UN LLAMAMIENTO A LOS PECADORES

«Éste a los pecadores recibe» (Lucas 15: 2).
Según nos cuenta el evangelista, cuando estas palabras fueron pronunciadas, se congregaba alrededor de nuestro Salvador un grupo muy singular: «Se llegaban a Jesús todos los publicanos y pecadores a oírle». Los publicanos -la gente más ruin, los opresores públicos, despreciados y odiados aun por el más insignificante de los judíos-, junto con los de peor condición, la escoria de la calle y la chusma de la sociedad de Jerusalén, rodeaban a este portentoso predicador, Jesucristo, para oír sus palabras.

Un poco alejadas de la multitud se encontraban unas cuantas personas respetables que en aquellos días eran llamadas escribas y fariseos; hombres muy estimados en las sinagogas como gobernantes, administradores y maestros. Éstos miraban con desprecio al predicador; y lo observaban con rencor por ver si lo cogían en falta. No pudieron encontrarla en El, pero la hallaron fácilmente en la congregación; Su comportamiento hacia los que le rodeaban escandalizaba por completo la falsa idea que tenían de lo que debía ser el trato social; y cuando vieron su afabilidad para con los de la peor calaña, que dirigía palabras cariñosas a lo más ruin de la raza, dijeron con intención de deshonrarle, bien que éste era su más alto honor: «Éste a los pecadores recibe». Yo creo que nuestro Salvador no podía haber deseado mejor frase que ésta para definir clara y concisamente lo sagrado de su misión. Es el retrato exacto de su carácter, pintado con toda fidelidad por mano maestra. Él es el hombre que «recibe a los pecadores». Hay verdades que muchas veces se pronuncian en son de burla, o con denigrante intención. «Ahí va un santo», dicen, y es verdad. «Mire, ahí tiene uno de sus escogidos, uno de sus elegidos», dicen con insultante tono; pero esta doctrina que a ellos escandaliza es consuelo para los que la reciben; es su gloria y honor. Y de esta misma manera los escribas y fariseos quisieron difamar a Cristo; pero en lugar de esto, aun no siendo su intención le otorgaron un título de renombre. «Éste a los pecadores recibe, y con ellos come.»

Esta tarde dividiré mi sermón en tres partes. Primera, la doctrina de que Cristo recibe a los pecadores es una doctrina inspirada. Segunda, el ánimo que ella infunde a los pecadores; y por último, la exhortación que naturalmente nace de ella dirigida al pecador

1. Primeramente, pues, LA DOCTRINA. La doctrina no es que Cristo recibe a todo el mundo, sino que sólo «a los pecadores recibe». En una conversación corriente entendemos que, en esta expresión estamos incluidos todos, y está muy en boga hoy en día el ocultar nuestros pensamientos diciendo que somos pecadores, cuando estamos plenamente convencidos de ser caballeros respetables, personas de categoría que no hemos roto un plato en toda nuestra vida. Es una especie de confesión formularía la que los hombres hacen cuando dicen que son pecadores, tanto si emplean una fórmula como otra, o la repiten con palabras de una lengua extraña; porque no sienten una profunda y sincera contrición. No tienen en absoluto la más ligera idea de que lo sean. Los escribas y fariseos declaraban supuestamente que ellos no eran pecadores cuando señalaban a los publicanos, a las rameras y a los despreciables, diciendo éstos son pecadores, nosotros no». «Muy bien», dijo Cristo, «Yo apoyo la distinción que habéis hecho. Según vuestra propia opinión no sois pecadores; de acuerdo, por el momento estaréis exentos de ser llamados así: Yo garantizo vuestra distinción. Pero he de advertiros que Yo vine para salvar a aquellos que, en su propia estimación, en la vuestra, son considerados como pecadores.» Estoy plenamente convencido de que ésta es la doctrina de nuestro texto: que Cristo no recibe a los que ya tienen justicia propia, ni a los buenos, ni a los sinceros, ni a aquellos que no creen necesitar un Salvador; sino a los de espíritu quebrantado, a los contritos de corazón, a aquellos que confiesan haber quebrantado la ley de Dios y merecido su enojo. A estos, y sólo a estos, Cristo vino a salvar. Y vuelvo a afirmar lo que ya tratamos el pasado domingo: que Cristo murió por estos, y por nadie más. El derramó su sangre por aquellos que están dispuestos a confesar sus pecados y que buscan misericordia en las penas abiertas de Su maltrecho cuerpo; por nadie más se propuso ofrecerse a Sí mismo en la cruz.

Observad, amados, que Dios hace una muy sabia distinción al complacerse en escoger y llamar a los pecadores al arrepentimiento, y sólo a ellos. Por esta razón, no son otros que acuden a Él. Nunca se ha dado el milagro de que acudiera a Cristo un hombre con su propia justicia en busca de misericordia; sólo los que necesitan un Salvador van a El.

Es lógico que los que no se consideran necesitados de un Salvador no se acerquen a su trono; y es en todos los sentidos suficiente que Cristo dijera recibir a los pecadores, cuando son los pecadores los únicos que buscan en Él misericordia; por consiguiente, sería inútil que dijera recibir a quienes jamás irán a El.

Pero notad que solamente estos son los que pueden venir; nadie puede acudir a Él si no se reconoce sinceramente como pecador. El hombre autosuficiente no puede venir, porque, ¿qué es lo que se requiere para ello?: arrepentimiento, confianza en Su misericordia, y la negación de toda confianza en sí mismo. Así pues, uno que esté pagado de su propia suficiencia no puede arrepentirse y al mismo tiempo seguir firme en su orgullo. ¿Dé que ha de arrepentirse, si cree que no tiene pecado? Decidle que vaya a Cristo con humilde arrepentimiento, y os dirá. ¡Eh!, usted está insultando mi dignidad. ¿Porque he de acercarme a Dios?, ¿dónde está mi pecado? Mis rodillas no se doblarán para pedir perdón porque no he ofendido. Estos labios no implorarán clemencia, porque yo estoy cierto de que no he pecado contra Dios; no necesito su misericordia». La propia justicia del hombre no puede venir a Dios, porque el venir implica que ha dejado de ser justo. Ni tampoco puede poner su confianza en Cristo. ¿Por qué habría de ponerla? ¿Voy a confiar yo en Él si no lo necesito? Si yo soy autosuficiente, no me hace falta ningún Cristo que me salve. ¿Cómo, pues, voy a acudir con una confesión como ésta:

«Nada traigo en mis manos a tu Luz»

Cuando la traigo llenas ¿Cómo podré decir: «lávame», si creo que estoy limpio? ¿Cómo diré: «sáname», cuando creo que nunca he estado enfermo? ¿Cómo clamaré: «Dios mío, líbrame, dame la libertad», si creo que jamás he estado cautivo, ni «jamás serví a nadie»? Solamente el que siente su esclavitud a causa de la servidumbre del pecado, el que se siente enfermo hasta la muerte a causa de la convicción de su culpa, el que sabe que no puede salvarse a sí mismo, es el que puede confiar en el Salvador. Es imposible que el justo renuncie a su justicia y descanse confiadamente en Cristo, porque en su misma renunciación está el verdadero carácter de aquellos que Él dijo que recibiría. El desechar su propia justicia sería ponerse en la misma situación del pecador. Amigos, el venir a Cristo implica el desvestirnos de la inmunda ropa de nuestra rectitud y ponernos la de Él. ¿Cómo voy a hacer eso si a sabiendas me embozo en mi propia vestidura? Y si para ir a Cristo he de dejar mi refugio y toda mi esperanza, ¿cómo podré hacerlo si al primero lo considero seguro y a la segunda excelente, y estoy vestido dignamente para las bodas del Cordero? De ninguna manera, amados; es el pecador y sólo el pecador quien puede ir a Cristo; el justo no puede hacerlo, sería impropio de él, y aunque pudiera no lo haría; su propia justicia encadena sus pies inmovilizándole, paraliza su brazo impidiéndole asirse a Cristo, y ciega sus ojos velándole al Salvador.

Hay otra razón más: si estos hombres, que no son pecadores, viniesen a Cristo, Él no sería glorificado en ellos. Si cuando el médico abre su puerta a los enfermos, entro yo, que gozo de buena salud, será inútil, conmigo no podrá ganar fama, porque no habrá lugar a que ejerza su ciencia en mí. ¿Y el caritativo?; podrá repartir su hacienda entre los pobres, pero si se acerca a él uno que nade en la abundancia, no podrá ganar su estima por darle de comer o por vestirle, ya que ni tiene hambre ni esta desnudo. Si Jesucristo proclama que dará gracia a todo el que venga, yo creo que es suficiente para creer que no querrá ni podrá venir nadie, a no ser aquellos que sean impulsados por sus apremiantes necesidades.

¡Sí!, esto basta; es suficiente para su honor. Un gran pecador, cuando es salvado, atrae gran gloria sobre Cristo. Si alguien que no fuera pecador pudiese alcanzar el cielo, el mérito y el honor serían suyos y no de Cristo. El que está limpio no podrá engrandecer el poder limpiador del agua aunque se bañe en la fuente, porque no tiene mancha de que lavarse. El que no es culpable jamás podrá magnificar la palabra «perdón». Es el pecador, y solamente el pecador, quien glorificará a Cristo; y es por esto que «este hombre a los pecadores recibe», y a ninguno más. «Él no vino a llamar justos, sino pecadores al arrepentimiento.» Esta es la doctrina del texto.

Pero seamos un poco más explícitos en esta palabra de que «Éste a los pecadores recibe». Entendemos que, al recibir a los pecadores, lo hace para otorgarles todos los beneficios que ha adquirido para ellos: si una fuente, los recibe para lavarlos; si medicina para el alma, los acoge para sanarlos; si casa de beneficencia, hospital o leprosería para moribundos, los recibe en estos refugios de misericordia. Para darles todo su amor, toda su gracia, toda su expiación toda su santidad, toda su justicia; para darles todo esto recibe a los pecadores. Y aun más; no contento con llevarlos a su casa, los recibe en su corazón. El toma al pecador, y, habiéndole lavado, dice: «He aquí tú eres mi amado, y mi deseo eres tú». Y para que todo sea perfecto, al final recibe a los santos en el cielo. Si, santos he dicho, y me refiero a aquellos que fueron pecadores; porque nadie podrá en verdad ser santo, si antes no ha sido pecador, y luego lavado en la sangre de Cristo y emblanquecido por el sacrificio del Cordero.

Observad, pues, amados, que cuando decimos recibir a los pecadores, decimos el darles la salvación completa; y las palabras del texto, «Cristo recibe a los pecadores», encierran el *****plimiento de todas las condiciones del pacto. El los recibe para hacerles gozar de los deleites del paraíso, de la paz de los bienaventurados, de los cánticos de los glorificados, de una eternidad de felicidad sin fin. «Éste a los pecadores recibe»; y quiero hacer especial hincapié en este punto: recibe a estos, y a nadie más. No es su deseo obrar la salvación de alguien que no se sienta pecador. Completa y libre salvación es predicada a todos los pecadores del universo; pero yo no tengo salvación alguna que anunciar a quienes no se reconozcan pecadores. A estos debo predicarles la ley, advirtiéndoles que sus justicias son como trapos de inmundicia, que sus bondades desaparecerán como la tela de araña, y que, como el huevo del avestruz es destrozado por la pata del caballo, así serán deshechas. «Éste a los pecadores recibe», y a nadie más.

II. Ahora nos toca considerar EL ÁNIMO que estas palabras dan. Si este Hombre recibe a los pecadores, ¡cuán dulce es esta palabra para ti, pobre pecador enfermo de iniquidad! Seguro, El no te rechazará. Ven, déjame alentarte a venir a mi Señor esta noche, para recibir su gran expiación y ser vestido con su justicia. Notad: a estos que yo me dirijo son propia, real e íntegramente (bona fide), pecadores; no pecadores de compromiso; no aquellos que dicen serlo para evitar toda discusión según creen ellos, con los religiosos fanáticos de hoy día; no, yo hablo a aquellos que se sienten perdidos, arruinados y sin esperanza. Todos estos son invitados ahora franca y libremente a venir a Cristo Jesús y ser salvos por El. Ven, pobre pecador, ven.

Ven, porque Él ha dicho que te recibirá. Yo sé que tienes miedo; todos nosotros también lo tuvimos una vez cuando fuimos a Cristo. Yo sé que dices en tu corazón: «Seré rechazado. Si le imploro no me oirá; si clamo a Él, los cielos se volverán sordos como una tapia; he sido tan gran pecador que jamás me aceptara para morar con Él en su casa». ¡Pobre pecador! No hables así; Él ha promulgado el decreto. Entre los hombres es suficiente una promesa para confiar, si el que da su palabra es honrado. ¡Pecador!, y ¿no es suficiente si el que la hace es el Hijo de Dios? Él ha dicho: «Al que a mí viene no lo hecho fuera». ¿Osarás desconfiar de esta promesa?, ¿no te harías a la mar con un barco tan sólido como éste: Él lo ha dicho? Éste ha sido por siempre el único consuelo de los santos; en él han vivido y en él han muerto: Él lo ha dicho. ¿Qué?, ¿crees que Cristo te miente? ¿Prometería recibirte para luego no hacerlo?, te diría: «Mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; ven a la cena», para darte después con la puerta en las narices? No, si Él ha dicho que no echará a nadie que venga, está seguro que no podrá, que no querrá echarte a ti. Ven, pues, y prueba su amor sobre esta base, que Él lo ha dicho.

Ven y no temas, porque si te sientes pecador, recuerda que este sentimiento tuyo es don de Dios, y por tanto puedes venir con toda seguridad a Aquel que ha hecho tanto para traerte. Un extraño llama a mi puerta pidiendo limosna, y sus primeras palabras son para decirme con toda sinceridad que nunca me ha visto antes de ahora y que no tiene derecho a apelar a mi generosidad; pero que, sin embargo, confía plenamente en cualquier sentimiento misericordioso que pueda haber en mi corazón. Si yo le hubiera favorecido anteriormente, suponiendo que yo fuese rico, podría decirme: «Señor, ha hecho usted tanto por mí, que le creo incapaz de abandonarme y dejarme morir de hambre después de tanto amor». ¡Pobre pecador! Si sientes necesidad de un Salvador, Cristo te hizo sentirla; si tienes el deseo de seguirle, El te lo dio; si anhelas estar con Dios, Dios te dio el anhelo; si suspiras por Cristo, Él ablandó tu corazón; si lloras por Jesús, El te dio las lágrimas. ¡Ay!, si le deseas con el ardiente deseo del que espera aunque teme no encontrarle nunca,, si tienes esa esperanza, Él te la dio. Y, ¿no vendrás a El? Ya tienes algunas de las mercedes del Rey; ven y apela a lo que Él ha hecho, que no hay causa perdida con Dios cuando alegues esto. Dile que sus misericordias pasadas te mueven a probarle en el futuro. Postrado sobre tus rodillas, pecador, postrado sobre tus rodillas, dile así: «Señor, te doy gracias porque me reconozco pecador; tú me lo has enseñado; te bendigo porque yo no encubro mi iniquidad, porque la conozco y la siento; porque siempre está ante mis ojos. Señor, permitiste que viera mi pecado, ¿y no me dejarás ver a mi Salvador? Tú que has abierto la herida y metido la lanceta, ¿no me curarás? ¡Oh, Señor! ¡No has dicho Tú «yo mato», y a renglón seguido, ‘Yo doy vida»? Tú me has matado, ¿y no me darás vida? Alega esto, pobre pecador, y comprobarás que es verdad que «Éste a los pecadores recibe».

¿No te basta esto? He aquí, pues, otra razón. Estoy cierto que «Éste a los pecadores recibe», porque ha recibido a muchos antes que a ti. Mira, he ahí la puerta de la Misericordia; advierte cuántos han llamado a ella; casi puedes oír ahora los golpes como ecos del pasado. Observa cuántos viajeros cansados han repicado en su aldaba en busca de descanso, cuántas almas hambrientas han acudido a ella pidiendo pan. Ven tú, llama a la puerta de la Misericordia y pregunta a quien te abra. ¿Ha llamado alguna vez alguien a la puerta que haya sido rechazado?» Yo puedo asegurarte la respuesta: «No, ninguno».

«Jamás volvió vacío el pecador

Que viniera a buscar misericordia

Por amor del bendito Salvador.»

¿Y serás tú el primero? ¿Crees que Dios quiere perder su buen nombre echándote a ti? El portillo de la Misericordia ha estado abierto noche y día desde que el hombre pecó. ¿Crees que se cerrará por primera vez ante tu cara? No, hombre, ven y pruébalo; y si encuentras que es así, vuelve y dime: «No hombre ven y pruébalo; y si encuentras que es así, vuelve y dime «No has leído la Biblia como debieras»; o publica que has encontrado una promesa en ella que ha sido in*****plida, porque, Él dijo: «Al que a mí viene no lo hecho fuera». No creo que haya en este mundo ni siquiera uno que pueda decir delante de Dios que buscó misericordia y no la halló. Y es más, creo que tal persona no existirá jamás; porque cualquiera que venga a Cristo en busca de clemencia, más que cierto la hallará. ¿Qué mayor estímulo puedes desear? ¿Quieres quizá la salvación para aquellos que no quieren venir y ser salvos?, ¿Quieres que la sangre sea rociada también sobre aquellos que no quieren venir a Cristo? Tú puedes quererlo así, pero yo no te lo puedo predicar. No está en la Palabra de Dios y jamás me atreveré.

Y ahora, pecador, aun tengo otro argumento que presentarte para que creas que Cristo recibirá a todos los pecadores que vayan a El. Y es éste: Él llama a todos los que lo son. Ahora pues, si Cristo nos llama y nos insta a venir, podemos estar seguros de que no nos echará cuando vayamos. Hubo una vez un ciego que, estando sentado junto al camino pidiendo limosna, oyó -porque no podía ver- un tropel de pasos que se acercaba; y, al preguntar qué era aquello, le dijeron que pasaba Jesús de Nazaret. Entonces, dando voces, gritó «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mi!» El oído de misericordia pareció ser sordo, y el Salvador continuó andando como si no hubiera oído la súplica. Y aunque hasta entonces el pobre hombre no había cesado de gritar, permanecía sin moverse. Pero cuando el Salvador le dijo: «Ven acá», ¡ah!, entonces no se demoró un instante. Le dijeron: «Levántate, Él te llama»; y tirándolo todo, apretado por la por la muchedumbre, se acercó y dijo: «Maestro, que cobre la vista». Ahora tu, que te sientes perdido y arruinado, levántate y habla; Él te llama. Redargüido pecador, Cristo dice: «ven»; y puedes estar seguro de que es esa su intención. Citemos de nuevo la Escritura: «No he venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento». Tu eres llamado, amigo; ven, pues. Si su Majestad la Reina pasara ahora por aquí, difícilmente imaginarías el poder hablar con ella; pero si tu nombre fuese pronunciado, y por sus propios labios, ¿no irías tú a su carroza y escucharías lo que tuviera que decirte? Pues bien, el Rey del cielo dice: «ven». Sí, los mismos labios que un día dirán: «Ven, bendito», dicen esta noche: «ven pobre afligido pecador, ven a mi que Yo te salvaré». No hay una sola alma afligida en esta sala, si su aflicción es obra del Espíritu Santo, que no encuentre salvación en las heridas de Cristo. Cree, pues, pecador, cree en Jesús, que Él es poderoso para salvarte hasta lo sumo.

Y ahora, solamente un momento para encomendaros estas palabras de aliento. Yo sé, pobres almas, que cuando estáis bajo la sensación de pecado, es difícil creer. Muchas veces decimos: «cree únicamente»; pero el creer es la cosa más difícil del mundo cuando el pecado agobia vuestros hombros con su peso. Acostumbramos a decir: «Pecador, confía únicamente en Cristo». ¡Ah!, no sabéis cuán grande es ése «únicamente». Exige un esfuerzo tan sobrehumano, que nadie podrá realizarlo, si no es con la ayuda de Dios; porque la fe es don suyo, y El la concede solamente a sus hijos. Pero si hay algo que pueda excitar la fe, es precisamente de ello que quiero hablaros. Recuerda, pecador, que Cristo quiere recibirte, porque Él vino del cielo para buscarte y hallarte en tu extravío, para salvarte y librarte de todas tus miserias. El ha dado prueba de su sincero interés por tu felicidad, derramando la sangre de su corazón para redimir tu alma de la muerte y el infierno. Si se hubiera contentado con la compañía de los santos, se habría quedado en el cielo con los muchos que allí hay. Abraham, Isaac y Jacob estaban con El allá en la gloria; pero no, deseó tener también a los pecadores. Tuvo sed de las almas que se perdían. Anheló hacerlas trofeos de su gracia. Buscó a, los que estaban manchados y sucios para emblanquecerlos. El quiso poseer las almas que estaban sumidas en la muerte, para darles vida. Su misericordia necesitó sobre quien mostrarse. ¡Oh!, pecador, mira y ve aquella cruz. ¡Contempla a Aquel que es alzado en ella!

«¡Ve de su cabeza, sus manos y sus pies

La pena y el amor juntos brotar!

¿Ha habido jamás hiel como esta hiel

O tan sublime amar como este amar?

¡Gemas de la corona de su sien!»

¿Ves aquellos ojos?, ¿no notas el amor que por tu alma flota en aquella mirada?; ¿no ves el costado?: esta abierto para que puedas esconder tus pecados en el. Ve aquellas gotas de sangre carmesí; cada una de ellas se vierte por ti. ¿Oyes aquel grito de muerte: «Elí, Elí, lama sabactani?» Aquel grito, en todo su grave sonido y profunda solemnidad, es por ti. Sí, por ti, si tú eres pecador, si tú esta noche puedes decir a Dios: «Señor, yo sé que te he ofendido; ten misericordia de mí por amor de Jesús». Si guiado por el Espíritu eres llevado ahora a aborrecerte a ti mismo en polvo y ceniza por tu pecado, verdaderamente, como siervo de Dios, en su presencia te digo que tú serás salvo; porque Jesús no murió por ti para luego dejarte perecer.

III. Nuestro último punto es UNA EXHORTACIÓN. Si es verdad que Cristo vino solamente para salvar a los pecadores, mis amados oyentes, trabajad, esforzaos, agonizad para que sintáis en vuestras almas esa sensación de pecado. Una de las cosas más dolorosas del mundo es el sentirse pecador; pero ésa no es razón para que yo deje de exhortaros a que lo busquéis; porque aunque es aflicción, es solamente el sinsabor de la amarga medicina que obrará la curación. No busquéis el tener un alto concepto de vosotros mismos, sino estimaros en poco; no os engalanéis ni procuréis rodearos de oro y plata; no os justifiquéis a vuestros ojos, sino despojaos y desnudaos, sed humildes. No os elevéis, sino rebajaos. No crezcáis, sino menguad. Pedid a Dios que os muestre que no sois nada. Pedidle que os lo haga reconocer para que sólo podáis decir:

«El primero de los pecadores soy»;

Y si Dios oye vuestra súplica, es muy probable que Satanás os diga que no podéis ser salvos porque sois pecadores. Como a Martín Lutero le sucedió «Estando yo una vez sumido en pena y pecado», nos cuenta él, «Satanás me dijo: ‘Lutero, tu no puedes salvarte porque eres pecador’ ‘No’, dije, sino que te cortaré la cabeza con tu propia espada. Tú dices que soy pecador; gracias por decírmelo. Eres una buena persona, Satanás (le dice con ironía), cuando me avisas de que soy pecador. Bien, Satanás, pues que Cristo murió por los pecadores, luego murió por mí. ¡Ah!, si solamente sabes decirme esto, muchas gracias de nuevo; y en lugar de lamentarme cantaré con gozo, porque lo único que necesitamos es saber y sentir que somos pecadores’.» Sintámoslo nosotros; sepámoslo y recibamos como un hecho indubitable de la revelación que tenemos derecho a ir a Cristo, creer en Él y recibirle como nuestro suficiente Salvador, y colmo de nuestros deseos. Sin lugar a dudas, Conciencia intentará deteneros; pero no tratéis de cerrar su boca, sino decidle que le estáis muy agradecidos por todo cuanto os recuerda. Os dirá: «¡Oh!, tú has sido una miserable criatura que no has dejado de pecar desde tu juventud. ¡Cuántos sermones han sido malgastados en ti!, ¡cuántos domingos has quebrantado!, ¡cuántos avisos has despreciado! ¡Oh!, eres un miserable pecador». Dad las gracias a Conciencia, porque cuanto más firme sea vuestra convicción de pecado, no de una forma superficial, sino en lo más profundo de vuestro corazón; cuanto más culpables os sintáis, tanta más razón tenéis para venir a Cristo y decir: «Señor, creo que Tú moriste por el culpable; creo que quisiste salvar al que no lo merecía. A ti me entrego; ¡sálveme. Señor!» Esto no os viene bien a algunos de vosotros, ¿verdad? No es ésta la clase de doctrina que halaga al hombre. No; os gustaría ser buenas personas y ayudar a Cristo un poco; os agrada esa teoría que muchos ministros no cesan de proclamar. «Dios ha hecho mucho por ti; haz tú el resto y serás salvo.» Es una doctrina ésta que tiene mucha aceptación; vosotros hacéis una parte y Dios hará la otra; pero no es ésta la verdad de Dios, sino un loco desvarío. El dice: «Yo lo haré todo, ven y póstrate a mis pies; deja tus obras, déjame ocupar tu lugar; después yo te haré vivir para mi gloria. Solamente para que puedas ser santo requiero que confieses tu impiedad, para que puedas ser santificado debes reconocer tu inmundicia». ¡Oh!, haced esto, mis oyentes. Postraos ante el Señor, abatíos. No os alcéis orgullosamente, sino hincad vuestras rodillas delante de Dios con humildad; decidle que estáis perdidos sin su soberana gracia; decidle que no tenéis nada, que no sois nada, y que nunca seréis sino nada; pero que sabéis que Cristo no pide nada de vosotros, sino que os tomará tal como sois. No intentéis venir a Cristo con algo que no sean vuestros pecados; no tratéis de acercaros a El con vuestras oraciones como recomendación, ni aun con vuestra profesión de fe; venid a Él con vuestro pecado, que El os dará la fe. Si os quedáis lejos de Cristo creyendo que conseguiréis la fe fuera de Él, estáis en un error. Es Cristo quien nos salva; debemos venir a Él para todas nuestras necesidades.

«Tú eres, ¡oh Cristo!, todo cuanto pido;

En ti tengo, Señor, cuanto he soñado;

Tú das la mano al que se encuentra hundido,

Tú das aliento al pobre desmayado,

Tú devuelves salud al dolorido

Y eres Guía del ciego abandonado».

Jesús hará esto y mucho más; pero has de venir como el ciego, como el enfermo, como el perdido, o no vendrás de ninguna manera. Ven, pues, a Jesús, te suplico, sea lo que sea lo que hasta ahora te haya mantenido apartado. Tus dudas tratarán de alejarte, pero di: «Atrás, Incredulidad; Cristo dice que murió por los pecadores: y yo sé que lo soy».

«Mi fe confiada en Su promesa vivirá,

y con esa promesa morirá».

Hay una cosa más que deseo deciros antes de terminar. No permanezcáis lejos de Cristo, si os reconocéis pecadores, porque no entendáis todos los puntos de la teología. Muy frecuentemente he tropezado con recién convertidos que me han dicho: «No entiendo esta o aquella doctrina». Y yo me he alegrado en explicársela hasta donde a mí me ha sido posible. Pero muchas veces no se trata de recién convertidos, sino de recién convictos, personas que están bajo convicción de pecado, quienes, cuando he intentado hacerles ver que si eran pecadores podían creer en Cristo, han comenzado a discutir sobre tal o cual intrincado punto, y parecían creer que no podrían ser salvos hasta ser unos consumados teólogos. Así pues, vosotros, si esperáis a entender toda la teología antes de poner vuestra fe en Cristo, solamente puedo deciros que jamás lo lograréis; porque, aunque vivierais tantos años como quisierais, Siempre habría pozos tan profundos que jamás podríais explorar. Aunque hay ciertos factores imprescindibles que es necesario saber y comprender, también hay ciertas dificultades que nunca podréis superar. El santo más capacitado de la tierra no puede entenderlo todo; sin embargo, vosotros queréis saber todas las cosas antes de venir a Cristo. Hubo uno que me preguntó que cómo entró el pecado en el mundo, y me hizo saber que no vendría a Cristo hasta que entendiera ese punto. Se perderá irremisiblemente si espera a saberlo, porque nadie lo sabrá jamás. Y no tengo motivos para creer que les haya sido revelado aun a aquellos que están en el cielo. Otro quiere saber cómo es que los hombres son instados a venir, diciendo las Escrituras que no pueden, y desea tener esto bien claro; es lo mismo que si aquel pobre hombre que tenía la mano seca, cuando Cristo le dijo: «Extiende tu mano», hubiese replicado: «Señor, encuentro un poco difícil entender esto; ¿cómo puedes decirme que extienda mi mano si está seca?» Imaginad que cuando Cristo dijo a Lázaro: «¿Sal fuera?», Lázaro hubiera respondido: «Veo un poco difícil eso que me mandas; ¿cómo puede un muerto salir fuera?» ¡Aprende esto, hombre vano!: cuando Cristo dice: «Extiende tu brazo», con la orden da el poder; y la dificultad es resuelta de hecho, aunque yo crea que jamás lo será en teoría. Si los hombres quieren tener un plano de la teología, como tienen el mapa de Inglaterra; si quieren beber un croquis de cada aldea y de cada seto del Evangelio del reino, no lo encontrarán en parte alguna si no es en la Biblia; y lo encontrarán tan bien proyectado que los años de Matusalén no bastarían para poder localizar cada uno de sus más pequeños detalles. Debemos venir a Cristo y aprender, no aprender y entonces venir.

«¡Ah!, pero», dice otro, «no es ahí donde reside mi temor, los problemas teológicos no me turban; mi inquietud es mucho peor que ésa: sé que soy demasiado malo para ser salvo.» Bien, yo creo que estás equivocado, y esto es lo único que puedo responderte: que yo creeré a Cristo antes que a ti. Crees que eres demasiado malo para ser salvo, pero Cristo dice: «Al que a mí viene no lo echo fuera». Así pues, ¿quién tendrá razón? El dice que recibirá a lo peor de lo peor, y tú que no. ¿Qué, pues? «Sea Dios verdadero mas todo hombre mentiroso.» Quiera Dios volverte a ti y traerte para que pruebes al Señor Jesucristo y veas si te despedirá. ¡Qué me importa a mí ser tan frecuentemente censurado por hacer mi llamamiento a lo peor de los pecadores! Se dice que mi ministerio está dirigido a los borrachos, a las prostitutas, a los blasfemos y demás pecadores de la peor especie. No me importa si el dedo del desprecio me señala y la gente me considera loco o tonto; ¿creéis que voy a detenerme por sus ironías? ¿Pensáis que me avergonzaré por la ruindad de sus burlas? Oh, no; como David, cuando danzaba delante del arca del Señor, y Mical, hija de Saúl, se mofó y lo menospreció por desvergonzado, solamente responderé que si esto es indigno, procuraré ser más indigno todavía. Mientras yo vea las pisadas de mi Maestro ante mí, y su continua y misericordiosa aprobación a mi trabajo; mientras yo contemple su nombre engrandecido, su gloria aumentada, y salvas las almas que perecen (de lo que gracias a Dios somos testigos cada día); mientras este Evangelio me respalde; mientras el Espíritu Santo me mueva y mientras las señales continúen multiplicando la garantía de mi misión, ¿quién soy yo para que me detenga por causa de hombre, o resista al Espíritu Santo por carne que respira? ¡Oh!, vosotros, los más grandes de todos los pecadores; vosotros, lo más vil de lo vil; vosotros, que sois la escoria de la ciudad, el desecho de la tierra, la hez de la creación, vosotros, a quienes nadie se atrevería a acercarse; vosotros, cuya moral está arruinada y las mismas entrañas de vuestras almas tan manchadas que ningún batanero (obrero textil) de la tierra podría emblanquecerlas; vosotros, tan depravados que ningún moralista de la tierra sería capaz de reformaros, venid, venid a Cristo. Acudid a su invitación. Acercaos, que seréis recibidos con cordial bienvenida. Mi Maestro dijo que El recibiría a los pecadores. Sus enemigos decían de El: «Este a los pecadores recibe». ¿Qué mejor testimonio podemos tener que el de aquellos que le odiaban? Venid ahora y conceded amplio crédito a su palabra, a su invitación, a su promesa. ¿Objetarás quizás que El solamente recibió a los pecadores en aquellos días de gracia cuando estaba en la tierra? No, no es así; lo demuestran experiencias posteriores. Los apóstoles lo repitieron, después que Él subió a los cielos, en términos tan categóricos como los que usó el mismo Cristo cuando estaba en la tierra. ¿No creeréis en esto: «Palabra fiel y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» Vosotros, despreciadores, andad y haced escarnio, si queréis, marchaos y burlaos del Evangelio predicado, pero un día nos encontraremos cara a cara delante de nuestro Hacedor, y puede que les cueste caro a todos aquellos que despreciaron a Cristo y se mofaron de sus palabras de misericordia. ¿Hay aquí algún incrédulo que diga que se marcharía satisfecho de este mundo si muriera una muerte aniquiladora, y que proferiría esto a vivir en una existencia futura? Bien, mi querido amigo que así hablas; supón que el fin de todos los hombres fuera como el de los perros; estate seguro de que yo me iría tan satisfecho como tú, o quizás más, porque tengo paz y felicidad en este mundo. Pero (y nota que no hablo así porque lo dude), si es cierto que hay una vida venidera, no me gustaría ocupar tu lugar en ella cuando llegue. Si es verdad que hay un juicio, que hay un infierno (lo digo hipotéticamente, no porque tenga duda sobre ello, sino porque eres tu el que lo niegas, aunque no creo que en realidad lo dudes), si existe tal lugar, ¿qué harás entonces? Si ahora tiemblas por una hoja que se mueve en la noche, si el solo nombre del cólera te aterroriza, si te alarmas por una ligera enfermedad y corres en busca del médico y cualquiera puede engañarte con sus medicinas, porque tienes miedo de morir, ¿qué harás en las crecidas del Jordán, cuando la muerte te arrastre? Si un pequeño sufrimiento te asusta ahora, que harás cuando todo tu cuerpo se estremezca y tus rodillas tiemblen delante de tu Hacedor?, ¿qué harás tú, querido oyente, cuando sus ojos de fuego consuman tu alma?, ¿qué harás tú cuando, entre diez mil truenos, te diga: «Apártate, apártate»? Yo no puedo decirte lo que harás, pero te diré algo que no podrás alegar: no osarás decir que yo no he procurado siempre predicar claramente el Evangelio para el más grande de los pecadores Oye una vez más: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo». Creer es confiar en Cristo, arrojarse en aquellos benditos brazos que pueden soportar el peso del pecador más cargado que en el mundo haya sido, abandonarse plenamente a la promesa, dejar que El lo haga todo por ti, hasta que te haya dado vida y ayudado a realizar lo que ya comenzó «tu propia salvación»; y aun esto será «con temor y temblor». ¡Dios todopoderoso conceda que alguna pobre alma sea bendecida esta noche! A los que estáis en la orilla no espero haceros ningún bien. Si yo tuviera un cañón lanza cables para lanzar la cuerda mar adentro, solamente el navío encallado, el marino naufragado, se alegraría de recibir la ayuda. Pero a ti que te sientes seguro y salvo, no tengo por qué predicarte; eres tan peligrosamente bueno ante tus propios ojos que de nada sirve el intentar hacerte mejor; eres tan terriblemente justo que puedes marchar tranquilamente por tus propios caminos sin ninguna advertencia por mi parte. Dispénsame por tanto silo único que tengo que decirte es esto: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!» Y permíteme que me vuelva a otra clase de personas, a lo más vil de lo vil. Me trae sin cuidado que me llamen el predicador de los viles y despreciables; como Rowland Hili, el predicador de los de más baja condición, no me sonrojaré cuando me ofendan, porque ellos tienen necesidad del Evangelio tanto o más que cualquier otra criatura bajo el cielo; y si nadie les predica a ellos, Dios me valga, yo procuraré hacerlo con palabras que puedan entender. Y si a los refinados no les gusta este estilo de predicación, tienen la opción de no escucharla. Si desean oír predicar a los hombres en términos intelectuales, que escapan a la capacidad del común de los pecadores, que vayan y los oigan. Yo debo darme por satisfecho con seguir a mi Señor, que «se despojó a Sí mismo», para ir tras los extraviados pecadores de una forma poco común. Violaría el decoro del púlpito y derribaría su decencia antes de dejar de romper los duros corazones. Yo creo que una predicación es buena cuando de una forma u otra alcanza el corazón, y no me importa la forma de hacerlo. Sinceramente os digo que si no pudiera predicar de una manera lo haría de otra; si nadie quisiera venir a oírme porque vengo con chaqueta negra, les llamaría la atención con una roja. De un modo u otro les haría oír el Evangelio con todos los medios que estuvieran a mi alcance, y me esforzaría en predicar en forma tal, que aun los más simples pudieran enterarse de este hecho: «Este a los pecadores recibe». ¡Dios os bendiga a todos por Cristo Jesús!

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