UN NUEVO COMIENZO

Amados compañeros de servicio en Cristo, nuestra labor exige que estemos en el mejor estado posible en nuestro corazón. Cuando estamos en la mejor de las condiciones, somos ya bastante débiles; por lo tanto, no quisiéramos caer por debajo de nuestro punto más elevado. Como instrumentos, debemos todo nuestro poder de servicio a la mano divina; pero, puesto que los instrumentos han de guardarse siempre en orden, deseamos tener el espíritu exento de herrumbre, y nuestra mente afinada y afilada para responder en seguida a la voluntad del Maestro.

Debido a que temo que no siempre estamos a la altura de nuestros privilegios, el tema de la plática de esta mañana será «Un Nuevo Comienzo», o, dicho de otro modo, una renovación, un avivamiento, un emprender nuevo viaje, un retorno a nuestro primer amor, el amor de nuestros esponsales, cuando nuestra alma fue desposada a la obra de nuestro Redentor.

El tema es de extrema necesidad para todos nosotros, porque el proceso de la decadencia es muy fácil. Permitidme que os hable unos minutos sobre este tópico. Decaer no exige cuidados ni esfuerzos: puede conseguirse sin siquiera desearlo; en cierta medida, puede venir en oposición a nuestros deseos; podemos decaer sin darnos cuenta siquiera, y mucho más fácilmente cuando nos imaginamos ser ricos y estar en la prosperidad. Mediante una ley a la que no tenemos que contribuir, gravitamos hacia un nivel inferior. No deis cuerda al reloj, y las ruedecill1s pronto dejarán de funcionar, y el antiguo reloj de la escalera se quedará inmóvil, inútil, silencioso, muerto, como un ataúd apoyado contra la pared. Administrar bien una granja requiere labor constante y atenta vigilancia; pero abandonar la tierra hasta que no pueda alimentar ni a una alondra, es cosa fácil, que cualquier perezoso puede realizar; basta dejarla, o sacar de ella cosecha tras cosecha sin darle abono ni descanso, y los campos fértiles se convertirán en estériles, y el jardín en un desierto. Así ocurre con nosotros mismos. Dejad simplemente de dar cuerda al alma con la oración diaria, y pronto decaeréis; descuidad solamente el cultivo del coraz6n, y las espinas y brezos crecerán sin ayuda. Abandonad vuestra vida espiritual, y el ser entero se resentirá.

Que yo sepa, no podemos esperar ver energías continuas, en su plenitud, en ninguno de nosotros. Sospecho que, hasta el que arde como un serafín, conoce momentos en que la llama mengua algo. Del modo como el mismo sol no es siempre igualmente poderoso, también el hombre, que como la luz de la aurora va en aumento hasta que el día es perfecto, no brilla siempre lo mismo, ni está siempre en el mediodía. La naturaleza no mantiene siempre al mar en marea alta; interviene la marea baja, y el océano hace una pausa antes de volver a la plenitud de su fuerzas. El mundo vegetal tiene su Invierno, y disfruta de un prolongado sueño bajo su lecho de nieve. Ni la marea baja ni el invierno son tiempo desperdiciado; la marea alta y el verano deben mucho a la marea baja y a las heladas. Sospecho que, debido a nuestra afinidad con la naturaleza, también nosotros tendremos nuestros cambios y no permaneceremos siempre a la misma altura. No hay ningún hombre cuya vida sea todo clímax. No desesperemos si, en este momento. nuestro espíritu está en marea baja; la Pleamar de la vida llegará como siempre, e incluso alcanzará un punto más elevado. Cuando estamos sin hojas y al parecer sin vida, y nuestra alma ha llegado a ser como un árbol en invierno, no imaginemos que el hacha nos derribará, pues nuestra sustancia permanece en nosotros aunque hayamos perdido nuestras hojas, y antes de que transcurra mucho tiempo vendrá la época en que los pájaros cantan, sentiremos el calor cordial de la primavera que retorna, y nuestras vidas estarán de nuevo cubiertos de capullos y cargadas de frutos.

No será de extrañar que haya calmas y pausas en nuestro trabajo espiritual, pues lo mismo ocurre en los negocios de los hombres. Aun el que más se afana en pos de objetos mundanos, aquél a quien no puede acusarse ni mucho menos de falta de actividad en sus esfuerzos, es consciente, sin embargo, de que, por una especie de ley, vienen tiempos encalmados en que el negocio necesariamente se estanca. No es culpa del comerciante si a veces es necesario estimular el comercio, ni que después de estimularlo siga tan estancado como siempre. Parece ser una regla el que haya años de gran prosperidad, y luego años de decadencia; las vacas enjutas aún devoran a las gordas. Si los hombres no fueran lo que son, podría haber perpetuamente un progreso uniforme; pero es evidente que aún no hemos llegado a ese punto.

En los asuntos religiosos, la historia nos muestra que las iglesias tienen sus días de abundancia, y luego sus días de sequía. La Iglesia Universal está rodeada de estas circunstancias; ha tenido sus Pentecostés, sus Reformas, sus Avivamientos; y en loa intervalos ha habido pausas penosas, en que había más motivo para lamentarse que para gozarse, y el Miserere era más adecuado que el Aleluya. Por lo tanto, deseo que ningún hermano se condene a sí mismo por no estar consciente en este momento de poseer toda la vivacidad de su juventud: es posible que la recupere antes de que clausuremos estas reuniones. Que el labriego anhele la primavera, pero no desespere a causa del frío actual; de modo que espero que os lamentéis de todo grado de decadencia, pero que no desesperéis. Si alguno anda en tinieblas y no ve luz alguna, que confíe en Dios, y que espere en Él hasta que envíe días más luminosos.

Teniendo todo esto en cuenta, y concediendo todo el margen posible, me temo, sin embargo, que muchos de nosotros no mantenemos la debida elevación, sino que nos hundimos por debajo de lo necesario. Hay muchas cosas que tienden en este sentido, y quizás nos haga bien pensar en ellas. Cierto grado de abatimiento de espíritu puede ser puramente físico, y proceder de la evaporaci6n del vigor juvenil. Algunos de vosotros gozáis de todas las fuerzas del comienzo de la virilidad; sois de andar ligero como los ciervos del campo, y de movimientos rápidos como las aves; pero otros llevamos pinceladas de gris en nuestras cabezas, y la edad madura nos ha hecho sobrios. Nuestros ojos aún no se han apagado, ni han disminuido las fuerzas naturales; no obstante, el fulgor y la llama de la juventud se han ido, y en el estilo de nuestro hablar y en las maneras de actuar los hombres echan de menos aquel rocío de la mañana que era la gloria de las hojas jóvenes de la vida. Los mayores son propensos a ridiculizar a los compañeros jóvenes por ser demasiado celosos; que éstos no se desquiten, sino que, con cautela, se abstengan de acusar jamás a los hermanos ‘mayores con excesivo fervor.

Por mi parte, si pudiese, hubiera seguido siendo un joven, pues no he mejorado en modo alguno. ¡Ojalá pudiera poseer de nuevo la elasticidad de espíritu, el empuje, el valor, la ilusión de los días pasados! Mis días de vuelo se han convertido en días de carrera, y la carrera está disminuyendo para convertirse en un paso aún más sereno. Es motivo de aliento el que las Escrituras parezcan indicar que esto es progreso, pues es el orden prescrito para los untos: «Levantarán las alas como águilas»; se pierden de vista, por lo lejos que van. En vuestros primeros sermones, ¡cómo levantabais las alas! Vuestros primeros esfuerzos evangelísticos, ¡qué vuelos de águila eran! Después de eso, aflojasteis la marcha y, sin embargo, vuestro paso mejoró; se hizo más firme, y quizá más lento, como está escrito: «Correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán » Dios quiera que no nos fatiguemos; y si nuestros días de correr han terminado, que caminemos con Dios como Enoch hizo, hasta que el Señor nos lleve consigo al hogar.

Otra causa que frecuentemente lleva al abatimiento del vigor es el posible cese de los primeros éxitos. No quiero decir que siempre sea así; mas. generalmente, cuando un hombre va a un nuevo campo, hay muchas porciones sin segar, y recoge una gran cosecha, que más tarde no encuentra porque hay menos que segar. Si tienes un pequeño estanque no puedes seguir pescando tantos peces como al principio, porque no quedan tantos. En Londres estamos, por decirlo así, en un océano, y podemos extender nuestras redes tantas veces como queramos; pero en una ciudad o pueblo pequeños, uno puede terminar pronto toda su- labor de conversión directa si el Señor le bendice mucho; y si, después de cierto tiempo, no hay más almas salvas, quizás sea porque hay pocas personas inconversas que asisten a su ministerio. Es posible que Dios haya dado al hermano todos aquellos a quienes se proponía bendecir por su medio en aquel lugar, y quizá sea prudente que vaya a pescar en otras aguas. He leído algo acerca de un guardián de faro que cuelga una cuerda en torno al mismo, en la cual coloca cierto número de hilos y anzuelos. Todos están bajo el agua durante la marea alta, y en los momentos favorables, los peces pican, de modo que cuando la pleamar se retira, el faro queda festoneado de peces de todas clases; lo único que tiene que hacer el eficiente pescador es recoger el botín. Esto fue lo que nos ocurrió al principio; cebamos nuestros anzuelos, y sacamos los peces sin cortapisa. Pero más tarde, quizá, el guardián del faro mira desde la torre y no ve nada, pues la niebla es densa, las nubes envuelven la luz, y el viento ruge furioso; tiene que tener cerradas puertas y ventanas, para preservar su vida, y piensa en lo duro que es ser guardián de un faro, mientras desea poder estar en tierra firme. A veces también nos encontramos en posición similar. Se nos pregunta: «¿Cómo va la noche?» Y la respuesta es: «La mañana no viene, la noche se hace más densa, y las tinieblas aumentan». No todos los días sacamos la red llena de grandes peces, sino que experimentamos tristes intervalos de esfuerzo infructuoso, y entonces no es extraño que el espíritu se fatigue en uno.

El desgaste natural de una vida activa tiende también a abatirnos. Algunas de nuestras gentes piensan que tenemos poco o nada que hacer excepto subir al púlpito, y derramar un torrente de palabras dos o tres veces por semana; pero deberían saber que, si no pasemos mucho tiempo en estudio diligente, recibirían sermones muy pobres. He oído hablar de un hermano que confía en el Señor y no estudia; pero también se me ha dicho que los miembros de su iglesia no tienen confianza en él; de hecho, estoy informado de que desean que se vaya a otra parte con sus discursos inspirados, pues dicen que incluso cuando estudiaba, sus sermones dejaban bastante que desear, pero ahora que les da lo que primero viene a sus labios, son totalmente insoportables. Si alguno quiere predicar como debe, su trabajo le tomará más que cualquier otra labor debajo del cielo. Si vosotros y yo nos concentramos en nuestro trabajo y vocación, aun entre pocas personas, habrá ciertamente roce del alma y desgaste del corazón como para afectar al más fuerte. Estoy hablando como el que sabe, por experiencia, lo que es sentirse completamente agotado en el servicio del Maestro. No Importa cuán bien dispuestos estemos en espíritu, la carne es débil; y, el que defendió cariñosamente a sus siervos dormidos en el jardín, conoce nuestra constitución, y recuerda que somos polvo. Necesitamos que el Maestro nos diga de vez en cuando: «Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco»; y lo dice, pues no es un maestro rudo, y por más que muchos usen del azote, y hagan que el corcel agotado muera con los arneses puestos, nuestro bondadoso Señor no hace lo mismo.

Además de esto, somos propensos a abatirnos cuando nuestro deber se convierte en rutina, a causa de su monotonía. Si no velamos, muy probablemente nos diremos a nosotros mismos – «El Lunes por la noche, y de nuevo aquí, para dar un mensaje en la reunión de oración. El Jueves, predicar, ¡aunque aún no tengo tema! El Domingo por la mañana y por la noche, predicar de nuevo ¡sí, predicar de nuevo! Luego, los compromisos especiales; siempre predicar, predicar, predicar. ¡Cuán fatigoso!» Predicar debería ser un gozo, y, sin embargo, puede convertirse en pesada tarea. La predicación constante debería ser un disfrute constante; sin embargo, cuando el cerebro está fatigado, el placer huye. Como el muchacho enfermo en los días del profeta, estamos dispuestos a exclamar: «¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza!» Nosotros preguntamos: «¿Cómo conservar nuestra lozanía?» Es difícil producir tanto con tan poco tiempo para la lectura; es casi tan dificultoso como hacer ladrillos sin paja. Nada puede conservar nuestra lozanía sino la unción diaria del Espíritu.

No me extraña que algunos hermanos estén abatidos por falta de asociación con otras personas de corazón cálido y espíritu afín. Os daré otra ilustración mando nuevamente un faro. Alguien fue a visitar a los guardianes de un faro solitario, y dijo a uno de ellos: «Supongo, después de todo, que ustedes son muy felices en esta torre». «Podríamos serlo», replicó el hombre, «si charláramos el uno con el otro; pero hace un mes que mi compañero y yo no hemos cambiado una sola palabra». Si estáis desterrados en un lugar del campo, donde no tengáis una mente superior o siquiera igual con la que conversar. sin ningún amigo intelectual o espiritual a vuestro alcance, me hago cargo de lo que os ocurre. «Hierro con hierro se aguza; y el hombre aguza el rostro de su amigo». y cuando el rostro no es aguzado, no es maravilla que la mente se empañe. Hermanos, no podemos vivir solos; sin embargo, una de nuestras más penosas pruebas es la terrible soledad en nuestros afanes más elevados. ¡Cuán deleitoso tener un espíritu gemelo cm quien conversar! Lo peor es que, si. bien tenemos pocos que nos den nuevas fuerzas con su conversad6n, en cambio tenernos muchos que nos vejan con su parlería; y cuando quisiéramos ser levantados a nobles temas, somos arrastrados a la triste murmuración de una aldea. No es de extrañar que, en tal ambiente, perdamos fuerzas y seamos abatidos.

Sin embargo, nada de esto sirve de excusa para caer en un estado de decaimiento y es posible que, verdaderamente, nuestra decadencia mental sea el resultado de nuestra pobre situación espiritual. Quizás hemos dejado nuestro primer amor, nos hemos apartado de la simplicidad de nuestra fe, hemos apostatado en el corazón, y entristecido el Espíritu Santo, de modo que nuestro Dios camina en dirección contraria a nosotros porque nosotros caminamos en dirección contraria a Él. Quizás la lluvia no viene porque no hay oración, y los vientos celestiales han dejado de soplar porque hemos sido demasiado indolentes para extender las velas. ¿No ha habido incredulidad que obstaculizara la bendición? Solemos hablar de la incredulidad como si fuera una aflicción de la que debemos compadecernos, en vez de ser un crimen que hemos de condenar. Que hagamos mentiroso al que nos ha revelado los secretos de su corazón, y, casi iba a decir, se ha molestado en bendecirnos de modo extraordinario e insólito, tiene que causar dolor al corazón del Padre. Quizá sentimos menos amor a Jesús que en otros tiempos, menos celo en hacer su obra, y menos angustia por las almas de los demás; si es así, no es de extrañar que disfrutemos menos de la presencia de Dios, y que pronto estemos abatidos. Si la raíz no es fuerte, ¿cómo pueden florecer las ramas?

¿No es posible que la relajación se haya mezclado con la incredulidad? ¿Hemos hecho caso de la carne en sus deseos? ¿Hemos perdido la intimidad con Jesús que en otro tiempo gozábamos? ¿Hemos violado la consagración con que empezamos? Si es as!, el verdín se extenderá. El egoísmo echará a perder la fortaleza, y destruirá la capacidad de servicio. No voy a suponer que éste es el caso de ninguno de vosotros, o por lo menos voy a suponerlo tan sólo, dejándolo en suposición.

Es un hecho terrible que, a veces, estos abatimientos terminan en catástrofe. Después de la apostasía secreta viene un pecado que se anuncia públicamente, y los hombres claman: « ¡Qué vergüenza!» Sin embargo, lo más triste no es ese pecado, sino el estado general del corazón humano. Nadie se vuelve malo de repente. Cierto es que el rayo mató a su victima; pero la descarga no habría caído si no hubiera habido una previa conjugación de los elementos hasta formar la tormenta. El escándalo público no es sino el desarrollo de lo que había en el hombre: la raíz del mal es aún más profunda. Criando oímos hablar de un hombre que ha arruinado su carácter en un acto de locura sorprendente, podemos dar por sentado, por regla general, que su fechoría no era sino un chorro de azufre procedente de un terreno cargado de fuego volcánico; o, para cambiar la figura, un león rugiente procedente de una cueva llena de fieras. Si queréis clamar día y noche, de rodillas, que no os ocurra ninguna catástrofe moral, cuidado con el pecado que conduce a ella, cuidado con la apostasía que culmina en ella; pues, donde no existe la causa, no se produce el efecto. El Señor nos preservará si, día tras día, clamamos a Él pidiéndole que limpie nuestro camino.

Hay un mal debajo del sol que es tan terrible como una catástrofe pública –en realidad, es peor para la iglesia, a la larga- y es cuando el ministerio es carcomido por las hormigas espirituales.

Un anciano indio me describía cómo los muebles pueden ser devorados por las hormigas blancas. Estos insectos entran en la casa y lo devoran todo; pero, aparentemente, nada ha sido tocado. Las estanterías están donde siempre, los baúles y todo lo demás siguen exactamente donde estaban; a simple vista, todo está igual; pero en cuanto los muebles son tocados, se derrumban en pedazos, pues las hormigas los han comido por dentro. Del mismo modo, algunos hombres siguen el ministerio, pero el alma del mismo ya no existe. Tienen nombre de que viven, pero están muertos: ¿puede haber algo peor? Casi sería preferible que hubiera una explosión y todo terminara, a ver a los hombres seguir sosteniendo la forma de la religión después que la piedad vital ha desaparecido, esparciendo la muerte a su alrededor, pero manteniendo lo que se llama una posición respetable. ¡Dios nos guarde de lo último como de lo primero! Si soy una rama podrida, que me corten; pero estar en el árbol, cubierto de parasitario liquen y musgo, es deplorable. El ministerio respetable, pero vacío de vida espiritual, no es mejor que una condenación respetable, de la cual Dios nos libre.

Cuando los hombres llegan a este estado, suelen adoptar algún procedimiento para ocultarlo. La conciencia sugiere que hay algo que va mal, y el engañoso corazón actúa para ocultar o paliar este hecho. Algunos lo hacen entreteniéndose con pasatiempos en vez de predicar el Evangelio. No pueden hacer la obra del Señor, de modo que tratan de hacer la suya. No tienen la suficiente honradez para confesar que han perdido el poder evangélico, de modo que adoptan un pasatiempo; y el mal es muy benigno cuando se contentan con cosas secundarias, que no tienen otro defecto que el de apartarles de lo principal. Hay muchos juguetes de este tipo; sólo tengo tiempo para mencionar uno.

Me he enterado de que ciertos hermanos se dedican exclusivamente a exponer la profecía. Ahora bien, un hombre lleno de la vida que es de Dios puede exponer tanta profecía como quiera; pero los hay que, habiendo perdido su amor al Evangelio, tratan de recuperar la poca popularidad que habían tenido dedicándose a adivinar el futuro. Pueden tener la seguridad de que, si no pueden beneficiar a los hombres trayéndolos al pesebre y a la cruz, su fracaso será completo al ocuparse de sellos y copas. ¿Os habéis fijado, en los Comentarios de Calvino, en que no hay ninguna exposición del libre de Apocalipsis? ¿Por qué no? Calvino dijo: «No he comentado ese libro porque no lo entiendo». Cuando oigo que alguien dice: «En Mateo he encontrado muchas cosas que no pertenecen a la Iglesia, gran parte de Romanos y Gálatas lo encuentro por debajo de mi experiencia, y no disfruto con los Salmos porque no están en la perfección que mi alma requiere; necesito algo más elevado y espiritual, más complejo y maravilloso», saco la conclusión de que tal hermano está hilando su última madeja, y que le queda ya muy poco sentido común.

Me divierte observar cómo algunos especuladores han fracasado cuando han dejado el barco antiguo del Evangelio para convertirse en profetas. Primero se dijo que la bestia del Apocalipsis era Napoleón I, y luego reapareció súbitamente en su sobrino Napoleón III. Poco después, la herida mortal fue sanada, y el príncipe Imperial cargó con los honores horribles del libro profético. Ahora el príncipe ha muerto, y preciso será que los videntes inventen una nueva teoría. No hay temor de que tarden mucho en hacerlo; y entre tanto, «nuestro origen ¡Israelita» servirá para llenar el tiempo. En el cuento de Simbad el Marino, se cuenta que navegando vieron una isla, y se alegraron en gran manera. La tripulación dejo el barco, festejó en la isla, e iban a tomar posesión de ella en nombre del rey, cuando súbitamente empezó a estremecerse y a sumergirse, y finalmente se hundió del todo, pues era el lomo de una ballena, y no una isla. He conocido hermanos que se entretenían sobre el lomo de alguna especulación novedosa, cuando de repente los hechos históricos se les han puesto en contra, y todo se ha hundido como una ballena. He mencionado uno de los entretenimientos más inofensivos, pero algunos se han dado a imaginaciones que han causado mayores males. La especulación es un índice de la pobreza espiritual del hombre que se rinde a la misma. Se ha terminado su harina, de modo que usa yeso; ya no tiene oro ni plata, y acuña metales inferiores. No puede profetizar según la medida de la fe, de modo que ejercita su inconmensurable imaginación. Su propia experiencia no le ofrece temas para el ministerio, y por lo tanto vuela a regiones de las cuales no conoce nada.

Lo peor es cuando un hombre decae de tal manera en corazón y espíritu que no le quedan principios, y no cree nada en absoluto. Es bautista, pero ministraría alegremente una iglesia paido-bautista. Es calvinista, pero no es fanático, y promete no ofender a nadie. Sostiene ciertos puntos de vista, pero el principal de ellos es «de cara al pastorado», y en ese punto de vista el atractivo depende del salario. Se jacta de poseer un corazón ancho, y una receptividad de espíritu, y todo lo demás. i Su alma se está carcomiendo! ¡Esa es la verdad del caso, y trata de encubrirla con semejantes tonterías! Estas personas me recuerdan el anuncio de una escuela en Francia; su párrafo final rezaba así: «Se enseñará a los alumnos cualquier religión elegida por sus padres». Es algo abominable cuando los ministros vienen a decir que se enseñará cualquier religión que escojan los diáconos. «Ruego me informen si la iglesia prefiere un calvinismo altisonante, o el arminianismo».Es

lo que ocurría con aquel feriante que exhibía la batalla de Waterloo, y en respuesta a la pregunta «¿Cuál es Wellington, y cuál Napoleón?» replicaba: «Lo que gusten, amigos; ustedes pagan y escogen». Estos eclesiásticos amplios están dispuestos a suministrar cualquier artículo del que haya demanda. Es una situación terrible, pero los hombres no suelen quedarse ahí; llegados a lo más profundo, aún se puede caer más bajo.

Cuando el corazón está estropeado, y la vida espiritual ha decaído, los hombres caen pronto en el error doctrinal, no tanto porque su cabeza ande mal, pues muchos de ellos no han errado en gran manera en este aspecto, sino porque su corazón está en malas condiciones. Nunca nos habríamos siquiera enterado de que algunos hombres tenían cerebro, sino lo hubiesen inutilizado. Estos desviados de la fe suelen caer poco a poco. Empiezan diciendo muy poco en lo tocante a la gracia. Administran dosis homeopáticas de Evangelio: es maravilloso que un pequeñisimo glóbulo del Evangelio salve un alma, y es gran misericordia que sea así, pues de lo contrario pocos se salvarían. Estas miajas de Evangelio, y el predicador que las da, nos recuerdan el famoso perro del Nilo, de quien los antiguos decían que temía tanto a los cocodrilos que bebía en el río con mucha prisa, y se alejaba de él inmediatamente. Estos intelectuales tienen tanto temor a los cocodrilos críticos que en cuanto tocan el agua de vida del Evangelio se marchan en seguida. Sus dudas son más fuertes que sus creencias. Lo peor es que, no sólo nos dan muy poco Evangelio, sino que nos dan mucho que no es el Evangelio. En esto son semejantes a los mosquitos, de los cuales he dicho a menudo que no me importa que me saquen un poco de sangre, pero que los combato por el veneno que me introducen. Ya es mala cosa que un hombre me robe del Evangelio; pero que me impregne con sus doctrinas venenosas, es intolerable.

Cuando los hombres pierden todo amor al Evangelio, tratan de compensar la pérdida de su atracción mediante invenciones propias de cierta brillantez. Imitan la vida con el fulgor artificial de la cultura, recordándome los cristales salinos que cubren los desiertos de sal. En el centro de Persia hay una llanura sin vida, tan estéril y maldita que ni siquiera medran en ella las plantas salinas; «pero la sal misma, como amargamente resentida, forma sus cristales como si fueran ramas, y cubre la estepa con una alfombra de vegetación única, que brilla y resplandece a modo de pradera encantada en la luz cegadora del sol oriental». ¡Ay de las pobres congregaciones que contemplan este sustituto de la vida, esta florescencia salina de delicados errores y fascinantes invenciones! ¡Lástima que cualquier cosa que uno proponga actualmente encuentre eruditos personajes para apoyarla! Fontenelle solía decir que, si pudiese conseguir que seis filósofos escribieran en favor de ello, seria posible hacer creer a la gente que el sol no es la fuente de la luz y el calor; y creo que hay mucha verdad en esta observación. Se nos dice: «Bien, es un hombre muy erudito, es profesor del Colegio Tal, y ha escrito un libro en que trastorna los antiguos dogmas». Si un erudito escribe alguna tontería, desde luego tendrá salida; y no hay opinión, por loca que sea, que no sea creída en ciertos sectores si tiene el apoyo de los llamados científicos. Personalmente he observado la labor de las novelistas en teología, y he tratado de sacar lo que pudiera de sus libros, pero he quedado sorprendido por los resultados, notablemente ínfimos, de sus lucubraciones. Estando junto al mar en Menton, veía a los pescadores con kilómetros de cuerda y una vasta red sostenida por grandes boyas, visibles a gran distancia en el mar. Una docena de hombres tiran de una cuerda, y otros tantos de la otra, llevando la gran red a tierra. ¡Tirad de ella! Tirad de las cuerdas y traed los peces a tierra. Recuerdo que, en una ocasión, les vi sacar un pez más pequeño que el dedo meñique. Nuestros amigos alemanes han construido diligentemente vastas redes en las cuales han encerrado el mar del pensamiento; y al sacarlas, ha habido mucho ruido, gran sensación y temblores y desmayos entre las ancianas de la cristiandad; pero cuando hemos visto su gigantesca presa, resultó que no era ni la décima parte de una sardina. El filósofo que apareció después, se ha colocado las gafas con la correspondiente gravedad después de limpiarlas Solemnemente, ha clavado su tenedor crítico en el pequeño pescado y, levantándolo para que todos lo ad miren, ha pronunciado un discurso sobre su especie, hasta que otro filósofo igualmente sabio ha declarado que el pescado estaba podrido, y lo ha echado de nuevo al océano. Este tipo de juego continúa todavía, y muchos jóvenes ministros han sido lo suficientemente necios para dejar la pesca apostólica y unirse a este estúpido desperdicio de esfuerzos mentales. ¿Qué han hecho jamás estos profesionales de la duda, desde que el mundo empezó? ¿Qué harán? ¿Qué pueden hacer? Todo lo que pueden hacer ahora es meterse en nuestras iglesias y sisear desde los púlpitos que, en otros tiempos, eran ocupados por los ortodoxos. No pueden construir lugares de adoración propios: no podrían construir ni una ratonera; por regla general, en sus enseñanzas no hay suficiente poder para reunir una congregación, ni para conservarla cuando se ha reunido. Toda la vitalidad, la fuerza y la energía que poseen la gastan, a semejanza de los cucús, poniendo sus huevos en los nidos que nosotros nos tomamos la molestia de formar, pues ellos no los pueden construir propios.

Dios nos impida que jamás tratemos de encubrir la decadencia del corazón con inventos de nuestro amor propio. Espero que, cuando nuestro ministerio empiece a perder poder, seamos llevados a caer de rodillas e ir a nuestro Dios para que Él nos avive de nuevo por su buen Espíritu.

Quizás he hablado demasiado extensamente de la primera parte de mi tema; ahora me propongo considerar la necesidad de la gracia renovadora. Si alguno de nosotros ha descendido de las alturas, es hora de que volvamos a ellas. Si hemos caído del primer amor, es sumamente necesario que renovemos en seguida el ardor de la juventud. Si hemos descendido, aunque sea en pequeña medida, conviene que pidamos ayuda para recuperar lo perdido.

Es necesario por nuestra propia dicha; pues apelo a cualquier hermano que decaiga en su corazón, cuya fe se esté debilitando, y que tenga dudas en su espíritu, para que diga si no es desdichado. ¿No gozáis más puramente que nunca y con la mayor satisfacción cuando andáis con Dios? Ciertamente, apartados de Cristo, los «llamados a ser santos» están condenados a la desdicha. Es una condenación que el destino ha fijado para vosotros, que si partís de Cristo, tenéis que ir hacia el infierno; pues para vosotros partir de Cristo es infierno. Por lo tanto, si en alguna medida os habéis apartado de Cristo, volad al hogar, id a ir en seguida. El año pasado, estando en el sur de Francia, hice una excursión a caballo hasta el pie de Castiglione, antigua ciudad medio abandonada. El cielo estaba despejado, y mientras mis amigos subían al monte a explorarlo, me quedé un poco más abajo. Pronto observé que venían nubes del otro lado de las montañas, y a los pocos minutos estaba envuelto por la niebla y helado hasta los huesos. Podía ver Menton debajo de las nubes, y le dije a mi criado: «Recoja los caballos porque tengo que ir en seguida a donde brille el sol». Me apresuré a descender hasta que alcancé nuevamente la luz del sol. Así es como debéis sentir; si os rodea la neblina, y sentís el frío en vosotros, debéis apresuraros a volver a Cristo. Podéis reposar en Él llenos de gozo, porque en Él encontraréis toda bendición y consuelo a vuestro alrededor; pero al habéis trepado a conceptos elevados, y habéis entrado en las frías regiones de la especulación, tenéis que apresuraros a bajar también. Tenéis que decir del antiguo Evangelio: «Puedo ver el bendito lugar de mi reposo, y a él regresaré en seguida». Éste es un buen consejo para los que son conscientes de haber perdido el consuelo al dejar el antiguo buen camino.

Estoy seguro de que no podemos permitirnos estar en un estado de decadencia, pues nunca estuvimos demasiado vivos. Nuestros defectos y limitaciones, aun en el mejor de los casos, son más que suficientes para enseñarnos lo que seríamos si fuésemos peores. Puedo imaginarme a algunos hombres perdiendo parte de su valor, y todavía valientes; pero si una pequeña porción del mío se evaporara, sería yo un verdadero cobarde. A Calvino aún le habría quedado poder si hubiera perdido la mitad de la firmeza de su mente, pues era un hombre de fe potente; pero si yo perdiese alguna medida de fe, sería un lamentable incrédulo, pues no me sobra nada de ella.

Amados hermanos, ¿hemos alcanzado nuestra debida posición en comparación con nuestro primer ideal de lo que esperábamos ser? ¿Recuerdas cuando entraste en el Colegio o en el ministerio? ¿Recuerdas qué ideal tan elevado te habías propuesto? Hiciste bien en proponerte una meta elevada: pues, si te propones alcanzar la luna, dispararás más alto que si apuntas a una zarza. Hiciste bien en tener un ideal elevado, pero no haces bien en no alcanzarlo; empero, ¿quién consigue alcanzar su propio ideal? ¿No te dan deseos de ocultar la cabeza cuando te comparas con tu Señor? Salvó a otros, y por lo tanto no pudo salvarse a si mismo; mas nosotros somos celosos de guardarnos a nosotros mismos, y a menudo obramos como si pensáramos que el instinto de conservación es la ley suprema de la naturaleza. El Señor sufrió gran contradicción de pecadores contra sí mismo, mientras que nosotros nos sentimos provocados si se nos contraría en lo más mínimo. Él amó a sus ovejas, y las siguió cuando se extraviaron; pero nosotros tenemos demasiado poca compasión aun por aquellos que se reúnen a nuestra llamada. Estamos muy, muy por debajo de la verdadera gloria del Bienamado, y ni siquiera alcanzamos el pobre ideal que de Él tenemos. Nunca en privado en sus oraciones, ni en público en su vida, o en su ministerio, o en sus enseñanzas, nos aproximamos a Él tanto como debiéramos; y sin embargo, el no alcanzar a parecernos a Él, debería sonrojarnos y hacernos llorar. Así, pues, no podemos permitirnos la decadencia.

Ciertamente, aunque no nos comparemos con el Maestro, sino tan sólo con nuestros hermanos ministros -pues algunos entre ellos han hecho muy noble obra para Cristo-, llegaremos a la misma conclusión. Algunos de nuestros hermanos han resistido grandes desalientos, sirviendo al Señor fielmente; otros han ganado almas para Cristo, y cada una de ellas les ha costado más abnegación que lo que nos ha costado a algunos de nosotros ganar centenares. Podría sentarme con deleite a los pies de aquellos hermanos consagrados en quienes ahora estoy pensando, y contemplarlos, y dar gloria a Dios por ellos. Los tales han sido hallados entre hombres de capacidad inferior, de escaso poder, y de aptitudes insignificantes; pero ¡cómo han trabajado., y cómo han orado, y cómo los ha bendecido Dios! Es posible que, teniendo diez veces su capacidad y sus oportunidades, no hayamos hecho nada semejante a lo que ellos han hecho. ¿No lloraremos a causa de esto? ¿Podemos permitirnos la decadencia?

Hermanos amados, no podemos permitirnos quedar en un estado inferior al óptimo; pues, si es así, nuestra obra no será bien hecha. Hubo un tiempo en que predicábamos con todas nuestras fuerzas. Cuando empezamos a predicar, ¡qué predicación, en cuanto a celo y vida! Al mirar atrás, nuestra propia humillación debe aumentar si percibimos que en tiempos más jóvenes, éramos más reales y más intensos de lo que somos ahora. Los críticos dicen que predicamos mucho mejor; y sabemos que hay más pensamiento y más exactitud en nuestros sermones, y que usamos más elocuencia que en nuestros días de juventud; pero ¿dónde están las lágrimas del principio de nuestro ministerio? ¿Dónde está el corazón quebrantado de nuestros primeros sermones? ¿Dónde está la pasión, dónde la negación propia que a menudo sentíamos cuando derramábamos nuestra misma vida en cada sílaba pronunciada? Ahora, vamos a veces al púlpito resueltos a hacer como hicimos entonces, como Samsón salió a hacer lo que antes había hecho. En otros tiempos había roto las cuerdas y las cadenas, e iba a hacer lo mismo de nuevo; peno el Señor se había apartado de él, y era tan débil como otro hombre. Hermanos, ¿qué ocurriría si el Señor se apartara de nosotros? ¡Ay de nosotros, y de nuestra obra!

Nada puede hacerse si el Espíritu Santo es retirado; ciertamente, ni siquiera podrá intentarse algo bueno. Me ha maravillado ver cómo algunas personas evitan predicar el Evangelio cuando profesan estar haciéndolo. Usan un texto que uno diría ha de entrar en la conciencia, pero consiguen hablar de tal manera que ni despiertan a los negligentes ni afligen a los que confían en sí mismos. Juegan con la espada del Espíritu como si fueran malabaristas de circo, en vez de lanzar la espada de dos filos a los corazones de los hombres, como hacen los soldados al entrar en combate. El Emperador Galiano, al ver que un hombre lanzaba una jabalina varias veces contra un toro sin alcanzarlo, y el pueblo lo abucheaba, llamó a aquel hombre, y colocando un laurel sobre su cabeza, dijo: «Es un mérito especial que sepas errar un blanco tan grande tantas veces». ¿Qué premio daremos a aquellos ministros que nunca dan en el corazón, nunca redarguyen de pecado a los hombres, nunca consiguen que el fariseo abandone su propia justicia, nunca influyen en el culpable hasta el punto de que se eche a los pies de Jesús como pecador perdido? Quizás un día pueda aspirar a ser coronado de vergüenza por tal crimen. Entre tanto, ceñid sus sienes con la sombra de la noche. Seamos como los zurdos de Benjamín, «que sabían lanzar piedras con gran precisión». Esto no podemos alcanzarlo a menos que la vida de Dios esté y abunde en nosotros.

Uno debe cuidarse como hombre, por causa de si mismo y de su casa; pero como ministro, debe cuidarse mucho más por causa de los que le están encomendados. Cierto capitán, en los Mares del Sur, tomaba, según se observó, una ruta más larga pero más segura para entrar en el puerto. Cuando alguien le dijo que era demasiado cuidadoso, replicó: «Llevo tantas almas a bordo que no puedo permitirme correr riesgo alguno». ¡Cuántas almas hay a bordo de algunos de nuestros barcos! ¡Cuántas almas -sí, a pesar de que la doctrina es poco popular, lo repito cuántas almas, no de criaturas que se extinguirán como perros y gatos, sino de seres de valor inapreciable, inmortales, encomendadas a nuestro cuidado! Dado que de nuestro ministerio, por la gracia de Dios, depende lo eterno -la vida y la muerte, el cielo y el infierno- ¿qué clase de personas debiéramos ser? ¡Cuán cuidadosos deberíamos ser en cuanto a nuestra salud espiritual! ¡Cuánto deberíamos desear estar siempre en nuestro más elevado nivel! Si yo fuese un cirujano, y tuviese que operar a un paciente, no me gustaría tocar ni el bisturí ni su carne cuando me sintiera irritado o tembloroso; no quisiera estar en otra condición que en la más tranquila, serena, y segura, cuando la menor diferencia podría significar el tocar un punto vital y poner fin a una vida preciosa. ¡Qué Dios ayude a todos los médicos de almas a estar siempre en su mejor forma!

Creo que la marcha de la causa de Dios en el mundo depende de que nos encontremos en excelentes condiciones. Hemos venido al reino para esta hora. Así como Simón Menno fue levantado para predicar el bautismo de los creyentes en Holanda, y hacer que la lámpara ardiese para Dios allí, así también como, en nuestro propio país, hombres como Hansard Knollys, Kiffin, Keach, y otros semejantes, tuvieron la confianza de enfrentarse con la batalla por la causa del Señor, así también creo que vosotros tenéis que estar en sucesión directa como defensores de la forma más pura de la verdad evangélica. Se nos ha encomendado pasar a las generaciones venideras el Evangelio eterno que nuestros venerables patriarcas nos han transmitido. Como decía Neander, hay un futuro para los bautistas. Hay un futuro para cualquier iglesia que haya guardado fielmente las ordenanzas de Dios, y esté resuelta en todas las cosas a ser obediente a la cabeza del pacto. No tenemos ni prestigio, ni riqueza, ni tampoco un Estado que nos apoye; pero tenemos algo mejor que todo esto.

Cuando se preguntó a un espartano cuál era el límite de su país, replicó: «Los limites de Esparta están marcados por las puntas de nuestras lanzas». El límite de nuestra iglesia está también determinado por las puntas de nuestras lanzas; pero nuestras armas no son carnales. Dondequiera que vamos, predicamos a Cristo crucificado, y su Palabra de solemne proclamación: «El que creyere y fuere bautizado, será salvo». Dijeron al espartano: «No tenéis murallas en Esparta». «No», replicó, «las murallas de Esparta son los pechos de sus hijos». No tenemos defensas especiales para nuestras iglesias, ni leyes que nos amparen, ni credos vigentes; pero tenemos los corazones regenerados y los espíritus consagrados de los hombres que resuelven vivir y morir al servicio del Rey Jesús, y que hasta ahora han bastado, en manos del Espíritu, para preservarnos de atroces herejías. No veo cómo empezó todo esto, pues la batalla de la verdad comenzó hace mucho tiempo; y no veo el fin, excepto la venida del Maestro Y la victoria eterna. No obstante, hay algunos que temblando dicen que deberíamos detenernos, y permitir que los jóvenes que ya están en el Colegio Teológico aprendan un oficio y dejen el ministerio, no sea que haya demasiados ministros en Inglaterra; y añaden que es inútil preparar hombres para los campos extranjeros, pues la Sociedad Misionera está en deuda y sus gastos han de ser reducidos. ¡Que Dios bendiga a la Sociedad Misionera! Pero esto no ha de ser el límite de nuestros esfuerzos personales; además, la Sociedad pronto arrojará de sí la carga. Si vosotros, hermanos, sois dignos de vuestro llamamiento, seréis independientes y valerosos, y no os apoyaréis demasiado en la ayuda ajena. Esparta no podría haber sido defendida por una raza de criaturas tímidas armadas de lanzas sin punta, ni tampoco pueden los jóvenes de espíritu timorato hacer grandes cosas para Dios. Es preciso que aceptéis el heroísmo si tenéis que hacer frente a las exigencias de esta hora. ¡Que Dios haga que el que entre vosotros fuere flaco sea como David, y la casa de David como el ángel de Jehová! (Zacarías 12:8).

Antes de concluir tengo que hacer una proposición: que ésta sea la hora de la renovaci6n para cada uno de nosotros. Que cada uno de nosotros busque un avivamiento personal por medio del Espíritu divino.

Veremos la oportunidad si consideramos nuestra propia naci6n. Políticamente, hemos vuelto a una situación en que habrá respeto para la justicia y la verdad, y no para la presunción, las ganancias nacionales y las conquistas. Espero que ya no seamos dirigidos por ciertas ideas falsas acerca de los intereses británicos y la política consiguiente; sino por los grandes principios de la justicia, el derecho y la humanidad. Esto es todo lo que deseo ver. Los partidos, como tales, no representan nada para nosotros; tampoco los estadistas individuales, excepto en tanto que representen principios justos. Estamos en favor de los que respaldan la Justicia, la paz y el amor. Y ahora, en vez de yacer inmóviles año tras año sin progresar -sin que se enmienden las leyes, ni sea atendida la legislación nacional, sino habiéndose desperdiciado el tiempo en aventuras extranjeras- va a hacerse algo que vale la pena.

Asimismo, en esta época, nuestras escuelas están educando al pueblo, y gracias a Dios por ello. Aunque la educación no salve a los hombres, puede ser un medio hacia tal fin; pues cuando todos nuestros campesinos sepan leer su Biblia, podemos sin duda esperar que Dios bendecirá su propia Palabra. Será una gran cosa para todos nuestros trabajadores agrícolas ir al Nuevo Testamento por sí mismos, y escapar así de recibir la religión de segunda mano. Es preciso que los hombres piadosos cuiden de ofrecerles buenos libros, alimentando así los nuevos apetitos con alimentos sanos. Toda la luz es buena, y nosotros, que ante todo amamos la luz de la revelación, estamos en favor de toda clase de luz verdadera. Dios está levantando al pueblo, y creo que ha llegado la hora de que nos aprovechemos de su progreso; y ya que nuestro negocio exclusivo es predicar a Jesucristo,- cuanto más nos ciñamos a nuestra obra, tanto mejor, pues la verdadera religión es la fuerza de una nación, y el fundamento de todo gobierno justo.

Todo lo honesto, lo verdadero, lo amable, lo humano y lo moral puede contar con nuestra ayuda. Estamos en favor de la templanza, y por lo tanto en favor dc la limitación del abominable tráfico que está arruinando a nuestro-país; y estamos en contra de todo lo que permite el vicio entre los hombres, o autoriza la crueldad para con los animales. Somos decididos abogados de la paz,, y guerreamos fervorosamente contra la guerra. Desearía que los cristianos hicieran más y más énfasis en la injusticia de la guerra, creyendo que cristianismo significa «basta de espadas, de cañones, y de derramamiento de sangre», y que si una nación se ve Impulsada a luchar en defensa propia, el cristianismo está dispuesto a luchar y a intervenir tan pronto -como sea posible, y a no unirse a las crueles voces que celebran la matanza del enemigo. Estemos siempre donde está la justicia. Os ruego pues, que os unáis a mí en busca de la renovación. Ahora es el momento de ponerse la armadura y entrar en acción.

Seguramente estaréis de acuerdo en que nuestra santa comunión en esta hora feliz debe ayudarnos a todos a subir a un nivel más elevado. Ver a muchos de nuestros hermanos anima y estimula Cuando recuerdo la santidad de algunos, la profundidad de su piedad, su perseverancia, me siento consolado en la creencia de que si el Señor ha fortalecido a otros, tiene todavía una bendición en reserva para nosotros también. Que esta Fiesta de los Tabernáculos sea la hora de la renovación de nuestros votos de consagración al Señor Dios nuestro.

Empecémoslo con el arrepentimiento por todos nuestros errores y defectos. Que cada uno lo haga por sí mismo. Recordad cómo el antiguo gigante luchó contra Hércules y el héroe no podía vencerle, porque cada vez que caía tocaba la madre tierra, y recibía nuevas fuerzas. Caigamos también sobre nuestros rostros, para que podamos levantarnos llenos de vigor. Volvamos a nuestra primera fe sencilla, y recuperemos las fuerzas perdidas. Los hombres que han estado muy enfermos han clamado: «Devolvedme a mis aires nativos, y pronto estaré bien. Entre las flores de los prados, donde solía jugar cuando niño, y cerca del arroyo donde pescaba, pronto reviviré». Es bueno para nuestra alma volver a los días de la fe propia de un niño, cuando cantábamos:

«Tal como soy, sin una sola excusa,

Porque tu sangre diste en mi provecho.

Porque me mandas que a tu seno vuele,

¡Oh, Cordero de Dios! acudo, vengo.»

Esto os ayudará a renovar vuestra juventud; parece fácil, pero es la única manera.

A continuación, renovemos nuestra consagración. No es que os invite literalmente a manchar el umbral del Colegio con vuestra sangre; mas os pido que penséís en aquel esclavo israelita cuyo tiempo había pasado, pero que prefirió permanecer en servidumbre porque amaba a su señor y a los hijos de su señor, y por ello puso su oreja contra el umbral de la puerta y se la horadaron con una lesna. ¡Que el Señor horade la oreja de cada uno de nosotros, para que podamos ser sus siervos para siempre! Amamos a nuestro Señor ¿no es cierto hermanos? Amamos la obra de nuestro Maestro; y amamos a los siervos de nuestro Maestro, y a sus hijos, y por Él serviremos a todos ellos, para bien o para mal, hasta que la muerte nos separe de este servicio inferior. Me gustaría que predicásemos nuestros antiguos sermones, no quiero decir los mismos sermones, sino con la misma fuerza como cuando empezamos a decir a los pecadores que nos rodeaban, cuán adorable Salvador habíamos hallado. Las gentes decían: «Ese joven no sabe mucho, pero ama a Jesucristo, y no habla de otra cosa». Me gustaría predicar de nuevo como al principio, sólo que mucho mejor. Creía intensamente todas las palabras que pronunciaba; también ahora, pero actualmente surgen dudas que antes nunca me atacaban. Quisiera volver a ser un niño ante el Señor, y seguir siéndolo, pues estoy seguro de que las preguntas y las dudas son una pérdida lamentable para cualquiera.

Volved a vuestra lectura bíblica de antes, cuando solíais dejar que la promesa se entretuviera bajo vuestra lengua como bocado exquisito. Este Libro, cuando lo hojeo, despierta muchos recuerdos en mí; sus páginas resplandecen con una luz que no puedo describir, pues están incrustadas de estrellas que en mis muchas horas de penumbra han sido la luz de mi alma. -Entonces no leía este volumen divino para buscar un texto, sino para oír la voz del Señor hablando a mi propio corazón; entonces no era yo como Marta, afanoso con las muchas cosas, sino como Lázaro, que se sentaba a la mesa con Jesús.

¡Que Dios nos conceda también un avivamiento de los primeros objetivos de nuestra carrera espiritual. Entonces no pensábamos en agradar a los hombres, amo que nuestro objetivo era tan sólo agradar a Dios y ganar almas. Éramos lo suficientemente enérgicos para no cuidar de otra cosa sino del *****plimiento de nuestra misión; ¿es así ahora? Ahora sabemos predicar, ¿no es cierto? Nos damos cuenta de que somos eficientes en nuestro arte- Quizá sería mejor que no nos sintiéramos tan bien preparados. Creo que es mejor ir al púlpito en flaqueza pero en oración, que ir en la fortaleza que confía en al misma. Cuando gimo: «¡Qué necio soy!» y bajo del púlpito, después del sermón, avergonzado de mi pobre tentativa, estoy seguro de que es mejor para mi que cuando estoy complacido de lo que he hecho. ¿ Somos algunos de nosotros tan niños como para sentir tal cosa? ¡Qué sentido de la responsabilidad teníamos en nuestros primeros cultos! ¿Conservamos aquella solemnidad de espíritu? Orábamos entonces acerca de la elección de los himnos, y de la manera de leer las Escrituras; no hacíamos nada descuidadamente, pues nos agobiaba una gran ansiedad. Siempre leía la Escritura cuidadosamente en casa, y trataba de entenderla antes de leerla a la congregación, y así formé un hábito que jamás he dejado; pero no ocurre lo mismo a todos. Algunos dicen: «He estado fuera todo el día, y tengo que predicar esta noche, pero puedo hacerlo». Sí, pero no agradará a Dios que le ofrezcamos aquello que nada nos cuesta. Otros tienen una provisión de sermones, y he oído decir que la hora antes de subir al púlpito. examinan sus preciosos manuscritos, escogen uno que parezca conveniente, y sin otra preparación lo leen como mensaje de Dios al pueblo, Que el Señor nos libre de un estado de ánimo en que nos atrevamos a poner sobre la mesa de la proposición el primer pan que nos venga a la mano. No; sirvamos al Señor con creciente cuidado y reverencia.

Sería bueno que muchos volvieran a sus primemeras oraciones y vigilias, y a todo lo demás que conviene.

¿Es posible hacerlo? Hermano, sí es posible. Podéis tener toda la vida que tuvisteis y más aún, por la bendición del Espíritu Santo. Puedes ser tan intenso como jamás hayas sido. He visto caballos viejos volver a los pastos, y regresar frescos y vigorosos. Conozco un lugar, de donde, si un corcel agotado va a alimentarse, volverá para ser uncido al carro del Evangelio con fuerzas renovadas. Recordemos aquellos lugares consagrados donde Jesús salió a nuestro encuentro en día pasados, donde nuestra alma fue hecha «como los carros de Aminadab». ¡Señor, renueva tus misericordias antiguas, y nos levantaremos, como el Fénix, de nuestras cenizas!

Quizá te cueste mucho ser restaurado de nuevo. Juan Bunyan habla del peregrino que perdió su rollo, y tuvo que volver por él, de modo que recorrió tres veces el mismo trecho del camino, y el sol se puso antes que alcanzara alojamiento. Pero cueste lo que cueste, es preciso que nos humillemos ante Dios. El otro día leí un sueño que fue el medio para la conversión de un hombre. Pensaba estar entrando con su amigo en una ciudad oriental, y cuando iba a pasar la puerta, el rastrillo de la verja empezó a descender. Se agachó; pero descendía tan aprisa que no podía pasar ni agachándose, ni arrodillándose, ni gateando, ni siquiera echándose. Sentía la necesidad de entrar, de modo que hizo un esfuerzo desesperado. Llevaba una chaqueta de fino encaje y se la quitó, pero el rastrillo seguía descendiendo, de modo que descubrió que lo único que podía hacer era desnudarse, y arañándose el cuerpo contra el suelo, pudo pasar. Cuando estuvo a salvo al otro lado de la verja, un ser resplandeciente le cubrió de pies a cabeza de brillantes vestiduras. Quizá tengamos que desprendemos de aquella hermosa chaqueta, de aquella otra espléndida teoría, de ese amor a la popularidad, de la retórica; pero una vez pasemos la verja, Dios nos cubrirá con la túnica de la aceptación en el Amado, y esto nos recompensará con creces de todo lo que la lucha puede costarnos.

Lamento decir que el material de que estoy hecho hace preciso que el Señor tenga que castigarme a menudo y con energía. Soy como una pluma de ave que no escribe a menos de ser afilada a menudo, y por lo tanto he sentido muchas veces en mi carne el afilado cuchillo; con todo, no lamentaré mis dolores y mis cruces en tanto que el Señor me use para escribir en los corazones de los hombres. Esa es la causa de las aflicciones de muchos ministros; son necesarias para nuestra obra. Habéis oído la fábula del cuervo que deseaba beber, pero el jarro contenía tan poca agua que no podía alcanzarla, y por lo tanto tomó piedra tras piedra, dejándolas dentro del recipiente hasta que el agua subió hasta el borde, y pudo beber. En algunos hay una medida tan pequeña de gracia, que necesitan muchas enfermedades y aflicciones para hacer que sus dones sean utilizables. Sin embargo, si recibimos la gracia suficiente para llevar fruto sin ser podados continuamente, tanto mejor.

Se espera de nosotros que a partir de este momento subamos a un punto más elevado. El Señor tiene razones para esperarlo, si pensamos en lo que ha hecho por nosotros. Algunos de mis compañeros de armas, que ahora están ante mí, han pasado por batallas tan duras como el que más; y después de los éxitos que han tenido, no deben ni pensar en rendirse. Después de lo que el Señor ha hecho por nosotros nunca debemos arriar la bandera, ni dar la espalda en el día de la batalla. Cuando se temía que Sir Francis Drake iba a naufragar en el Támesis, dijo: «¡Cómo! ¿He rodeado el mundo, y voy ahora a ahogarme en un canal? No yo.» Así os digo yo, hermanos: os habéis enfrentado con aguas tempestuosas, ¿y os hundiréis en un estanque de aldea? No nos tratarán peor de lo que nos han tratado. Estamos ahora en muy buena forma para luchar, pues los golpes anteriores nos han endurecido. Un gran pugilista de Rama estaba estropeada; tenía la nariz, los ojos y el rostro tan desfigurados, que siempre estaba dispuesto a luchar, porque decía: «No me pueden estropear más de lo que estoy». Personalmente, estoy muy cerca de esta situación. Los hombres ya no pueden decir de mí peores cosas que las que han dicho. Me han contradicho en todo, y me han calumniado hasta el máximo. Mi buena apariencia ya no existe, y nadie me puede hacer ya mucho daño.

Algunos de vosotros habéis sido objeto de estos ataques en mayor grado de lo que probablemente volveréis a sufrir; habéis tenido pruebas, tribulaciones y aflicciones hasta el límite de lo que podéis soportar; y después de haber estado tanto tiempo en filas, ¿vais a ceder, huyendo como cobardes? ¡No lo permita Dios! Al contrario, permita Dios que los veteranos entre vosotros tengáis el placer, no sólo de ganar batallas para Cristo, sino de ver a otros, que han sido salvos por vuestra instrumentalidad, prepararse para luchar por Jesús mejor de lo que habéis luchado vosotros. El otro día leí una historia, y con esto concluyo, deseando tener yo mismoeste gozo que os deseo a todos en las cosas espirituales. Diágoras de Rodas había ganado en sus buenos tiempos muchos laureles en los juegos olímpicos. Tenía dos muchachos, y los educó para la misma profesión. Llegó el día en que sus propias fuerzas disminuyeron, y no podía ya luchar en persona; pero iba a los juegos olímpicos con sus dos hijos. Vela los golpes que daban y recibían, y se regocijaba cuando descubría que ambos vencían. Un lacedemonio le dijo: «Ya puedes morir, Diágoras»; dando a entender que el anciano podía morir contento porque había obtenido, en su propia persona y en las de sus hijos, los más altos honores. Al parecer el anciano pensaba lo mismo, pues cuando sus dos hijos vinieron, y llevaron en hombros a su padre por la arena en medio de los atronadores aplausos de la multitud, murió desbordado por la emoción ante los ojos de los griegos reunidos. Habría sido más prudente seguir viviendo, pues tenía un tercer hijo que llegó a poseer más renombre que los otros dos; pero falleció en una oleada de victoria. Ojalá, hermanos, tengáis hijos espirituales que ganen batallas para el Señor, y que vosotros viváis para verles hacerlo; entonces podréis decir, como el anciano Simeón: «Ahora despide, Señor, a tu siervo, conforme a tu palabra, en paz.»

En el nombre del Dios bendito levantamos hoy de nuevo los estandartes. Nuestra consigna es «Victoria». Nos proponemos vencer en la gran causa del puritanismo, protestantismo, calvinismo, -nombres pobres todos ellos, que el mundo ha dado a nuestra grande y gloriosa fe- la doctrina del apóstol Pablo, el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Podemos tanto atacar como resistir los ataques que se nos lancen. Por la gracia divina, nos es dada energía y paciencia; podemos obrar y podemos esperar. Que la vida de Dios en nosotros produzca sus fuerzas más poderosas, y nos haga resistentes hasta lo sumo de las posibilidades humanas, y entonces alcanzaremos la victoria, y daremos toda la gloria de ella a nuestro Caudillo Omnipotente. ¡Amados, que el Señor esté con vosotros! Amén.

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