su gloria!

Supongamos que a la puerta del paraíso hay un ángel que no admite, en el lugar de las delicias, sino aquellos cuyos rasgos presentan verdadera analogía con los de nuestro adorable Redentor.

He aquí un hombre que llega, ciñendo en su frente una corona real. Pero el ángel le dice: «Cierto, tú llevas una corona; mas aquí las coronas no sirven para nada.»

Otro se aproxima, ostentando las insignias del poder y la toga de ciencia: «Todo esto era muy bueno en su tiempo y lugar, dice el ángel, pero ni los honores ni la ciencia dan acceso al cielo.»

Aparece un tercero, radiante de juventud, de atractivos y de gracia. El ángel le dice: «Podrías tú brillar en la tierra, pero en la nueva Jerusalén, la belleza exterior no tiene precio alguno.»

Otro llega aún, precedido por la fama y los aplausos del género humano. Contesta el ángel: «Todas las glorias humanas están aquí desprovistas de valor alguno.»

Se presenta, al fin, uno que quizá fue pobre, ignorante, despreciado por los hombres; mas no importan estos precedentes. El ángel le mira, sonríe y exclama gozoso: «He aquí una fiel reproducción de Cristo; he aquí la imagen de Su persona; es el propio Señor que viene bajo la figura de uno de Sus discípulos. ¡Bienvenido, oh rescatado! Tú has estado con Jesús, tú has sido semejante a Él, la gloria eterna es tuya. Entra en el gozo de tu Señor.»

Reflexionad, queridos hermanos, en estas cosas, por amor a vuestras almas. Quien sea como Cristo, entrará en el cielo; mas aquel que en nada Le parezca, será precipitado al infierno. Se acerca el día en el que cada cosa ha de unirse a su semejante: la cizaña con la cizaña y el trigo con el trigo. Si habéis caído con Adán y dejáis esta vida muertos en pecados y delitos, vuestra porción será eternamente con los espiritualmente muertos; pero, si resucitáis aquí con Cristo a nueva vida, entonces reinaréis con El por los siglos de los siglos.

El trigo con el trigo, la cizaña con la cizaña. No os engañéis, Dios no puede ser burlado, que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gál. 6:7).

Llevad este pensamiento en vuestro corazón, amados míos; juzgad de vuestro estado espiritual, comparándoos con Cristo. Si os encontráis semejantes al Maestro, entonces estáis en Cristo y estaréis siempre con El. Mas, si por el contrario, no sois conformes a la gloriosa imagen de Jesús, no tendréis parte ni suerte en la salvación que es en Cristo.

Que mi pobre discurso ayude a aventar la era, manifestando la paja y revelando los que son y los que no son de Cristo. Y ante todo, que sirva para llevar muchas almas al deseo de llegar a ser participantes de la heredad de los santos en luz, por la fe en Cristo Jesús y por la alabanza de Su gracia.

A Él sea toda la gloria. Amén.

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