Tras mi ventana

Por Marco A. Vega.  Estaba apenas en los albores de su adolescencia, y aunque hija de pastores, estaba completamente carente de amor. ¿Qué ocurre cuando los líderes pierden de vista su primer ministerio? Existe un peligro en el ministerio que en muchos casos llega a ser poco imperceptible. Este es un desafío a los pastores de jóvenes, para que guarden el tesoro más grande que Dios nos ha dado: la familia.

Después de haber escuchado en consejería a una joven amiga, quise compartir sus palabras, que no solo desnudan su tierno corazón sino que también la cruda realidad que en no pocas familias se vive: el abandono. Ellas pueden guiarnos a repensar el valor, que como líderes, le damos a nuestra familia. Es un desafío a los pastores de jóvenes, para que seamos capaces de guardar el tesoro más grande que Dios nos ha dado: la familia y sus futuras generaciones. Sólo cumpliendo la demanda divina de cuidar de ella nos será posible desarrollar un ministerio legítimamente eficaz.

He aquí las palabras que escuché de ella:

«Tras mi ventana los veía salir todos los días. Sé que no tenían tiempo para mí, estaban muy ocupados en sus cosas, en sus trabajos, en lo que ellos llamaban su vida.

»Yo, por mi parte, y como toda una chica que estaba creciendo —porque casi cumplía los doce años— tenía muchas preguntas, muchas dudas que asaltaban mi mente, pero por supuesto, no tenía a nadie que las contestara. La relación que mantuve con mis padres no fue cercana, más bien fue distante. Según entiendo el «jefe» de ambos — trabajaban en el mismo lugar— era muy exigente; los hacía trabajar horas extras sin paga, les demandaba todo el tiempo posible, incluso les pedía que nos sacrificaran a nosotros —a mí y a mis otros tres hermanos. Mis padres nunca tuvieron para nosotros muestras de cariño o afecto, ¡no tenían tiempo! Supongo que por esa razón llegué a odiar al «jefe» de mis padres, aunque no lo conocía.» Así era, papi y mami trabajaban mucho, día y noche. Se sentían satisfechos por sus esfuerzos; eso sí, a nosotros nunca nos faltó nada en cuanto a lo material, solamente estábamos hambrientos del tiempo necesario para que ellos pudieran demostrarnos su amor.

»Una vez más, miraba yo tras mi ventana cómo mi hermana mayor coqueteaba con sus amigos. Ellos siempre entraban a nuestra casa cuando estábamos solas. Y hasta que… por fin ocurrió lo que yo anhelaba, tuve con uno de ellos —un poco mayor de edad que yo, por cierto— mi primera experiencia sexual. Poco tiempo después, mi propio hermano mayor comenzó a tener relaciones sexuales conmigo. Poco a poco, sin darme cuenta, quedé atrapada en un mundo que no conocía, lleno de seducción y sexualidad; incluso, tenía relaciones sexuales remuneradas con hombres mayores. Aunque yo, en ese momento, solo había cumplido los doce años, ya era «toda una mujer». Papi y mami, por su parte, seguían trabajando mucho y, por supuesto, nunca sospecharon nada de lo que yo hacía. Estaban demasiado ocupados como para saberlo.

»Hoy, tras mi ventana, siento un poco más el dolor por el amor que nunca tuve. Ya cumplí mis trece años y, por esas cosas de la vida, debo buscar a mis padres para hablarles… Quizás, ahora, el «jefe» de ellos les permita que me escuchen; quizás, su «patrón» les brinde una hora para que yo pueda confesarles lo que ya no puedo ocultar más aunque quisiera. Es cierto, ¡estoy embarazada!. Sé que apenas tengo trece, pero seré una buena madre. Definitivamente no quisiera trabajar en lo mismo que mis padres, porque quiero que mi bebé tenga lo que yo no conocí: atención y amor.

»Por último, casi lo olvido, el trabajo de mis padres, desde que tengo memoria, ha sido pastorear una iglesia evangélica

 

No pretendo con esta nota ser fatalista, sino más bien realista para enfocarnos en el compromiso que nos fue encomendado por el Señor. Esta historia es real. Es más, es representativa de muchas historias que se viven en silencio en muchos hogares que sirven al Señor. Servir a Dios no es sinónimo de separación de la familia. Nosotros como líderes de jóvenes debemos aprender de este tipo de situaciones y no cometer los mismos errores. El servicio a Dios no tiene nada que ver con el menosprecio a nuestra familia; no significa que debemos descuidar a nuestros seres queridos. ¿Qué mejor forma hay de adorar a Dios que amar a las personas con las que él mismo nos rodeó?

Lucas, el evangelista, registra las características del perfil que Jesús dio de aquel que quiere ser su discípulo: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.» (Lc 14.26) La palabra aborrecer, muchos la han tomado literalmente según el castellano y dicen: «¡Ya decía yo que había que odiar a los padres!» «¡Con razón no los soporto!» Utilizan la Palabra como pretexto perfecto para olvidarse por completo de sus familias por un supuesto amor a Dios.

En realidad la palabra aborrecer se usa aquí en el sentido comparativo de amar menos. La idea que da es que Dios debe ser amado más, debe estar por encima de, debe ocupar el primer lugar antes que el padre, la madre, la mujer, los hermanos, hermanas y hasta su propia vida. No dice que debe ser lo único amado, sino el primero en orden de importancia. O sea, que si Dios debe estar en el primer lugar, el segundo, tercero y cuarto lugar deben estar ocupados por nuestra familia, posesiones, sueños, anhelos y demás. ¿Ve con claridad el punto? Un objeto de amor no excluye al otro. Podemos amar a Dios por sobre todas las cosas, pero también debemos amar a los demás.

 

La falta de amor que vivió mi amiga, cuyo corazón han podido leer, es un vivo ejemplo de cómo se tergiversa la Palabra de Dios. Pastores que viven preocupados por el ministerio, pero despreocupados por su familia no saben amar; y todo… por «amor a Dios». No dudo que los padres de mi amiga amaran a Dios, lo que pongo en duda es que tuvieran claro cómo hacerlo. Al final de cuentas, no es el mucho activismo lo que impresiona a Dios, sino el carácter, la integridad, el ejemplo, la verdad que repercute en familias transformadas y ejemplares.

 

Pablo decía que el que se casa debe preocuparse por las necesidades de su esposa y de su familia. No hay espacio para la despreocupación. Las palabras de mi amiga debe llevarnos a reflexionar sobre la forma en que estamos luchando la buena batalla. Es un desafío a servir a Dios y a amar a nuestra familia. No importa el rol que ocupemos en ella, puede que sea de hijos, de primos, de padres, de amigos, de socios, de compañeros, de líderes. Todos tenemos el mismo llamamiento: formar generaciones sólidas, firmes, sustentadas en el amor y el compromiso hacia Dios.

¡Adelante generación valiente!

Asociación Vida Proyectos

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